Últimos días del verano de 1944. Transformado el Comité de Liberación Nacional de la Resistencia en Gobierno Provisional de la República Francesa y tras la liberación de París el 24 de agosto de 1944 y de la Francia de Vichy, iniciada con el desembarco de las tropas aliadas en el sureste francés, la Operación Dragoon del 15 de agosto, al otro lado de los Pirineos se hallaba un ejército de 11.000 guerrilleros españoles, preparados para la acción y eufóricos por las victorias aliadas contra el nazismo, muchas protagonizadas por ellos mismos.
Esperaban órdenes de la Unión Nacional (UN, o UNE: Unión Nacional Española), organización política unitaria fundada en 1942, abierta a los partidos políticos democráticos y antifranquistas –incluso carlistas, 'juanistas' y católicos– y de la que, por tanto, sólo se excluía a la Falange, aunque como estaba promovida y fiscalizada por el Partido Comunista de España (PCE) sólo ingresaron a título individual representantes de algunos de los otros partidos, mientras que éstos, en los que estaba generalizada la desconfianza hacia los comunistas en los últimos años de la República y de la guerra, prefirieron como entidad política unitaria la Junta Española de Liberación (JEL), fundada en 1943 por los republicanos exiliados en México, o la Alianza de Fuerzas Democráticas, constituida en España a finales de 1944 por los 'prietistas' del PSOE y sectores republicanos y de la CNT (y en la que el PCE, disuelta la UN, terminaría por ingresar en 1946).
La UN era, en efecto, 'invento' de Jesús Monzón Repáraz (Pamplona, 1910-1973), un peculiar dirigente comunista y curioso personaje que, por mor de la denostadora censura partidaria, sólo ha ocupado, como si dijéramos notas a pie de página en la historia de la España del siglo XX, a pesar de haber sido un político notable tanto por su trayectoria como por su capacidad organizativa y disposición para la acción. Al final de la Guerra Civil huyó de España en los vuelos a Argelia de la cúpula del PCE –en el mismo avión que Dolores Ibarruri, Pasionaria– y, entre otras cosas, rechazó trasladarse a México, como le ordenaba el buró político del PCE desde Moscú, donde se habían refugiado los máximos dirigentes, así como en México. Permaneció en el sur de Francia, como responsable de facto de la delegación del PCE en Francia, para aglutinar a los comunistas del exilio y formar un verdadero ejército de resistencia a los nazis con los guerrilleros republicanos. Responsable del PCE en el interior desde 1943, impulsó la invasión del valle de Arán.
Finalmente, cuando trataba de salir de España, convocado en Francia para ser sometido a 'juicio político' por un Santiago Carrillo que, en ascenso por haber remediado el desastre de Arán, lo acusaba de los 'crímenes' estalinistas propios de la época: “Traidor, hereje, mujeriego, prototipo de quien llevaba una vida de pequeño burgués, colaboracionista y aventurero”. Fue detenido por la Policía en Barcelona, por suerte para él, pues del 'juicio' de sus camaradas muy probablemente habría salido con los pies por delante, como fue el caso de sus colaboradores más cercanos.
Tampoco le esperaba, en principio, mejor suerte de los tribunales militares en España. Pero le fue rebajada la petición de pena de muerte por cadena perpetua, entonces 30 años de cárcel. Ocurrió sorprendentemente, ya que, además de los antecedentes descritos, en la guerra había sido sucesivamente gobernador civil de Albacete, Alicante y Cuenca y secretario general del Ministerio de la Guerra en el gobierno de Juan Negrín, méritos de sobra para el ávido paredón de la dictadura. El PCE no movió un dedo en su favor, no como en otros casos, pero Monzón mantenía relaciones amistosas con políticos y personajes de signo político opuesto.
Procedente de una familia de la burguesía navarra, fue abogado y cofundador del insignificante PC navarro, del que llegó a ser secretario general tras una brillantísima operación política: en 1935 se inventó una “prestación social por desempleo”, quizá la primera, al llegar a un acuerdo con los empresarios navarros para pagar de tres a cinco pesetas diarias a los albañiles sin empleo, casados o solteros, y así desconvocar la huelga de la construcción de la que había sido uno de los principales impulsores.
