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ENTREVISTA | Ignacio Urquizu

“La política no consiste en hacer lo que quiere la gente”

Ignacio Urquizu, autor del libro 'Otra política es posible'.

Iñigo Sáenz de Ugarte

24 de septiembre de 2021 22:35 h

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Ignacio Urquizu recuperó el interés por la política desde que se convirtió en alcalde de Alcañiz, la segunda ciudad de Teruel con 16.000 habitantes. Después de una carrera académica que incluía ser profesor de Sociología en la Universidad Complutense y escribir artículos en varios medios, como elDiario.es, llegó a las Cortes de Aragón y al Congreso hasta verse devorado por la crisis del PSOE y el enfrentamiento de las primarias entre Pedro Sánchez y Susana Díaz. Apostó al caballo perdedor y estuvo a punto de dejar todo ese mundo. Ahora publica 'Otra política es posible' en la editorial Debate para dejar patente lo poco que le gusta la situación actual en España, donde los acuerdos parecen imposibles entre partidos enfrentados. Urquizu, de 42 años, no cree que la polarización sea un fenómeno nuevo y sostiene que es una estrategia política, en especial en la derecha, para ganar elecciones.

Después de estar interesado por la política desde la universidad, ¿cuando entró en la primera línea en las listas electorales y en el Congreso, llegó a pensar: “Esto no es como yo pensaba”?

Sí. De hecho, cuando acabó la legislatura de 2019, la verdad es que me quedé decepcionado con mi experiencia en la política. En todo lo que había vivido, había cosas que no entendía, había momentos en los cuales no comprendía por qué había ese nivel de enfrentamiento, incluso entre nosotros (el PSOE). Pasé luego tres meses en la universidad. Lo que ocurrió fue que Javier Lambán y los compañeros de Aragón y Teruel me dijeron que me fuera a la política aragonesa. Una conversación con Ximo Puig me convenció. Me dijo que ser alcalde de Morella fue lo mejor que le ha pasado en la vida. No hay nada más bonito que ser alcalde de tu pueblo. Pero sí, me fui un poco decepcionado con la política porque no me esperaba lo que me pasó.

Siempre duele más si la bronca se produce en su propio partido.

Así es. Además, el nivel de enfrentamiento que alcanzamos fue terrible. La verdad es que ahora, cuando lo miras con retrospectiva, te sigues preguntando cómo pudimos llegar a aquello.

En el libro se detecta esa sensación negativa. Desde 2016, “la política española se resume en la negación del otro”, escribe. El rival ya no es el adversario, sino el enemigo. ¿Qué consecuencias tiene eso para la política española?

Por ejemplo, después de la moción de censura en 2018 aquel Gobierno duró poco, porque no hubo forma de sacar unos presupuestos. Cada vez que hay que sacar algo adelante, incluso en el actual Parlamento, es muy difícil. Como me dijo un compañero cuando pisé el hemiciclo, aquí todo el mundo va a lo suyo, menos yo que voy a lo mío. Esa forma de negar al otro y a buscar puntos de acuerdo produce una inestabilidad muy fuerte, incluso en el contexto de una pandemia, donde ha sido difícil llegar a grandes acuerdos.

En el libro se presenta la Transición como símbolo de una época de diálogo. En ese momento ese espíritu de negociación podía ser útil e incluso necesario. ¿Pero qué pasa cuando el sistema político da síntomas tan evidentes de agotamiento como ocurrió a partir de la crisis económica de 2010? El pasado no siempre es la mejor receta para el presente.

Vamos a ponerlo todo en contexto. En la Transición, la gente fue capaz de ponerse de acuerdo en un periodo de tiempo en el que murieron 500 personas por violencia política entre 1978 y 1982. 500 asesinatos de extrema derecha, extrema izquierda, terrorismo nacionalista y violencia del Estado. En un momento en que moría mucha gente por razones políticas, los políticos fueron capaces de sentarse y de buscar los acuerdos. En cambio, ahora no hay un contexto de violencia política, de enfrentamientos en la calle. Lo que ha habido es un distanciamiento entre los ciudadanos y los políticos. La brecha ya no es entre percepciones del país o ideologías. Era la idea de “ustedes no nos representan”, que es el grito del 15M. Y cuando cambia el gobierno y llega el nuevo gobierno en 2011, como no cambian las políticas, el lema pasa a ser 'que se vayan todos'.

