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Cuando Unidas Podemos, además de Gobierno, se hizo partido

Pablo Iglesias, Irene Montero, Ione Belarra y Pablo Echenique.

Esther Palomera

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Entre Vistalegre y Leganés hay mucho más que 8,5 kilómetros de distancia. Para Unidas Podemos, hay incluso dos mundos que nada tienen que ver entre ellos. En uno competían dos proyectos políticos y organizativos en torno a dos liderazgos. En el otro, solo hay uno. Pablo Iglesias se presenta a la reelección como secretario general de su partido en la tercera Asamblea Ciudadana. Sin rivales, sin apenas enmiendas, sin contrapesos y sin más contestación que la de algunas voces que, ya más fuera que dentro de la organización, se han imbuido en un baldío ejercicio de nostalgia para recordar lo que fueron y para qué llegaron y en lo que, finalmente, son y se han convertido.

De la oposición al Gobierno también hay un paso que obliga tanto a repensar el partido como a modular el discurso. Cambia la perspectiva, el alcance de las palabras y hasta los límites de lo que se entiende por posible. Será porque la bisoñez es un estado transitorio o será también porque ellos, los de entonces, los que llegaron en 2014 y sacudieron la política, ya no son los mismos. Ahora son Gobierno y además quieren un partido con estructura, pulmón organizativo y una implantación territorial de la que hasta el momento han carecido. Claro que ni las habilidades que se precisan para las batallas internas son las mismas que se requieren para gobernar, ni la aplicación estricta del arte de la guerra basta para que un líder concilie el apoyo de sus votantes con el reconocimiento de quienes no lo han votado.

El marco está claro, no tanto el precio a pagar por las contradicciones entre lo que se dijo y lo que se hace en lo organizativo y en lo político. Por ejemplo, con la limitación de mandatos, la modificación del techo salarial de los cargos, la distinción entre inscritos y afiliados “al corriente de pago”, la acumulación de puestos orgánicos e institucionales…

Todo suma. Y esta semana que acaba, la propuesta organizativa y política con la que Pablo Iglesias se presenta a la reelección como secretario general de Podemos ha activado algunas alarmas entre sus detractores internos y externos. Los primeros, como Ramón Espinar, le acusan de “eliminar las vacunas contra los excesos del poder” y “amputar los elementos centrales de la ética política sobre la que se fundó” la organización. Y los segundos, de convertirse en un partido idéntico a los que pretendió desbancar del podium de la política: con el mismo hiperliderazgo, la “misma tentación de perpetuarse en el trono” y la misma ausencia de contrapesos. Todo porque ha propuesto suprimir la limitación de mandatos para cargos públicos y orgánicos que obligaba a los actuales dirigentes a una salida inminente de sus puestos y cegaba sus posibilidades “para formar parte de un futuro relevo de Iglesias”, como sostienen fuentes de la dirección. La polémica incluye además la sustitución del actual límite salarial para sus cargos –tres salarios mínimos– por una donación de entre el 5 y el 30 por ciento del sueldo, un modelo muy similar al que tienen PP y PSOE.

De la paga de papá al sueldo de diputado

Lo cierto es que hay quienes desde la actual dirección siempre recelaron de que, en su inmensa mayoría, Podemos “fuera un partido de adolescentes que pasó sin tránsito de vivir con la paga que les daban sus padres a hacerlo con el sueldo de diputado” y también que con la anterior normativa el tope salarial no tuviera en cuenta la casuística que impone necesidades diferentes para un dirigente sin hijos a cargo que para otro con obligaciones familiares o pagos de alquiler fuera de su ciudad de origen. Sea como fuere, admiten que todos los cambios son consecuencia de “un partido en transición, cuyo documento político acredita que no renunciará a sus esencias”, pese a la coyuntura gubernamental que, “lógicamente, obliga a una transformación”.

La pregunta que surge de todo ello es si el escrache protagonizado esta semana en la Facultad de Políticas por un grupo de extrema izquierda contra Iglesias es un síntoma del precio a pagar por las contradicciones sobre las que Podemos tendrá que cabalgar como socio de un gobierno de coalición o se quedará en simple anécdota. A saber. Desde la organización apuntan que, pese al incidente, el de Iglesias fue el “acto más multitudinario celebrado en la facultad en muchos años”, que el momento de cambio obliga a la “construcción de más partido” y que la organización reivindicará en todo caso su “programa de máximos”.

De ahí que en el documento político presentado por el equipo de Iglesias para la Tercera Asamblea Ciudadana Estatal el objetivo siga siendo, como en la de Vistalegre de 2014, la construcción de una “república plurinacional” mediante la puesta en marcha de “procesos constituyentes”.

Con el título 'No renunciamos a nuestros sueños: por una república plurinacional y solidaria', el secretario general defiende que Podemos debe “empujar y articular la disputa en el seno del Estado en defensa de los valores republicanos, frente al avance de las fuerzas reaccionarias”. Y entiende que el partido necesita “soñar, trascender el hecho de participar en el Gobierno y empezar a dibujar de mano de los sectores populares un país a la medida de nuestro pueblo”. De ahí su empeño en combinar la presencia institucional con participación en el tejido social y el fortalecimiento de la organización el dos aspectos clave: la profundización en su perfil de fuerza de gobierno y parlamentaria y “la conexión con la gente trabajadora, como cuestión central para avanzar” y no acabar siendo un apéndice del PSOE.

Ganar el Gobierno, pero no el poder

Al primer documento político redactado por Iglesias, no obstante, empiezan a llegar aportaciones con las que la organización quiere reafirmarse en las esencias fundacionales para no perder la conexión con la calle ni la vocación de transformación: “Frente a las fuerzas reaccionarias, necesitamos la palanca del Estado, sabiendo que ganamos el gobierno y no el poder, que sigue en manos de los de siempre”.

“Los valores republicanos –añade una adenda que la candidatura de Iglesias valora ya incluir a modo de conclusión final– tienen como horizonte luchar contra las desigualdades del tipo que sean, y donde, simbólicamente, no se puede explicar que la jefatura del Estado sea una realidad hereditaria en el siglo XXI”. Un texto que defiende que el Estado “es parte de la solución, pero también parte del problema porque arrastra muchos sesgos, porque tiene inercias, porque refleja las batallas históricas que han ganado los poderosos de clase, de género y de raza (...). Por eso, necesitamos no caer en el error de limitarnos a gestionar lo que existe. Nacimos soñando un mundo alternativo y supimos que participar en el gobierno solo tenía sentido si la constelación democrática se dibujaba de la mano de los que sienten la necesidad de un país a la medida de nuestro pueblo”.

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