'Destrucción masiva': La masacre de los espías españoles a los que ninguneó Aznar
Destrucción masiva, nuestro hombre en Bagdad, escrita por Fernando Rueda y publicada por Roca Editorial, es la historia humana desconocida de dos espías, Alberto Martínez y José Antonio Bernal, destinados a Irak en el año 2000. Hicieron grandes fuentes (gobierno, Mujabarat, chiitas…), la policía política de Sadam les tenía muy controlados, pero a pesar de todo se la jugaron.
Tras los atentados del 11-S de 2001, Bush invadió Afganistán y se lanzó a por Irak. Le apoyaron el inglés Blair y el español Aznar. Los primeros meses de 2003 –la invasión fue en marzo–, el mundo vive una “posverdad” –“Distorsión deliberada de una realidad que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en las actitudes sociales” –, en la que el hecho de que algo aparente ser verdad es más importante que la propia verdad. Y también aparecen por primera vez lo que ahora llamamos “hechos alternativos”, que a diferencia de las mentiras en general, tienen detrás un potente aparato propagandístico que los respalda.
Bush, Blair y Aznar, el trío de las Azores, pusieron toda la carne en el asador antes del ataque. El presidente español habló en varias televisiones, el Parlamento y en prensa: “El régimen iraquí tiene armas de destrucción masiva”.
Lo defendió a pesar de que sus dos espías en Bagdad informaron de que los fundamentos alegados para el ataque eran falsos: Sadam carecía de armas de destrucción masiva y Bin Laden no tenía ninguna relación con Sadam. El Gobierno de Aznar prefirió hacer caso a los informes –falsos– de la CIA y el MI6.
Tras el éxito de la invasión, España envió 1300 soldados y el CNI amplió su presencia con cuatro agentes dedicados a evitar atentados contra esas tropas. El 10 de octubre Bernal fue asesinado en la puerta de su casa por los chiitas. Un mes después, ocurrió la peor desgracia en la historia del servicio de inteligencia español. Este es un avance de Destrucción masiva, nuestro hombre en Bagdad:
Capítulo 50
Irak, 29 de noviembre de 2003
Se levantaron temprano con la intención de estirar el día, cumplir los objetivos planeados y estar de regreso en sus bases antes de que oscureciera. Su estado de ánimo era alto. El de los veteranos, porque la presencia de los nuevos les había traído un chorro de aire fresco. Y el de estos, porque estaban teniendo la sensación de compartir una excursión con viejos amigos.
Decidieron viajar los ocho juntos porque si se producía una agresión tendrían más posibilidades de hacerle frente. La seguridad siempre guiaba cada uno de sus movimientos y especialmente en el mes del Ramadán, en el que los ataques habían aumentado, sobre todo contra los estadounidenses. No eran soldados que cuando salían de sus cuarteles fueran en patrulla vestidos con sus uniformes y todo tipo de armas dispuestos para abrir fuego. Eran espías que se hacían pasar por civiles, sin ninguna protección aparte de las pistolas que llevaban escondidas. Nadie en Irak debía conocer sus identidades y actividades. Como cada día, desde Madrid Alonso había planificado con ellos los movimientos y lo controlaba todo personalmente. Hasta tal punto que el contacto directo en caso de emergencia era un número de teléfono por satélite cuyo aparato llevaba él a todas partes.
La mañana transcurrió con normalidad, llena de buen humor y muchas risas. Cumplieron con el trámite burocrático de acreditarse en Camp Victory ante las autoridades políticas de la coalición y de la CIA, conocieron a los funcionarios españoles destinados en la Administración Provisional de la Coalición, saludaron al personal de la embajada, incluidos los dos agentes del CNI destinados allí, y se fueron a comer a la residencia del encargado de Negocios.
Tras el café y los chupitos, emprendieron el regreso a sus respectivas bases. A las 14:30, un rato antes de lo previsto, los ocho se montaron en el Nissan Patrol blanco y en el Chevrolet Tahoe azul. Cada equipo de relevo se subió en el todoterreno del equipo titular, aunque con una disposición distinta. Martínez, el que mejor conocía el país, se puso al volante del suyo, con Merino, el que lo relevaría en enero, a su lado. Detrás de Martínez iba Lucas y junto a él Zanón.