El lema “Que se vayan todos” era de una minoría muy pequeña.

Era un ambiente que había también entre aquellos que eran herederos del 15M. Entonces se van produciendo diferentes cambios en la crisis política, surgen nuevos partidos, los partidos decepcionan... La situación actual es que hay una ruptura más bien entre ciudadanos y políticos. No se llega a acuerdos entre los políticos, porque seguramente en la forma de hacer política a veces coinciden entre ellos. Esto de negar al otro, de polarizar, no solo es responsable un solo partido, una sola ideología, sino que está extendido entre todos, y seguramente hace que haya un consenso de polarización.

En cuanto al tema de la cultura del diálogo, el libro dice que ya se empezó a cuestionar en la época de Aznar como líder de la oposición. Por ejemplo, con la lucha antiterrorista. Luego, tras la mayoría absoluta de Aznar a partir del año 2000, eso comenzó a ser más evidente. Es algo muy anterior a los nuevos partidos. Se le llamaba la crispación. Entonces no se utilizaba la palabra polarización.

Sí. Lo que intenta el libro es contar que lo que está pasando ha pasado en otros momentos y en otros lugares del mundo. Tampoco hay que caer en el adanismo de pensar que tenemos polarización por primera vez y que somos los únicos que la sufren. Es una estrategia política que tiene un contexto determinado. En el caso de España, es verdad que los datos muestran que cuando más polarización hay es cuando el PP está en la oposición. Si todo el mundo fuera a votar por razones ideológicas, el PP tendría muy difícil ganar las elecciones, porque España mayoritariamente es de centroizquierda desde el punto de vista sociológico e ideológico. La única forma para ellos de ganar elecciones es emplear estrategias políticas que desmovilicen al adversario, que movilicen mucho a los propios, que desmovilicen a los moderados. Y ese es uno de los factores que explican la polarización. Es una estrategia política para ganar elecciones.

La polarización siempre es mayor en España cuando el PP está la oposición. Y ocurrió también en la época de Felipe González.

Así es, y en la época de Rodríguez Zapatero. La mejor época de crispación es sobre todo la primera legislatura de Zapatero con aquello de “usted ha traicionado a los muertos” (frase de Mariano Rajoy en el Congreso). Esas frases altisonantes que no escuchábamos cuando (en el Gobierno de Aznar) estaban negociando el fin de ETA.

El libro desarrolla la idea de guerras culturales. En España, hasta hace muy pocos años no se hablaba de ese concepto más que para comentar la actualidad política norteamericana. ¿Es una importación de lo peor de la política de EEUU o sólo una herramienta política para que los partidos ganen elecciones?

Es una herramienta más y en el fondo es llamar de otra manera a cosas que sucedían antes. Al final, con las guerras culturales, como los marcos o los relatos, estamos usando el mismo término para decir que uno quiere fijar el terreno de juego que le sea más favorable. Es verdad que el concepto de guerra cultural, aparte de tener un tono bélico que ya indica hacia dónde quieres llevar la política, también trata de imponer una forma de ver el mundo.

Con respecto al argumento que utilizan muchas veces Pablo Casado o Cayetana Álvarez de Toledo, eso de rebelarse contra la superioridad moral de la izquierda sobre la derecha. ¿Ha visto muchos ejemplos de esa superioridad? ¿La sienten los miembros del PSOE?

