Lleva más de veinte años defendiendo a los que menos tienen. A inmigrantes sin papeles, familias a punto de ser desahuciadas, drogadictos, expresidiarios absueltos y personas olvidadas por el sistema. Y para algunos como Rachid Bouikou —que un día acudió a él para evitar que la Comunidad de Madrid vendiese su casa—, César Pinto (Madrid, 1966) ha sido traductor, psicólogo, consejero y el mejor hombro en el que apoyarse. “Si la gente normal no entiende el lenguaje jurídico, las personas marginadas o con un nivel educativo bajo, todavía menos”, explica desde su pequeño y modesto despacho en un piso interior de la Gran Vía. “Se sienten aplastadas por la sociedad y, muchas veces, solo necesitan a alguien que les acompañe en ese momento malo de su vida”.
Para él, el derecho no es una cuestión de perdedores ni ganadores. Tampoco se ha sentido nunca David contra Goliat porque “en un juicio, la fuerza te la dan los argumentos y estamos todos al mismo nivel”. Aún así, junto a Rachid, padre de dos hijos de origen marroquí, empezó, hace varios años, una lucha que parecía imposible y perdida de antemano. Todo para evitar que su piso en Navalcarnero y el de casi 3.000 afectados más fuese vendido a Goldman Sachs —uno de los fondos de inversión más grandes del mundo—. Sin el apoyo ni la ayuda de ningún partido político o asociación. “Algunos de sus vecinos se reían porque pensaban que no iba a conseguir nada, pero él tenía fe en la Justicia”, explica.
La semana pasada estuvieron juntos tomando un café. Algo que suelen hacer a menudo: “Nos llevamos muy bien y nos parecemos bastante, físicamente y también de carácter”. Sobre todo, en la personalidad sosegada y en la increíble capacidad para perseverar que comparten. En un primer momento, el juez les dijo que no era posible que un inquilino recurriera la venta, pero Rachid y César aguantaron y siguieron insistiendo hasta que el Tribunal Supremo acabó dándoles la razón. “Ese día fue muy emocionante... Se celebró una vista y me acuerdo de que los magistrados estaban muy serios. Al principio, no me lo creía”, recuerda frente a una estantería con libros de Camus, Cela, García Márquez y dibujos de sus cuatro hijos.
El 'abogado de cabecera' de las personas
Es un hombre afable y risueño, también tímido, al que le apasiona la Literatura. Tanto que empezó a estudiar Filología Hispánica en la Universidad Autónoma de Madrid: “Aunque está muy relacionada con el Derecho y te permite entender lo que es el hombre, muy pronto me di cuenta de que, en lugar de acercarme a la gente, lo que hacía era ensimismarme. Yo quería que mi trabajo fuera útil a las personas”. Como el de su padre, médico de familia en el barrio de San Blas, que atendía a gitanos, personas vulnerables y en riesgo de exclusión. “Yo, trasladado al ámbito jurídico, quería ser el 'abogado de cabecera' de las personas”, añade con una sonrisa.
En estos veintitrés años que lleva ejerciendo, ha trabajado sábados y domingos, se ha tirado noches en vela estudiando en el despacho y se ha dejado la piel en cada caso. Por eso, aborrece el término Justicia Gratuita. “¿Gratuita para quién?”, se pregunta sin subir el tono y sin perder la sonrisa en ningún momento. “La gente piensa que un abogado de oficio no va a hacer nada porque no le cuesta. Parece que cuando nos dan algo gratis no tiene valor. Y además, la sociedad no da la importancia suficiente a las personas que defendemos. No es que no tengan voz, es que no las escuchamos”.
Son las siete y media de la tarde de un viernes. César enciende el flexo verde botella de su escritorio —lleno de subrayadores de colores y papeles— y se sienta frente al ordenador: “Todavía tengo que revisar unos documentos”.