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María Granizo

25 de septiembre de 2020 23:07 h

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Dentro de dos días cumplirá 79 años de desafío al olvido. A todo tipo de olvido.

Al de una infancia marcada por la posguerra, por la cultura del esfuerzo y por la magia de unas ruinas monásticas “que tenía a la vera de mi casa y que fueron el mejor juguete”. Al de un monasterio, el de Santa María la Real en Aguilar de Campoo, sin cuyas manos y entusiasmo no habría dejado de ser “una ruina para convertirse en esperanza”. Al de un Románico saqueado y disperso por ermitas de la España vaciada al que, en la serie “Las Claves del Románico” nos ha acercado con la pasión del que ama de verdad. También al desafío diario, a través de sus tiras cómicas, de evitar que se olviden la sensatez y el respeto al adversario sobre los que se sustenta la democracia.

Desafío al olvido del dolor lacerante de quien ha perdido a dos hijos en poco tiempo. Al de la memoria histórica que combate con su pluma para sembrar reconciliación. Reto también al olvido de quien no es ajeno al drama del paro y crea lanzaderas de empleo y de emprendimiento solidario. Al de los héroes sanitarios que le ayudaron, aferrado a Las Partitas y Sonatas de Bach, a enfrentarse al COVID-19 y ganarle la batalla. Reto al olvido de su admirable resiliencia y a los incondicionales latidos del corazón con que vive pese a haber tenido que ser impulsados, hace tres años, en la mesa de un quirófano.

Desafío conseguido con la sabia habilidad de quien es un rendido apasionado de la arquitectura, la escritura y el dibujo. Con ellos, rescata y se rescata incluso de su propio olvido: “La verdad es que no tengo la sensación de haber perdido nada. Somos lo que hacemos, no lo que tenemos. Tenemos lo que hacemos. Curiosamente en la vida cuánto más haces y más das, más tienes, y cuánto más buscas, y quitas, y luchas por, menos tienes”.

José María Pérez, Peridis, arquitecto, ilustrador, escritor, divulgador y emprendedor social, es lo que hace y tiene lo que da: mucho más de lo que se podría llevar el olvido al que ya ha vencido para siempre.

Abriendo los ojos al Románico

Humanista, sabio, comprometido y honrado con sus orígenes. Así es el gran maestro del Románico que no necesita acercar ninguna lupa a su infancia para recordar quién es y de dónde viene: “El aroma a monte de roble, después de un chaparrón de otoño, me lleva de inmediato a mis primeros años de vida”. A su Liébana natal. A aquellas tierras cántabras de la posguerra en las que su madre temía que su marido, guarda forestal que había apoyado a los nacionales, se encontrara en los cerros con los maquis y su vida corriera peligro: “Pese a los años pasados, el espíritu de la guerra se mantiene. No se han extraído las consecuencias de la Guerra Civil que perdieron nuestros abuelos, perdieron nuestros padres y perderemos nosotros hasta que no haya una sincera reconciliación con la paz, la piedad y el perdón que pedía Azaña en 1938”.

En los primeros años de posguerra, en los que la estela del conflicto lo impregnaba todo, “como un nublado que tardaba en alejarse”, la familia del niño de tres años al que le gustaba mucho dibujar se trasladó al norte de Palencia. En la villa galletera de Aguilar de Campoo, el pequeño José María, al que apodaron “Calero”, como el horno en el que su padre calcinaba la piedra caliza, encontró un inesperado juguete que marcó para siempre “la patria que es la infancia”: el Monasterio de Santa María la Real. “Vivíamos al lado del monasterio, mi casa estaba hecha con la misma piedra y yo jugaba en un lugar donde ponía Prohibido el paso, monumento nacional. Y junto a ese letrero, otro: Llamad al guarda. Si no está, id a buscarle al bar El Faro. A un kilómetro. Así es que yo aprovechaba, abría el portón y enseñaba el monasterio a los turistas y sacaba unas perrucas para ir al cine. Así me di cuenta de que el patrimonio es rentable y divertido, y eso se quedó dentro de mí para siempre”.

Con los años, ya arquitecto, aquel juguete se convertiría en su pasión.

“Mi sitio es el claustro del Monasterio de Santa María la Real”

Entre muros mutilados, ábsides, escombros y huellas de los embates de la Peste Negra y guerras civiles, creció feliz el niño de Liébana. Contemplando la espadaña y el hastial de la iglesia que apuntando al cielo reivindicaba su antiguo esplendor antes de despiadados saqueos y de la Desamortización de Mendizábal, jugó y redibujó el Románico. Y acariciando las columnas en las que descansaban las arquerías de seis siglos atrás, encontró su sitio para siempre: “Mi lugar es el claustro del Monasterio de Santa María la Real”.

Desde lo alto de un risco o por los espacios sin cubierta de la abadía, su padre le enseñó a aprender mirando al cielo estrellado, a la Osa Mayor, a las siete puntas del Carro Menor, a Las Pléyades, a la belleza. También a sembrar los sueños de un crío que hoy, curtido por muchos calendarios vividos, sigue recordando con nostalgia “el bullicio cuando sonaba la campana del colegio y podíamos salir corriendo, y deseaba, a pesar de ser bajito, llegar a ser portero del Real Madrid cuando fuera mayor”. Sin embargo, al balón le fue ganando terreno el dibujo y con él su deleite por hacer caricaturas de sus amigos. 