Cuando se le pedía pena de muerte, amigos suyos con destinos importantes en el nuevo Estado le recordaron a Franco que, gracias a Jesús Monzón, estaba vivo Antonio de Lizarza, uno de los fundadores del requeté carlista y temprano y decisivo conspirador del golpe con el general Sanjurjo, pues siendo gobernador civil de Alicante lo proveyó de un salvoconducto para pasar desde la embajada británica en Valencia donde estaba refugiado a Francia y a la zona franquista, bajo la promesa de que pondría en libertad a su hermano Carmelo Monzón, preso en Pamplona, en un peculiar canje de prisioneros entre ambos.
Lizarra no cumplió su parte del trato, pero, agradecido, firmó un documento, falso, atestiguando que Monzón estuvo en Suiza desde 1943 hasta poco antes de su detención, por lo que no pudo influir en la invasión de Arán. Las gestiones de dos capitostes carlistas, el general Solchaga y el obispo de Pamplona, Marcelino Olaechea –autor de una pastoral durante la guerra contra los asesinatos masivos perpetrados por los militares golpistas y los falangistas–, de familias amigas de la de la madre de Monzón, le permitió “dar esquinazo a la pálida figura que aspiraba a arrebatarle la vida”, como dice su biógrafo Manuel Martorell (Jesús Monzón: el líder comunista olvidado por la historia, 2000).
Expulsado del PCE, rabioso por no haber sido ellos los 'jueces', tras diez años de presidio fue excarcelado y desterrado en 1959. Se exilió en México, de donde volvió para morir en España. Nunca fue rehabilitado por el PCE.
El fracaso de la Reconquista
15 años antes, viviendo Monzón en Madrid en la clandestinidad, consiguió convencer a la delegación en Francia del PCE de que invadiera España el XIV Cuerpo de Guerrilleros Españoles, el ejército de la Unión Nacional creada en la denominada Conferencia de Grenoble –que, en realidad, se celebró en Toulouse, el 7 de noviembre de 1942, pero que se llamó así para confundir a las policías nazi y de Vichy y a los espías del franquismo en la Francia ocupada–.
La Operación Reconquista de España se decidió no sin oposición de algunos dirigentes y, significativamente, del designado para el mando de las tropas invasoras, el coronel Vicente López Tovar, un militar que se afilió al PCE por el alzamiento golpista y que era sumamente respetado en la resistencia francesa como mando de las Forces Françaises de l'Intérieur (FFI).
Pues lo que a López Tovar y al resto que se oponía les parecía una fantasía suicida, Monzón y la mayoría de dirigentes de Toulouse, sede del PCE y la UN, lo veían como oportunidad de oro para conquistar un territorio español, el Valle de Arán, establecer una cabeza de puente y constituir un gobierno provisional en Viella, capital de la comarca, presidido por el doctor Negrín, último presidente del gobierno de la República, junto con el respetado general José Riquelme –gentilhombre del rey Alfonso XIII y militar africanista, fue nombrado jefe de la decisiva I División el 19 de julio de 1936 y paralizó en Somosierra las tropas del norte del golpista general Mola que avanzaban sobre Madrid–. La invasión y el gobierno republicano, decían los comunistas, provocarían una oleada de levantamientos populares y obligaría a los aliados a intervenir en España.
Pero los observadores enviados a España a pulsar el momento confirmaron a su vuelta a Toulouse lo que temía López Tovar: que a la Junta Suprema de Unión Nacional (JSUN), el órgano de gobierno de la UN creado para atraer a los partidos democráticos, no la conocían más que los militantes comunistas inasequibles al desaliento y que la sociedad de la que se esperaba recibimiento, apoyo y suma entusiasta no sólo estaba deprimida en la miseria sino aterrorizada y furiosamente rencorosa contra la guerra y las instituciones y partidos políticos de todo signo: una situación opuesta a la que habían percibido en la lucha contra los nazis, que era la experiencia en la que basaban las expectativas de los planes de invasión.