Yo no me considero superior a nadie, pero sí creo que tengo preocupaciones distintas a ellos. A mí me preocupa mucho la desigualdad en todas sus versiones, mientras que al Partido Popular la desigualdad le importa menos que la eficiencia o la eficacia del mercado. Al final, uno tiene que asumir qué ideología o visión del mundo defiende. Cuando uno defiende el libre mercado, bajar los impuestos y todo ese tipo de políticas fiscales y económicas, lo que está contribuyendo es a que haya más desigualdades en un país. Y eso no lo dicen los políticos. Lo dicen los economistas y los datos. Por lo tanto, yo creo que lo que tienen que hacer es asumir las ideas que defienden. No es que seamos superiores, es que defendemos cosas distintas.

Se critica mucho ahora la política de bloques en la medida en que impide el diálogo entre un partido de un bloque y otro, pero la existencia de bloques también se corresponde con la realidad sociológica del país.

Sí, el mundo se divide en percepciones distintas y la forma más fácil de simplificar lo que la gente piensa es en el bloque izquierda-derecha. Pero hay diferentes formas de que estos bloques convivan. De hecho, yo creo que hay más enfrentamiento entre los políticos que entre los ciudadanos. Lo que uno ve todas las semanas en el Congreso no lo ve en los bares, afortunadamente. El nivel de enfrentamiento y crispación que se produce en las instituciones se da en la política nacional. Ni siquiera se ve en los ayuntamientos o en la política autonómica. Se ve en la política madrileña, para incluir así también a Isabel Díaz Ayuso en esta forma de hacer política. Pero fuera de esos espacios el resto de la sociedad y de las instituciones no vive en ese enfrentamiento de bloques, aunque nos dividimos en bloques.

Escribe que la polarización de élites no se traduce automáticamente en polarización de la sociedad, salvo quizá en las redes sociales, que son obviamente una parte pequeña de la sociedad. ¿Entonces en España la polarización no es un tema tan grave en términos de enfrentamientos sociales?

Esto no va a acabar en un enfrentamiento en la calle, pero sí que es una mala noticia. Nos impide hacer muchas cosas como país, porque si los políticos se pusieran de acuerdo en más cosas, seguramente sería más fácil hacer algunas reformas. Me parece increíble que estemos cuestionando la llegada de los fondos europeos, es decir, todo lo que significa para la recuperación y la modernización del país, y que por razones políticas haya alguien que quiera poner palos en las ruedas.

El libro habla de la propaganda negativa en las campañas que por otro lado ha existido siempre. En Estados Unidos existe desde hace décadas y en algunas elecciones ha tenido una importancia decisiva en el resultado. ¿Se puede decir que ahora esté llegando a niveles más altos?

La verdad es que en España la propaganda negativa ha aparecido en momentos de mucha competición electoral. Es un recurso que se utiliza sobre todo cuando hay mucha igualdad, porque se entiende que se puede movilizar al electorado y porque tiene la capacidad también de desgastar a los otros. En los años 90 y por no hacer proselitismo de partido, el vídeo más recurrido seguramente sea el vídeo del dóberman, que fue utilizado en una campaña electoral (del PSOE en 1996). Ese tipo de campañas negativas ha existido siempre y se aplica en un contexto muy determinado. Lo que dice el libro es que sus efectos son muy dudosos y afectan a un grupo muy reducido de gente. Su utilidad práctica no es tan alta como creen los expertos en comunicación.

Este tipo de propaganda negativa la sufrió el PP con el Gobierno de Rajoy tras la irrupción de Podemos, que hizo una crítica muy dura a ese Gobierno y también al sistema político. Pero cuando Podemos llega al Gobierno, su actitud cambia bastante en términos de calentar mucho o poco el debate.

Sí, desde luego llegar a las instituciones cambia casi todo el mundo. Te das cuenta de que cuesta cambiar las cosas, que no es nada sencillo, que transformar la sociedad no es un proceso fácil. Tampoco es una cosa solo de Podemos. Estoy seguro de que muchos políticos vieron el mundo de otra manera en el momento que les tocó gestionar algo.