Con 17 años, guiado por la cultura del esfuerzo ejemplificada en sus padres, dejó atrás el Pisuerga para llegar a la capital y estudiar arquitectura. En el madrileño Hogar del Empleado de los jesuitas aprendió que se podía estudiar y trabajar a la vez: “De chupatintas, haciendo contabilidad, recados… Ganaba para mis gastos y para ayudar a la familia. También para empezar a traer hermanos a Madrid. No fue fácil, pero me propuse a mí mismo acabar la carrera como un saltador de altura. Hay que saber buscarse la vida y también tener suerte. Ahora reconozco que los que nos educamos en la cultura del esfuerzo parece que hemos querido quitársela a nuestros hijos dándoles de antemano lo que a nosotros nos faltó. Pero siempre he creído en esa cultura del esfuerzo. Lo que he tenido es la suerte enorme de que he hecho esfuerzo en cosas que me gustaban, con objetivos que eran un reto”.

Las escuelas taller nacieron a la sombra del Patrimonio

Con vocación de restaurador y amante del Patrimonio, “no hay nada más hermoso que revivir un edificio antiguo”, en 1969 se convirtió en el arquitecto Peridis: “Con dos apellidos muy comunes, Pérez González, siempre he tenido apodos. Haciendo la carrera, un amigo me llamó como un diminutivo de Pericles, más de andar por casa: Peridis”. Con este seudónimo ha firmado la rehabilitación del Convento de Santa Clara de Hellín, el de San Juan Bautista de Corias y el de San Benito en Valladolid, la Biblioteca de Castilla-La Mancha en el Alcázar de Toledo, el parque del Capricho, el Teatro García Lorca y el Principal de Burgos, el Corral de Comedias de Alcalá de Henares, varios museos y el Centro de Acogida Integral a Mujeres Víctimas de Violencia de Género. Sin embargo, la pasión por su juguete de infancia arrasado por el tiempo y la de la gente que entusiasmó con el propósito de devolverle la vida se convirtieron en una fundación: “Recuperar el monasterio me ha hecho lo que soy. He crecido con él en todos los órdenes”.

Cuando el amante del Románico acabó la carrera, el cenobio de su pueblo se seguía cayendo. Por eso, se tomó al pie de la letra el mensaje que cuarenta y ocho años antes había dejado allí Unamuno: “¡Hasta una ruina puede ser una esperanza!”. Y como el pescador de la alegoría de Hemingway, El viejo y el mar, que estos días relee, hizo frente a la adversidad y no aceptó la derrota: “Como el Ministerio de Cultura no construía institutos y el de Educación no restauraba monumentos, recurrí al INEM para contratar parados que aprendieran a restaurar. Así iniciamos las escuelas taller por las que han pasado más de 750.000 jóvenes en todo el mundo. Con ellas logramos educación más trabajo”.

Las lanzaderas de empleo

Fiel a su filosofía de que “el problema es la solución y no hay que buscarla en otro lado”, en los albores de la crisis económica de 2007 volvió a ver una ruina. Su perenne compromiso social le llevó a pensar en cómo volver a hacerla útil. En las lanzaderas de empleo encontró la respuesta y, a través de ellas, recuperó para la sociedad activa a más de 20.000 parados. Se volcó en generar riqueza colectiva, al tiempo que alentaba con lectura, pasteles y amor, la cabecera de la cama de su hija Marta de la que un cáncer se apoderó con sólo 32 años. Entonces aparcó la arquitectura y dio luz a un libro póstumo titulado “Una piedra roja, una piedra azul, una piedra amarilla” como testamento vital de la niña de sus ojos: “No hay documento más verdadero y auténtico que el del ser querido que acaba de desaparecer”.

Tampoco dejó de publicar las viñetas con las que trata “de sacar el alma con el mínimo de trazos” y que garabatea, sin descanso y con astucia, desde hace más de cuarenta años. Aquellas tiras diarias que en la mili le valieron el apodo que da título a uno de sus siete libros, El Cabo Caricaturas, son testimonio de un compromiso político que comenzó en la oposición antifranquista durante los últimos años de la Dictadura y después con la izquierda democrática. Con ellas contornea lo mejor de nuestro país: “La alegría y la solidaridad”. También lo que debería abochornarnos: “La envidia y la chapuza”. Y con su última novela El Corazón con que vivo, ya Premio Primavera de Espasa, remarca en estos días confusos de pandemia que “somos capaces de lo mejor. Los médicos y otros profesionales lo han demostrado. Sigamos su ejemplo”.

Sembrando reconciliación, mientras recibe la Medalla de oro al Mérito al Trabajo, la de Bellas Artes, la de Patrimonio Histórico y un sinfín de reconocimientos, cita a Heráclito para señalar que “salvo desgracias imponderables, con un poco de suerte el carácter marcará nuestro destino”. El suyo, sin duda, es admirable. José María Pérez González, el hombre que se convirtió en Peridis para cargar sobre sus hombros un monasterio y salvarlo, continúa disfrutando con Gene Kelly Cantando bajo la lluvia, aunque no le dejen de caer afilados chuzos de punta: la pérdida de otro de sus hijos y enfrentarse al coronavirus desde la cama de un hospital.

Antes de despedir su PlayList nos regala otra cándida sonrisa por encima de uno de los setenta tomos de su Enciclopedia del Románico. Generoso, incansable, vitalista, y ganando la partida al olvido que condena a la desaparición, tararea la banda sonora de su vida: “Hoy puede ser un gran día”. Y emocionándonos añade: “Hoy puede ser un gran día. Y mañana mejor todavía”.

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