En el Chevrolet iba al volante Vega, experto en conducción evasiva. Junto a él su compañero Baró. Detrás los nuevos: Rodríguez y el radiotelegrafista Sánchez Riera. Antes de salir, Vega se puso serio y les advirtió: “Poneos el cinturón de seguridad porque si tengo que dar un volantazo para evadirnos, más vale que estéis bien agarrados al asiento”.
Para ir de Bagdad a Diwaniya y Nayaf se vieron obligados a tomar la ruta Jackson, una carretera distinta a la autovía principal, que había sido cerrada por las fuerzas estadounidenses. El inconveniente residía en que en los doscientos kilómetros que tenían por delante debían atravesar a la fuerza algunos pueblos y aldeas.
A las 15:10, unos cuarenta minutos después de salir de Bagdad, pasaron por Mahmudiya, localidad cercana a las instalaciones de la III Brigada del 505 Regimiento de la 82 División Aerotransportada de Estados Unidos. Tuvieron que reducir considerablemente la marcha para atravesar la población, una situación de riesgo que no les gustó mucho. Atravesar un mercado atestado de gente en sábado les supuso cierta tensión. Los todoterrenos, bastante nuevos, llamaban la atención frente a tanto coche añoso. En cuanto dejaron atrás los últimos edificios volvieron a aumentar la marcha hasta una velocidad cercana a los 120 kilómetros por hora. En ese momento los ocupantes de los dos coches hablaron por los teléfonos por satélite Thuraya y confirmaron que no había habido problemas.
Su presencia pasando por la ciudad no pasó desapercibida para un hombre con aspecto ocioso apoyado con indiferencia en la pared de un edificio. Se había colocado allí como un vigía en un faro atento al paso de los barcos. Nada le hacía diferente al resto de la gente, excepto que cuando identificó los todoterrenos de los españoles telefoneó con rapidez y solo transmitió una palabra antes de colgar: “Van”. No se movió de su sitio, no tenía prisa, nadie lo podía identificar.
Diez minutos después, mientras se acercaban a Latifiya, los agentes sentían cierta seguridad gracias a la potente velocidad de crucero a la que circulaban, la carretera ancha y el tráfico escaso. Su percepción era errónea. El comando al que había alertado el tipo de Mahmudiya había planificado con tiempo un ataque y los estaba esperando. Un Cadillac blanco con cinco insurgentes los seguía desde hacía un rato a cierta distancia. Esperaban su llegada al sitio de la carretera donde habían colocado unos artefactos explosivos que accionarían por control remoto. El espectáculo de verlos saltar por el aire los tenía atentos y entusiasmados. Los extranjeros se acercaban al punto seleccionado para la detonación… y pasaron de largo. Nada estalló, algo debía haber fallado. Pasaron al plan B.
Acercaron el Cadillac a un metro del Chevrolet, que iba detrás. Vega notó que algo no andaba bien. Detectó el peligro en cuanto comenzaron la brusca maniobra de adelantamiento. Instintivamente, pisó el acelerador a fondo iniciando una maniobra evasiva con la que evitó la primera embestida.
“Preparaos, que vienen a por nosotros”, alertó. Se acercó al otro todoterreno, se colocó junto a ellos para prevenirlos del ataque y ganar tiempo para situarse en posición de tiro lateral, algo que no consiguió.
