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No hay excelencia sin experiencia

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Más de una y de dos veces me he preguntado cómo debe sentirse un niño pequeño cuyos padres son ciegos. Después de todo, por mucha naturalidad con la que vivan la circunstancia de la ceguera en alguno de sus progenitores, si es el único al que le pasa, pienso que eso debe imprimir carácter… o no. Son múltiples los factores que influyen en cómo cada cual maneja las situaciones. Los propios padres, el resto de la familia, el entorno… y la escuela. Nuestros niños pasan muchas horas fuera de casa, al cuidado de terceros. No siempre las personas que cuidan a los menores son expertos y, por esa razón, me parece tan importante que los maestros sean también educadores. Personas juiciosas que acompañen a los niños en su crecimiento, que sirvan de modelo por su ejemplaridad. A la excelencia no le puede faltar experiencia. En sus manos están, durante muchas horas al año, los adultos del mañana y  pueden aportarles, enseñarles mucho, mucho más que a leer y multiplicar.

Vuelvo a mi pregunta inicial. ¿Cómo se siente un niño cuyos padres son personas con discapacidad visual? A mis hijas no les pregunto porque tienen la mejor opinión de su madre, pese a haber recibido comentarios desagradables por parte de compañeros. Pero también la fortuna de haber contado con maestros excelentes.

Cuando eran más pequeñas, una de ellas comentó en la cena que una compañera sentía pena por un hombre ciego que había visto por la calle.

La fastidiamos, me dije yo casi atragantada con la tortilla, a la espera de que mi hija continuara con el relato. Tanto demostrar normalidad en casa para que luego una niña de la clase dijera lo de la pena. Ups.

--Y el profe ha dicho que no debe sentir pena por alguien que no ve. Que puede sentir pena por otras cosas… como las personas que están muriendo en la guerra de Siria, los que tienen que huir de sus casas por los ataques… y que todos saben que la mamá de una compañera es ciega, periodista y que hace un montón de cosas. “Mamá, entonces el profe me ha dicho que explique todo lo que tú puedes hacer y lo he explicado en voz alta”.

Pueden figurarse que escuché a mi retoña emocionadita perdida y con ganas de más elogios y alabanzas. Pero muy prudentemente y como sin darle más importancia, dije: “ah, muy bien por tu profe”. Pero la niña agregó motu proprio, sin más acicate por mi parte: “Mamá, yo me siento especial por tener una madre ciega ¿sabes? Porque eres muy guay, haces muchas cosas como los demás y encima las haces sin ver”.

Aparte del baño de estima, que nunca viene mal, como madre y como persona ciega, aplauso grande a aquel “profe”, por ver la oportunidad y aprovechar para propiciar la inclusión desde lo concreto y tangible. Por hablar de la vida y su diversidad, por convertirse en agente de cambio, por no limitarse a impartir conocimientos académicos sino dar también lecciones de vida. No hay excelencia sin experiencia.

Más de una y de dos veces me he preguntado cómo debe sentirse un niño pequeño cuyos padres son ciegos. Después de todo, por mucha naturalidad con la que vivan la circunstancia de la ceguera en alguno de sus progenitores, si es el único al que le pasa, pienso que eso debe imprimir carácter… o no. Son múltiples los factores que influyen en cómo cada cual maneja las situaciones. Los propios padres, el resto de la familia, el entorno… y la escuela. Nuestros niños pasan muchas horas fuera de casa, al cuidado de terceros. No siempre las personas que cuidan a los menores son expertos y, por esa razón, me parece tan importante que los maestros sean también educadores. Personas juiciosas que acompañen a los niños en su crecimiento, que sirvan de modelo por su ejemplaridad. A la excelencia no le puede faltar experiencia. En sus manos están, durante muchas horas al año, los adultos del mañana y  pueden aportarles, enseñarles mucho, mucho más que a leer y multiplicar.

Vuelvo a mi pregunta inicial. ¿Cómo se siente un niño cuyos padres son personas con discapacidad visual? A mis hijas no les pregunto porque tienen la mejor opinión de su madre, pese a haber recibido comentarios desagradables por parte de compañeros. Pero también la fortuna de haber contado con maestros excelentes.