Hay una frase en el libro de Javier Fernández, de cuando era presidente de la gestora del PSOE, que es reveladora. Viene a decir que no sabían cómo ganar el congreso del PSOE después de hacer lo que creían que debían hacer en relación a la abstención en la investidura de Rajoy. Hay una frase parecida de Jean-Claude Juncker de su época de presidente de la Comisión Europea. Dijo: “Sabemos qué hacer para acabar con la crisis económica, pero no sabemos cómo ganar luego las elecciones”. ¿No consiste en eso la política? ¿Tomar una decisión y luego explicársela a los ciudadanos? Y si no puedes hacer lo segundo, ¿no deberías dudar sobre la decisión que has tomado?

Lo que intenta defender el libro es que la política no consiste en hacer lo que quiere la gente. Eso sería una visión demasiado simplista de la política y una idea simplificadora de la democracia. La política consiste en tener un proyecto sobre lo que es mejor para tu país y convencer a una mayoría sobre lo que es mejor para ellos. Es una visión seguramente inversa a esa que dice que la política nace de la calle y llega a las instituciones. La política consiste en que en las instituciones se debata sobre diferentes modelos de sociedad, y la gente elija cuál es el modelo en el que quiere vivir. Para poder convencer a la gente, tienes que tener liderazgo político y credibilidad. Ese es otro de los elementos que a veces se echa de menos en la política. ¿En qué consiste la credibilidad? En saber de lo que hablas y creerte lo que dices.

Es cierto que a veces hay que contar a la gente lo que no quiere escuchar. ¿No se corre el riesgo de caer en una concepción aristocrática de la política, que ha existido mucho en las democracias europeas a lo largo de décadas?

Pero lo contrario sería el populismo y pensar que la gente siempre tiene la razón.

Sí, necesitas políticos que hagan no de intermediarios, sino que tomen las decisiones. Pero una política aristocrática en la que se decide desde dentro lo que le conviene a la gente también resta legitimidad a la democracia.

No, porque la diferencia entre el sistema aristocrático y las democracias contemporáneas de representación es que la gente refrenda lo que los políticos deciden de tal forma que pueda haber un debate.

Cada cuatro años.

Sí, y esa es otra de las ideas equivocadas sobre la democracia. La democracia no tiene que ser cada cuatro años, tiene que ser permanentemente. ¿Por qué? Porque no se puede reducir la democracia a una urna, a que la gente deposite un voto. La democracia es mucho más que eso. La democracia significa que el que tenga el poder no abuse de él. Para que no abuse de él, el poder tiene que estar dividido y controlado. La idea de democracia es más compleja que hacer lo que quiera la gente. El problema es que hemos generado expectativas tan elevadas en el debate público sobre la democracia que la gente pensaba que los problemas se solucionarían fácil. Cuando uno mira las encuestas descubre que la gente suele saber lo que no quiere, pero es muy difícil que sepa lo que quiere, porque a veces quiere cosas contradictorias, a veces quiere hoy una cosa y luego quiere otra porque cambia de opinión.

El PP y otros partidos quieren bajar los impuestos y además piden que aumente la inversión pública en sanidad y educación y mantener el poder adquisitivo de las pensiones. ¿Son los propios partidos los que fomentan esa idea de que podemos tenerlo todo sin grandes sacrificios?

Efectivamente, eso que está haciendo el PP sería engañar a la gente y la gente tendría que elegir si quiere un modelo u otro. Pero a veces eso se ha refrendado con el poder ciudadano. California es un Estado que usa mucho los referendos para las políticas. Fue capaz de llegar a votar hasta el tamaño de la jaula de los pollos. Pero llegaban a votar que había que bajar los impuestos y al mismo tiempo votar a favor de incrementos en el gasto público, de tal forma que California quebró. Porque a la gente cuando le preguntas, te dice que por supuesto que cuanto menos pague, mejor, y cuantos más servicios públicos, mejor. Y la gente en eso es racional. Por eso ahí está la labor de la política. Y por eso digo que la política va más allá de hacer lo que la gente quiere.

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