Todo ocurría con la velocidad inusitada de lo imprevisto, muchas veces imaginado, pero nunca en el momento óptimo para plantear una buena defensa. Martínez, al volante del Nissan, apenas tuvo segundos para reaccionar. El Cadillac se situó en paralelo a su izquierda y, aprovechando el desconcierto, sacaron por las ventanas dos AK-47 Kaláshnikov y llenaron de balazos el lateral del vehículo y a sus ocupantes. Los dos que iban sentados en el lado más próximo a ellos sufrieron las consecuencias. Martínez perdió la vida en ese instante, prácticamente sin enterarse de nada, en la trampa que llevaba meses eludiendo gracias a sus calculados movimientos erráticos. Lucas tuvo más suerte, solo recibió un tiro en la cabeza, aunque tenía muy mala pinta. Las dos ruedas de ese costado quedaron destrozadas y el Patrol se volvió loco sin conductor ni control. Merino reaccionó rápido, se lanzó sobre el volante y consiguió frenarlo de mala manera en el arcén.
El sedán blanco, modernizado con un motor más potente, se dirigió sin pausa contra el Chevrolet, repitió la acción de colocarse a su izquierda y consiguió con sus disparos un resultado idéntico: asesinaron a Vega, que había hecho lo indecible por esquivarlos, e hirieron a Rodríguez en el estómago. El todoterreno también se quedó sin mando, se salió por el arcén y cayó en una hondonada enfangada, donde quedó atrapado. Si se hubiesen desplazado en vehículos blindados, con cristales antibala, como el Nissan Patrol en el que viajaba el general que mandaba las tropas españolas, no habría habido ni muertos ni heridos, al menos en esa acometida.
No había pasado una hora desde que abandonaron Bagdad cuando el coche de los atacantes frenó en seco en mitad de la carretera y sus ocupantes volvieron a disparar sus armas desde una cierta distancia contra su último objetivo. Desconocían los resultados de su primera embestida y esperaron para rematar a los agentes.
En el Patrol, nada más salirse de la carretera, Merino le pidió a Zanón que lo ayudara a pasar el cuerpo de Martínez a la parte trasera para colocarlo junto al malherido Lucas, lo que hicieron con toda la rapidez que pudieron. Zanón nunca había vivido una situación de combate como aquella, pero no le dio muchas vueltas. No supo de dónde, pero sacó todas las fuerzas que tenía, olvidándose de su dolor de espalda y de su inexperiencia, para controlar sus sensaciones negativas, tranquilizar a su compañero herido y pedirle que colocara su mano en la herida para taponarla y no desangrarse. Merino se puso al volante. Con la escasa velocidad que le permitían las ruedas reventadas, llevó el vehículo al encuentro del otro, encasquetado en un hoyo, para reagruparse. Mientras maniobraba, sacó la pistola por la ventana, le pidió a Zanón que hiciera lo mismo, y empezaron a disparar contra los insurgentes parados en mitad de la carretera. Al verlos acercarse, los supervivientes del Chevrolet se sumaron a la acción para repeler la agresión, lo que obligó a los atacantes a retroceder, abandonar la escena y perderse camino de Latifiya, a escasos metros de allí.
En los dos todoterrenos la escena era cruel, impactante. En cada uno había un muerto y un herido. Fue un momento crucial. Cuatro agentes habían resultado ilesos. Podían alejarse andando del lugar, correr, escapar, salvar la vida, pero solo dejando atrás a los dos heridos, cuyo estado era muy grave, y los cuerpos sin vida de Martínez y Vega. Por la cabeza de ninguno pasó esa idea, ni siquiera lo hablaron, decidieron quedarse allí y si fuera necesario, seguir luchando para salvar a los heridos, sentados cada uno en un todoterreno aferrándose a una vida que se les estaba escapando. Lo que sí pensaron, más un deseo que otra cosa, fue en la posibilidad de que los atacantes hubieran huido dando por finalizado el ataque. El daño infligido podía haberles parecido suficiente.
Merino le pidió a Zanón que se acercara a comprobar cómo se encontraban los compañeros del vehículo que estaba en la zona embarrada. Mientras él permanecía haciendo compañía a Lucas, contempló cómo el Cadillac abandonaba la carretera en dirección a unas casas cercanas.
