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Las 'Hazañas Bélicas' antes que Roald Dahl: la práctica centenaria de eliminar términos ofensivos para adaptarse a los tiempos

Retrato de Roald Dahl
18 de marzo de 2023 18:57 h

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En el Campo de Agramante hispano, acaso global, todo vale para el aburrido pulso entre el 'hipercorreccionismo político' y el 'ofendidismo', donde Silencio no para de largar y Discordia está en su salsa. Son las dos potencias que en el Orlando furioso de Ariosto, el Eterno ordena buscar al arcángel Miguel para que auxilien al París de Carlomagno cercado por el sarraceno Agramente.

La penúltima escaramuza ha sido a cuenta de la, digamos 'actualización' de las obras del noruego-galés Roald Dahl (1916-1990), autor de conocidas obras infantiles, más tras pasar por Hollywood: Los Gremlins y Charlie y la fábrica de chocolate. Su editor británico y la Roald Dahl Story Company, propietaria de los derechos, han eliminado de sus obras términos antaño cotidianos y hoy ofensivos, como “gordo” por “enorme” y los “flácidos pliegues de sebo” de su cuerpo y la “monstruosa bola de masa” de su cara por sencillos “pliegues” y “bola de masa”, y quitado el adjetivo a “fealdad espantosa” o el tildar de “loco” a quien parezca excéntrico.

Hablamos de lecturas para niños, no de la Divina comedia. No es para escandalizarse.

Más caprichosas parecen otras correcciones que ha llevado a cabo Inclusive Minds, la organización que ha asesorado la actualización –o censura, a elegir–: le cambia a Matilda los libros de Conrad por los de Austen y los de Kipling por los de Steinbeck. Salvo Kipling, no creo que esos nombres digan mucho al lector medio de Dahl. E incluso es gracioso que en Las Brujas cambie las tópicas profesiones que usan las magas como tapadera, “cajera de supermercado o secretaria”, por las 'empoderadoras' de “gran científica o directora de empresa”.

Pero, vamos, por lo que veo en su web, Inclusive Minds no es una pandilla de lo que antes llamaban hippies, ahora wokes y siempre para descalificar sino de un negocio que asocia a instituciones británicas fuera de toda sospecha como la Asociación de Libreros, la Asociación de Editores, la Letterbox Library, biblioteca de libros infantiles, y el Gremio Independiente de Editores. Ningún hippy sino añosos organismos unidos “por la igualdad, la diversidad, la inclusión y la accesibilidad en los libros infantiles”, eslogan de Inclusive Minds, que añade: “Todos los niños deben estar representados en los libros. La diversidad incluye discapacidad, igualdad de género, origen étnico, raza, cultura, identidad de género, sexualidad, entorno socioeconómico, religión y estructura familiar”.

Y, hablando de hippies, hay que recordar que Dahl fue el primero en actualizarse/censurarse. Los Umpa Lumpas de Charlie y la fábrica de chocolate eran esclavos pigmeos trabajadores de la factoría a cambio de cacao, dieta que habían adoptado tras dejar la suya de “gusanos verdes y escarabajos rojos con corteza de bong-bong”. Las duras críticas emitidas por la Asociación Nacional para el Progreso de las Personas de Color (NAACP) y numerosos escritores de literatura infantil hicieron que Dahl cambiara a los pigmeos africanos por hippies enanos, blancos y rubios de Loompaland.

Por cierto, que otros en actualizarse/censurarse fueron los de la NAACP, pues cuando la fundaron en 1900 se bautizaron Comité Nacional Negro.

Dahl, en fin, participaba de la arraigada tradición antisemita británica, especialmente tras los bombardeos indiscriminados del ejército israelí de escuelas, hospitales y bloques de apartamentos de Beirut que mataron a 30.000 civiles en la guerra del Líbano (1982): “Hay un rasgo en el carácter judío que provoca aversión. Quiero decir que siempre hay una razón por la cual lo anti-algo crece en cualquier sitio; incluso un apestoso como Hitler no los escogió sin razón (...) soy anti-israelí y me he vuelto antisemita”. Si un personaje de Dahl llamara a otro “perro judío”, ¿nos parecería mal 'actualizarlo'?

Y no lo digo por exagerar: en mi infancia era un insulto común entre chiquillos y no hace tanto que el futbolista Ronaldo de Sousa le dijo al periodista José María García: “Imagínate, yo diciendo no a la selección de mi país. Sería un judío, un traidor” (Supergarcía, Cope, 28 mayo 1997). Y no hace nada, la sartén neonazi Isabel Peralta le dijo a la cazo Macarena Olona: “Calla, judía vendida”.

El cuento de siempre: reescribir

En todo caso, estamos reescribiendo los cuentos infantiles desde el principio de los tiempos (literarios infantiles). ¿Admitiríamos que el príncipe azul que despierta a la Bella Durmiente con un casto beso en el film de Disney fuera lo que era originalmente, un violador necrofílico que la embaraza de gemelos y un conyugicida que mata a su santa para casarse con la despertada? ¿O que lo “grande” de la abuelita que espantó a Caperucita Roja no fueran precisamente los ojos ni los dientes del lobo? Sin embargo, así fueron en origen.

Y no eran relatos para adultos, como deja claro Giovanni Battista Basile (1575-1632) al titular su recopilación El cuento de los cuentos o El entretenimiento de los pequeñuelos.

El cuento es una mezcla de realidad cruda con fantasía literaria a la que, posteriormente, se le añadieron moralejas a fin de extraer un patrón moral de conducta y educación y adecuarlo a su sociedad y tiempo. Así, Charles Perrault (1628-1703) eliminó las violaciones en sus Cuentos de otros tiempos o Los Cuentos de Mamá Oca, pero mantuvo el canibalismo –la Legitima le pide al cocinero que guise a la Despierta y a sus hijos “en salsa Robert”– y hay que esperar a los hermanos Grimm para verlo convertido en característica de seres monstruosos, ogros y ogresas, en sus Cuentos del niño y del hogar (1812).

Y sin ir tan lejos, los japoneses eran “monos amarillos” en nuestros tebeos de Hazañas Bélicas de los 50-60 y el belga Hergé se autocensuró varias veces para adecuar su Tintín en el Congo: de la primera versión de 1932 eliminó en 1946 las referencias coloniales inspiradas por su militancia rexista (nazi) y, en 1975, a petición de sus editores escandinavos, la escena en la que rellena de dinamita a un rinoceronte vivo y lo hace estallar.

Más: ¿alguien criticaría que Castrillo Matajudíos, Burgos, cambiara su nombre por el primitivo, Castrillo Mota de Judíos? Sólo los ultras, que, por convertirse el pueblo “en referencia internacional en la lucha contra el antisemitismo”, atacaron su Centro de Interpretación de la Cultura Judía el día de la Constitución de 2021.

De nuestro lenguaje cotidiano vamos suprimiendo expresiones como “trabajar como un negro”, “subnormal” y si las “sirvientas” son ahora “limpiadoras” en los libros de Dahl, ¿no rechinaría seguir llamándolas “criadas” o “chachas”?

Llamar “Ronaldo el gordo” al grandísimo Ronaldo Nazário de Lima para diferenciarlo del otro grande, Cristiano Ronaldo O belo, no sólo es políticamente incorrecto sino mala educación.

Eduquémonos desde pequeños.

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