Pero como suele suceder, la plana mayor del PCE en Francia no permitió que la realidad desmintiera la belleza de los planes diseñados en los despachos y el 3 de octubre de 1944 una brigada de unos 250 guerrilleros entró por el valle navarro de Roncesvalles, en una de las maniobras de distracción previas –que, junto a las operaciones adicionales por las fronteras gerundense, guipuzcoana y aragonesa, sumaron una fuerza de unos 7.000 guerrilleros– a la operación principal: el 15 de octubre alrededor de 4.000 guerrilleros penetraron en el Valle de Arán por tres vías a fin de converger al sur de Viella.
Las victorias iniciales fueron rápidamente neutralizadas por el ejército de Franco, quien, tras una desorientación inicial por la pluralidad de las invasiones, sumó a las tropas ya destacadas en los Pirineos, en previsión de una invasión primero de los alemanes y luego de los aliados, una fuerza adicional de 50.000 soldados y guardias civiles mandados por tres generales de su absoluta confianza: José Moscardó, el resistente del Alcázar de Toledo; José Monasterio, carlista y africanista, y el falangista Juan Yagüe, el carnicero de Badajoz. En 15 días, la aplastante superioridad numérica obligó a replegarse al XIV Cuerpo de Guerrilleros Españoles y, finalmente, a retirarse a su base de Pau.
El balance final de la aventura fue de 32 muertos, 216 heridos y 300 prisioneros, entre las fuerzas del ejército franquista y de 129 muertos, 241 heridos y 218 prisioneros entre las de los guerrilleros. Le puso fin Santiago Carrillo, a quien la Komintern había confiado la reorganización del PCE en España y era de quienes consideraban la operación un suicidio. Además, Stalin ya no era partidario de otra guerra y había ordenado la táctica del ‘entrismo’ en sindicatos y otras instituciones.
La Operación Bolero-Paprika
La invasión de Arán incomodó al recién nombrado Gobierno Provisional de la República Francesa (10 de septiembre de 1944), pues el Comité de Liberación Nacional de la Resistencia había mantenido unas relaciones oficiosas, distantes pero provechosas, con el gobierno de Franco y si bien De Gaulle reconocía y agradecía los servicios prestados por el exilio republicano, una vez liberada la Francia de Vichy era una locura táctica crearse un enemigo militarmente experimentado a la espalda cuando el signo de la guerra obligaba a concentrar las fuerzas en dirección contraria.
Así, el 14 de septiembre de 1944, De Gaulle, que había condecorado a los guerrilleros españoles por su decisiva participación en la guerra contra los nazis, los desarmó menos de un mes después y el 16 de octubre de 1944 reconoció al gobierno de Franco. “El gobierno francés no puede olvidar que España no atacó a Francia en 1940 y, en justa reciprocidad, Francia no piensa atacar ahora a España”, declaró, el 27 de octubre de 1944.
Quienes se oponían a la operación militar de Arán defendieron como alternativa estratégica el paso a España de pequeñas partidas que contactaran con las numerosas del interior que, a lo largo y al final de la guerra civil, se habían refugiado en las montañas y actuaban por su cuenta y desorganizadamente, sin más obediencia que al jefe de cada una. Durante tres años, esos movimientos guerrilleros y las acciones de los infiltrados desde Francia, que el régimen las definirá en seguida como “terroristas”, provocaron, por un lado, un incremento de la represión en España y, ésta, por el lado de Francia y por extensión el de las sociedades occidentales, el enconamiento de los sentimientos populares antifranquistas. Los consejos de guerra multiplicaban las penas de muerte en aplicación de las todavía vigentes leyes de guerra y el gobierno de Franco utilizaba el derecho de gracia como un elemento 'diplomático' más en sus relaciones exteriores, primordialmente en las turbulentas y llenas de altibajos con Francia, en las que abundaban las concesiones mutuas.