Ante el desastre, Baró asumió la responsabilidad del mando con la naturalidad de quien ha sido entrenado para circunstancias límite. Puso en marcha la medida más urgente: buscar refuerzos. Cogió el Thuraya y marcó el teléfono de la base de las tropas españolas en Diwaniya. Les daría su posición y les pediría el envío de helicópteros para evacuarlos y hacer frente a los atacantes. Debían actuar con rapidez, en unos minutos los insurgentes volverían a la carga. En el primer intento no consiguió comunicar, lo repitió una segunda vez, “Vamos, vamos”, tampoco.
Tenso, controlando la situación extrema que estaba viviendo, el experto comandante decidió llamar al teléfono por satélite de contacto en Madrid que llevaba Alonso. Mentalmente cruzó los dedos mientras miraba hacia donde había visto desaparecer al coche de los atacantes. Sonó la señal, “¡Bien!”, esperó unos interminables segundos hasta escuchar su voz. Le habló con urgencia, había que tomar decisiones con rapidez.
—¡Mierda, nos han atacado! Tenemos por lo menos dos muertos. Avisa a la brigada. Que manden helicópteros.
Alonso, en ese momento de compras en El Corte Inglés, escuchó el ruego y se puso de los nervios al notar que la llamada se había cortado. Quizás no había cobertura en los grandes almacenes o hubo problemas técnicos con la comunicación vía satélite o por cualquier otro motivo desconocido, pero lo último que escuchó fue una ráfaga de disparos. No había plan de respuesta frente a un ataque, solo pretendían conocer su posición exacta para mandar refuerzos militares.
Los atacantes se habían guarnecido en dos edificios bajos de hormigón situados cerca de la carretera donde estaban tirados los todoterrenos destrozados. Sus primeros disparos acabaron con la esperanza de los españoles de que se los hubiera tragado la tierra para siempre. Para mayor desgracia, el fuego no se limitó a los fusiles Kaláshnikov; sumaron ametralladoras y lanzagranadas, y a los cinco atacantes iniciales se habían unido algunos más.
Para defenderse, los agentes españoles poco podían hacer con sus pistolas ametralladoras HK MP7 A1 y un único subfusil que Baró había sacado del todoterreno. En ese mismo instante, Zanón y Sánchez Riera le gritaron que Rodríguez había muerto. No tuvo tiempo para pensarlo: oyó los tiros, se lanzó cuerpo a tierra y repitió la llamada al coordinador de la operación en Madrid. Consiguió comunicar de nuevo.
—¡Hay cuatro muertos… o tres! Te damos nuestras coordenadas.
Y le pasó el Thuraya a Zanón, quien había buscado los datos de su ubicación desde su GPS. No pudo transmitirlos, la comunicación se había hecho cisco de nuevo. Los modernos equipos de telefonía dejaban de funcionar adecuadamente cuando más los necesitaban.
Alonso se sintió enormemente alarmado primero por los disparos y, en ese momento, además, de bombas. En el espacio entre las dos llamadas había hablado con la sede central del CNI, nadie podía hacer nada sin esas coordenadas. Lo invadió una sensación de impotencia. No sabían dónde estaban siendo masacrados y solo les quedaba enviar a los helicópteros de la brigada española para que los buscaran a ciegas, metro a metro. Desde la base de Diwaniya, ciento cincuenta kilómetros al sur de Bagdad, tres Superpuma salieron con la orden de recorrer la ruta Jackson intentando localizarlos.
Baró, parapetado en el terreno próximo al vehículo estancado en el fango, no se quedó paralizado. Se le ocurrió telefonear a su madre, que trabajaba en el CNI. Quizás con ella tuviera más suerte y pudiera anotar sus coordenadas. El mismo proceso: marcó el número, consiguió escuchar la señal, pero para su desesperación nadie descolgó el teléfono. Saltó el contestador automático, dudó un momento: “Nos están matando”. La llamada se cortó. Lo volvió a intentar sin resultado.
El fuego enemigo desde las casas empezó a crecer en potencia. Baró opuso las balas de su subfusil frente a las ametralladoras y al poder destructivo de las granadas, que lo incendiaban todo. Ordenó a los dos radiotelegrafistas que se reunieran con Merino, que estaba en el coche aparcado en la carretera acompañando al malherido Lucas.
