La artillería de la derecha judicial no deja de disparar. Parece tener munición de sobra. La mayoría conservadora del Consejo General del Poder Judicial volvió a poner en marcha sus cañones el jueves apuntando en esta ocasión al fiscal general del Estado. Votó en contra de la reelección de Álvaro García Ortiz por no considerarlo idóneo para el cargo. No es una decisión vinculante. La decisión última corresponde al Gobierno, que es quien nombra al fiscal general.
Es la muerte de la ironía. El Consejo que debería haberse renovado hace casi cinco años y cuya supervivencia es un fraude político y legal se atreve a decir al fiscal que no es lícito que siga en el puesto. Los bucaneros a los que el PP ha permitido continuar en el puesto dan lecciones legales a los demás. Ya tenían hace tiempo a García en el punto de mira. Siete de esos ocho vocales intentaron torpedear su primer nombramiento por haber participado en una mesa redonda sobre sostenibilidad organizada por una fundación del PSOE en 2019 en su época de fiscal delegado de Medio Ambiente en Galicia.
Si eso fuera un requisito ineludible de imparcialidad, un alto número de magistrados conservadores tendría que haber abandonado el puesto hace tiempo. Quizá hubieran alegado el mismo truco que García Castellón, que ha hecho declaraciones políticas en actos públicos con el argumento de que habla “como ciudadano”, no como juez. Ese es un desdoblamiento de personalidad realmente útil.
Por si hubiera alguna duda, que no la había, Alberto Núñez Feijóo confirmó que no se puede contar con él para cumplir el mandato constitucional sobre la renovación del CGPJ. “Sánchez quiere de mí lo que el PSOE es para sus socios, una marioneta”, dijo al presentar a los nuevos miembros de su dirección. A quién se le ocurre pensar que el líder de la oposición está obligado a llegar a acuerdos de Estado –como la elección del CGPJ– cuando la situación lo requiere.
“Que nadie cuente conmigo para pasar por esta humillación”, dijo después. Donde esté la dignidad de Feijóo, o la versión que él da de ella, que se quite la Constitución.
El jueves fue el día de la primera entrevista en profundidad de Pedro Sánchez después de la investidura. El presidente tenía unas cuantas preguntas que responder en TVE sobre el pacto con Junts y la futura ley de amnistía. No las respondió todas. Es probable que algunos asuntos no queden definidos hasta la reunión de este sábado de ambos partidos, pero eso permite de momento que cale la acusación de secretismo que ha recibido el Gobierno.
Sánchez comentó que no es seguro que vaya a tener lugar en Ginebra. La ciudad suiza, sede de varias agencias de la ONU, se asocia con la celebración de cumbres diplomáticas con las que se ha intentado poner fin a guerras y largos conflictos políticos. Como si no lo supiera todo el mundo.
Todos estos interrogantes, incluidos los nombres del verificador o verificadores, dejan libre la cancha para que el PP pueda insistir en la deslegitimación del acuerdo de investidura. No es que necesiten muchos incentivos para esta misión. Mientras tanto, a Sánchez le queda afirmar que esa mesa de diálogo será “una interlocución sobre el conflicto político”, lo que ciertamente no es decir mucho.
“Lo que ha pasado es el 23 de julio”, dijo cuando le preguntaron por qué la amnistía ahora sí y antes no. Las elecciones ofrecieron una correlación de fuerzas determinada en el Congreso y la única manera de impedir un Gobierno del PP y Vox, afirmó, era reunir al resto de fuerzas políticas, incluido el partido de Carles Puigdemont.
No hay rendición. Como ejemplo, puso las diferencias entre ambos partidos que aparecen reflejadas en el documento. “Si la gente se toma la molestia de leerlo”, dijo en un par de ocasiones sonando un poco pedante, porque seguro que mucha gente lo ha leído.
Y de ahí a justificar la existencia de ese verificador, que no está claro si será un testigo, un árbitro o un padre espiritual. El presidente lo denominó “mecanismo excepcional”, lo que demuestra que resulta un tanto extraño. Fue otra forma de desmentir las sospechas sobre pactos ocultos: “Ojalá en un futuro no necesitemos este sistema de verificación, porque eso significará que hemos construido una confianza (entre PSOE y Junts) que yo, honestamente, no la tengo completa ni total”.
Sánchez surfeó con habilidad la cuestión del 'lawfare', un recurso propagandístico habitual en el independentismo desde que sus líderes empezaron a ser investigados en los juzgados y que aparece en el acuerdo. Lo hizo cambiando ligeramente de tema. “¿Se han instrumentalizado instituciones públicas en este país?”, se preguntó y respondió de forma afirmativa. Atentos al uso de la palabra 'públicas', y no judiciales.
El ejemplo que dio de esas instituciones manipuladas en beneficio de un partido fue la Policía: “Se ha instrumentalizado la Policía desgraciadamente para perseguir a adversarios políticos, para ocultar pruebas en causas judiciales que afectaban al PP. Eso es la operación Kitchen”.
No habló de los tribunales ni de jueces o fiscales, ni de los ejemplos que suelen dar los partidos independentistas. Muy fino ahí para intentar desactivar la furia de la derecha judicial.
Sánchez se desmarcó de las consecuencias políticas que puedan tener las comisiones de investigación en el Congreso. Recordó que sus conclusiones no tienen ninguna influencia en las sentencias judiciales y que, como mucho, pueden ser enviadas a la Fiscalía. Y el Congreso no puede dar órdenes a los fiscales.
No tendrá ningún éxito ante un colectivo de juristas conservadores que ha promovido concentraciones ante los juzgados –con los jueces vistiendo sus togas– contra el acuerdo firmado por socialistas e independentistas. Son los mismos jueces que no toleran interferencias del poder ejecutivo en el judicial. No parece que piensen lo mismo en sentido contrario. Ellos lo llamaron “defensa de la independencia judicial”.
Nunca se movilizaron con la misma energía cuando Mariano Rajoy llamó “una trama contra el Partido Popular” a la investigación judicial de la corrupción de la Gürtel. Eso fue unos años antes de que muchos jueces pensaran que ellos solos –si acaso con la ayuda de los fiscales– iban a acabar con el desafío independentista de Catalunya.