El ministerio francés de Asuntos Exteriores, el Quai d’Orsay, que a su vez utilizaba su propia política multifacética en los asuntos españoles, tuvo en cuenta la dosificación entre flexibilidad y firmeza de su homónimo español, el palacio de Santa Cruz, que al mismo tiempo que se acercaba a París acusaba al gobierno francés ante las embajadas anglosajonas de connivencia con Moscú en el mantenimiento y facilidades de la guerrilla comunista y en el reclutamiento de brigadas internacionales. Sin mucho éxito, pues los servicios de inteligencia norteamericanos y británicos desbrozaban de propaganda los datos ofrecidos por el gobierno de Franco y reducían a su realidad el aparato del PCE en Francia, auxiliado y mantenido por Moscú y organizaciones y autoridades francesas, que no suponía peligro para el régimen franquista y mucho menos amenaza para la estabilidad europea, por aparatoso que pareciera. No obstante, atendían e investigaban los informes de Santa Cruz, les daban crédito en lo que tenían de realidad y transmitían la preocupación española al Quai d’Orsay, que, a su vez, acusaba la concienzuda campaña de prensa contra Francia emprendida por el régimen –que lo amenazaba recurrentemente con la pérdida no sólo del prestigio social en España sino de los mercados españoles en beneficio de los anglosajones, consciente como era de la preocupación del gobierno francés en este aspecto– y respondía con su propio doble rasero político: contemporización con la dictadura franquista, sostén oportunista y disimulado con el exilio y oposición frontal en los foros internacionales.
Las concesiones del gobierno francés no eran sino cálculos. Empezaba a considerar que los comunistas españoles, más que los republicanos, podían ser una amenaza, tanto por su trabajo conjunto con el PCF como por su obediencia acrítica, ciega, a Moscú y al PCUS. Informes del Service de Documentation Extérieure et de Contre-Espionnage (SDECE) señalaban que el PCE realizaría acciones subversivas planeadas por el PCF; informaciones de solidez más que sospechosa, pero adecuadas para los intereses gubernamentales. De ambos gobiernos.
Así lo explicó el ministro del Interior, el socialista Jules Moch, en la Asociación de Periodistas Extranjeros, en París, el 27 de enero de 1950: se iba a restringir de la emigración clandestina, tanto de signo económico como social, pero se continuaría otorgando el derecho de asilo a los perseguidos políticos y se reprimiría a aquellos que hicieran política, contraviniendo el estatus otorgado por la autoridad francesa. Y, como principio general, un giro político de importancia: una cosa era el antifranquismo del gobierno y otra, intolerable, que Francia se convirtiera en sede de maniobras contra Madrid. Se preparaba a la opinión pública para la Operación Bolero-Paprika.
El 7 de septiembre de 1950, el gobierno francés –una coalición de la que estaba excluida el PCF, presidida desde el 12 de julio por el socialista moderado René Pleven (UDSR, Union Démocratique et Socialiste de la Résistance) y en el que François Mitterrand desempeñaba la cartera de la Francia de Ultramar, después de la cartera de Veteranos y Víctimas de Guerra hasta 1948–, decidió romper el soporte político más radical del exilio español: los “comunistas peligrosos”; expulsarlos de Francia y deportarlos a Córcega, Argelia y Europa del Este. La redada en los departamentos fronterizos se denominó Operación Bolero-Paprika, por los comunistas españoles (Bolero) y por los comunistas centroeuropeos (Paprika). El ministerio del Interior francés avisó de los planes de su gobierno al delegado español en París unos días antes de la operación. De los 177 dirigentes españoles expulsados, 61 fueron deportados a Córcega, 84 a Argelia y 32 a diversos países del Este, sobre todo a Checoslovaquia. El PCE fue declarado ilegal por decreto el 7 de octubre, acusado de inmiscuirse en la vida política francesa y amenazar la seguridad de la República –en el marco de la prohibición de organizaciones extranjeras comunistas– y con él, otras organizaciones comunistas: Amigos del Mundo Obrero, Solidaridad Española, PSUC y JSUC y la muy activa Amicale des Anciens Guérilleros Espagnols.
La traición del cobarde Pacto de No Intervención franco-británico, que dejó indefensa a la II República Española ante la agresión fascista italo-alemana aliada de los golpistas desleales, la Guerra Fría la remachaba.
Ayer, héroes de la libertad y héroes nacionales de Francia –como Cristino García Granda, asesinado por la dictadura en febrero de 1946–, hijos adoptivos de la Francia eterna, acreedores de la patria gala, partícipes de su grandeur y blablablá. Hoy, villanos. Sic transit gloria mundi (o mapamundi, como decía Jorge Martínez Reverte).
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