Subieron el pequeño talud que separaba los dos todoterrenos cubiertos por los disparos de Baró, que desconocía el tiempo que podía durar el asedio y había empezado a economizar balas. Cuando se reunieron con Merino, descubrieron que Lucas no había podido superar la herida y también había fallecido. La mitad de los dos equipos había sido asesinado, solo quedaban cuatro. Los tres se pusieron a disparar sus pistolas en un combate cada vez más desigual.
Unos minutos más tarde, quizás ni eso, dejaron de escuchar los tiros de Baró, signo inequívoco de que había sido alcanzado por el enemigo. Murió intentando buscar ayuda, sin parar de telefonear para que fueran a rescatarlos, pero peleando en primera línea, donde estaba el mayor riesgo, más cerca que nadie del enemigo.
Poco después Merino gritó: “Me han dado”. Una bala había impactado en la zona izquierda de su cuerpo. Zanón lo llevó detrás de una rueda del todoterreno, donde se parapetaron, le pasó un brazo por el hombro y con la mano le taponó el agujero de bala. Intuía que estaba mal, que no tenía solución. Le habló con una tranquilidad que no sentía, le prometió que las tropas los rescatarían, debía aguantar.
Sánchez Riera se colocó junto a la otra rueda, buscando también la protección contra el fuego. Ya no podía disparar más, su pistola se había encasquillado. No había solución, o se iban en aquel preciso momento o eran hombres muertos: “Nacho, vámonos”. Zanón, de repente, tomó plena conciencia, podía ser el fin. Tenía miedo, le costaba pensar con claridad. Se exigió tranquilidad. No contestó a su compañero, por nada del mundo estaba dispuesto a intentar escapar dejando solo a Merino gravemente herido. Un acto de generosidad en un momento límite. El tiempo era oro y Sánchez Riera decidió largarse de allí. Justo antes de quedarse sin munición, Zanón se giró para ver cómo su compañero se escapaba. Al mismo tiempo, oyó los gemidos de dolor del herido y disparó su último cartucho. Mientras abrazaba a su compañero, empezó a pensar en Buqe, la vida le había dado la maravillosa oportunidad de acceder a la felicidad plena.
A pesar de los tiros y las granadas que explotaban por sorpresa, los coches habían seguido circulando por la carretera con una frialdad pasmosa. Los iraquíes estaban acostumbrados no solo al zumbido de las balas, sino a sentir de cerca los estallidos de las bombas. El tráfico había terminado colapsándose por la curiosidad de los conductores de contemplar el espectáculo.
En mitad de ese caos, Sánchez Riera cruzó rápido al otro lado de la calzada y se escondió en unos matorrales, a salvo del fuego. Quería alejarse lo más posible de los insurgentes, pero con lo que no contaba era con que los iraquíes que habían parado sus coches se acercaran a él con intención de lincharlo. Hombres y niños acababan de salir de un oficio religioso y se encontraron con unos extranjeros enfrentados a gente de su raza. Lo golpearon, lo patearon, lo insultaron en un idioma que no entendía. Le arrancaron la cadena de la Virgen que llevaba al cuello, le quitaron la pistola e intentaron matarlo con ella, aunque no lo consiguieron al estar encasquillada. Algunos pretendieron atarle las manos para meterlo en un coche y llevárselo secuestrado.
Sánchez Riera tomó conciencia de que lo iban a matar, no podía hacer nada para defenderse. Se limitó a esperar el fin. Pero la suerte que no habían tenido sus siete compañeros le sobrevino a él. Un hombre bien vestido se abrió paso entre la multitud, acercó su cara a la suya e hizo un ademán exagerado de besarlo en la mejilla. La turba se frenó. El hombre, un notable de la zona al que la mayoría conocía, había hecho ese gesto de amistad para que todos supieran que estaba bajo su protección. Los linchadores desconocían que estaba a sueldo de un servicio secreto.
