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A vueltas con la Transición

Con motivo de los problemas políticos y económicos que está atravesando España, vuelve a hablarse con insistencia de Transición; de la primera, la de 1977, para atribuirle algunos de los pecados originales que están en la base de nuestro sistema, pero también de una fantasmal segunda que tendría que producirse en algún momento para poner al día el entramado institucional y económico del país. De la “segunda transición” ya escribió José María Aznar en un lamentable libro propagandístico publicado en 1994, cuando estaba a las puertas del poder. Resulta difícil entender que con ese antecedente se retome ahora la expresión. En general, cuando se habla de transición política se hace para referirse a un cambio de régimen. No creo, sin embargo, que quienes propugnan la segunda transición estén pensando en un régimen no democrático. Más bien, al usar el término “Transición” parece que se quiere indicar que algunas tareas quedaron pendientes o mal resueltas en los albores de nuestra democracia.

Es verdad que la Transición no fue como la han contado muchos de sus protagonistas y apologetas, pero, a mi juicio, tampoco es la causa de nuestros males actuales. En la versión canónica, la Transición española se presenta como un modelo a seguir, pues constituye un caso de democratización exitosa, sin derramamiento de sangre y caracterizado por grandes acuerdos entre las fuerzas políticas. Vale la pena repasar hasta qué punto fue así.

La Transición española fue exitosa, desde luego, pues la democracia ha sobrevivido sin quiebro hasta el día de hoy. Pero lo mismo puede decirse de la transición portuguesa, de la polaca o de la coreana. ¿Qué tuvo entonces de especial la española? Más bien poco. Si analizamos los países que han pasado de dictadura a democracia en los últimos 40 años, España tenía condiciones más favorables que la mayoría. Dado su nivel de desarrollo económico, la probabilidad de que España acabara siendo una democracia a mediados de los años 70 era del 85%. En Portugal, en cambio, dicha probabilidad era mucho más baja, del 57%. El verdadero éxito fue el portugués, no el español: el país luso consiguió democratizarse en condiciones mucho más difíciles que las nuestras.

¿Fue pacífica nuestra Transición? Depende de cuál sea el punto de comparación. Si volvemos la vista atrás, a la Guerra Civil, es evidente que tras la muerte de Franco no hubo una nueva confrontación bélica entre españoles. Aunque entonces los actores políticos no podían saberlo y tenían un gran temor de que pudiera repetirse un enfrentamiento civil, nosotros sí sabemos hoy que la probabilidad de que hubiera habido una Guerra Civil en nuestro país en los años setenta era cercana a cero: cuando los países alcanzan un cierto nivel de desarrollo, las guerras civiles no se producen. Si el punto de comparación no son los años treinta del siglo XX, sino otras experiencias de democratización en países europeos, entonces no queda más remedio que reconocer que los niveles de violencia política y represión estatal que acompañaron a la transición fueron muy elevados. Entre la muerte de Franco y el primer episodio de alternancia democrática en el poder en octubre de 1982, en España perdieron la vida más de 700 personas como consecuencia de la actividad de grupos armados y de las Fuerzas de Seguridad del Estado.

Por último, creo que se ha exagerado enormemente el papel del consenso y de los grandes acuerdos entre las élites políticas en el desarrollo de nuestra transición. En sentido estricto, el tránsito de la dictadura a la democracia, es decir, el periodo que va de la muerte de Franco el 20 de noviembre de 1975 a las elecciones generales del 15 de junio de 1977, se hizo sin concurso de las fuerzas opositoras. Estas lanzaron un fuerte desafío al régimen en la calle y en la fábrica en los primeros meses de 1976, tratando de conseguir una transición mediante ruptura. En algunos lugares, como Getafe, Sabadell o Vitoria, la estrategia rupturista tuvo gran seguimiento popular, produciéndose situaciones casi insurreccionales y de vacío de poder del Estado. Sin embargo, en el resto del territorio, los partidos de izquierdas no tuvieron fuerza suficiente para provocar la caída del régimen y la instauración de un Gobierno provisional que convocara elecciones constituyentes. Por un lado, el Estado era bastante fuerte (mucho más que en Portugal, por ejemplo) y podía dominar las huelgas y manifestaciones. Por otro, las encuestas de la época indican que no más de un cuarto de la población apoyaba la vía de la ruptura. Hacia la primavera de 1976, los franquistas ya estaban convencidos de que podían controlar el cambio político. Este se haría desde dentro del régimen, mediante los procedimientos de reforma del sistema constitucional franquista, sin negociar con los líderes de la oposición.

Es cierto que si la oposición no hubiera presionado, las élites franquistas no se habrían movido, pero dicha presión no fue suficiente para impedir que la Transición se llevara a cabo desde el régimen. El principio rector fue el del continuismo jurídico (“de la ley a la ley”). De ahí que la democracia llegara como consecuencia de la aprobación de la octava Ley Fundamental del franquismo, la Ley para la reforma política, el 18 de noviembre de 1976. La democracia nació, así pues, mediante un suicidio institucional del régimen (el famoso harakiri de las Cortes).

Las elecciones de 1977 fueron una sorpresa para los partidos derechistas de Adolfo Suárez (UCD) y Manuel Fraga (AP). La suma de votos de las fuerzas de izquierda alcanzó el 50%. Con una sociedad tan dividida, las nuevas élites parlamentarias llegaron a amplios acuerdos en torno a tres grandes cuestiones: la Ley de amnistía, las reformas económicas (Pactos de la Moncloa) y la elaboración de la Constitución. Hubo, pues, consenso político, pero sólo después de las primeras elecciones democráticas, cuando se descubrió que la correlación de fuerzas entre la izquierda y la derecha era más equilibrada de lo que se había supuesto inicialmente.

El continuismo jurídico de la Transición (“de la ley a la ley”) tuvo aspectos positivos y negativos. Por ejemplo, hizo posible que buena parte de las élites franquistas se integraran en el nuevo sistema democrático. Gracias a esta oportunidad generosa de integración, pudo aprobarse una Constitución en la que se han sentido recogidos la gran mayoría de los españoles, tanto de izquierdas como de derechas. Entre los aspectos negativos, no hubo la necesaria renovación democrática en el sistema judicial, en los aparatos policiales y, quizá, tampoco en el poder económico.

Estoy convencido de que es necesario estudiar más a fondo el periodo de la Transición, desde una mirada algo más crítica de la que ha sido dominante. Así, seguimos sin tener suficiente información sobre la supervivencia de las élites políticas y económicas del franquismo en el periodo democrático y las consecuencias que ello ha podido tener en nuestro país. Ahora bien, de aquí no se sigue que los males que aquejan a nuestra actual democracia tengan que ver con nuestro proceso de transición. Los problemas de la “partitocracia” y la corrupción existen en muchos países con historias políticas muy distintas a la nuestra, empezando por Italia. Y los terribles problemas económicos que está sufriendo el país, sobre todo las clases más desfavorecidas, tienen que ver fundamentalmente con la especulación inmobiliaria, el diseño defectuoso del área euro, la presión de Alemania, el poder de la banca y la debilidad del tejido productivo español, no con lo que se acordó en la Transición.

Quizá haya llegado el momento de emprender reformas institucionales y económicas profundas, pero dejemos la Transición en paz.