Los mismos que un momento antes lo golpeaban lo ayudaron a levantarse y lo metieron en un taxi, el reducto de su salvación. En una corta carrera, se cruzó con tres coches de la Policía local, los paró y lo trasladaron a la comisaría de Latifiya. Al pasar por delante del lugar del atentado, contempló los cuerpos de Zanón y Merino tirados junto al Patrol de Martínez en la carretera. Las granadas habían incendiado los dos todoterrenos.
Presenció también cómo una masa enloquecida se había adueñado de la escena del crimen, en lo que se había convertido en una manifestación espontánea contra la invasión extranjera que algunos aprovechaban para saquear a los muertos y quitarles sus pertenencias.
Veinte minutos después, un equipo de la cadena de televisión Sky News pasó casualmente por allí. Al ver el alboroto, se bajaron de su vehículo y el cámara grabó una escena que daría la vuelta al mundo. Dos jóvenes, cercanos a la pubertad, se cebaban en moler a palos un cuerpo sin vida. Uno le daba patadas con rabia mientras el otro había colocado su pie sobre él y hacía orgulloso con los dedos el signo de la victoria. El fallecido era Ignacio Zanón, el espía que se negó a huir para no abandonar a su compañero herido. Otros chicos de edad similar aparecían rodeando otro cadáver y al ver la cámara imitaron a su compañero con el signo de la victoria. Grabaron después a la gente y a los coches que circulaban sin darle la más mínima importancia a que siete hombres occidentales vestidos de paisano yacieran muertos. Incluso un coche policial pasó con la sirena encendida, sin ninguna intención de detenerse, consiguiendo que todos se apartaran. Los informadores tuvieron que dejar de filmar y salir corriendo cuando la muchedumbre que gritaba “Viva Sadam” dirigió su odio hacia ellos.
Los periodistas fueron los únicos que se pararon, algo que tampoco hicieron los militares polacos pertenecientes a la División Centro-Sur —la misma que la de los soldados españoles— que atravesaron la zona unos minutos después. Los integrantes de la columna contemplaron los cadáveres tirados, pero como no llevaban uniforme, ni se pararon a interesarse por lo que les hubiera pasado. Un pasotismo inherente a las guerras, en las que la muerte termina dejando fríos a los contendientes. Los sangrantes trofeos en los que se habían convertido los espías españoles hicieron que se congregaran muchos más ciudadanos de Latifiya. La Policía de la localidad decidió comunicar el incidente a los militares de Estados Unidos asentados en la cercana base de Mahmudiya. El teniente coronel al mando envió una compañía con urgencia, aunque ya hacía bastante tiempo que era tarde para los españoles.
Tras conseguir acceder a la escena del ataque, lo que vieron no les impresionó mucho, acostumbrados a los efectos malignos de los combates, pero a cualquier otro lo habría dejado marcado para el resto de su vida. Los cuerpos de los siete estaban calcinados y destrozados, habían sufrido un apaleamiento sin compasión. Apenas se les reconocía y casi todos carecían de documentación. Los soldados estadounidenses cargaron los cuerpos y se los llevaron a su base.
Cuando la noche amarga se había apoderado del triste cielo, pasaron por la zona los tres helicópteros Superpuma enviados por las tropas españolas. Descubrieron los restos quemados de los dos coches pero no había nadie a quien salvar, ni siquiera cuerpos que recoger.
Siete españoles habían fallecido y uno había salvado la vida sin que desde la sede central del CNI, dotada de los medios tecnológicos más punteros, fueran capaces de ayudarlos o de conseguir la colaboración de las fuerzas armadas aliadas. Los coches no llevaban una baliza para indicar su posición, sin contar con que ocho espías estaban trasladándose por un país en guerra y nadie sabía dónde estaban en cada momento.
La coordinación entre los servicios de inteligencia aliados dejó mucho que desear. Si hubiera existido, los espías estadounidenses habrían informado a los españoles de que en ese mismo punto del mapa, unos días antes, un convoy de Global Security, una empresa americana concesionaria del Pentágono en temas de seguridad, había sufrido otro ataque.
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