Como ya adelanté en este post, iba a pasar el reconocimiento de un Tribunal Médico que decide si soy apta para el 33% de discapacidad.
La semana previa al “día de” la pasé nerviosa, con ansiedad y miedo. De todo había escuchado de esos lugares. Y no se equivocaban. Todo mi entorno me decía que fuera tranquila, que los informes médicos que aportaban dejaban bien claro mi incapacidad para trabajar con normalidad. Es así como debería ser, ¿verdad? Sin embargo...
El lugar ya de por sí es frío y la luz de las salas es cegadora. Ves a pacientes o gente nerviosa, con pilas de informes que portan en carpetas. No parece que sea la primera vez que pasan por ahí. Parecen profesionales de las salas de espera. En primer lugar me cita la médica y empieza a mirar mis últimos informes de la neuróloga. Me devuelve el informe en el que aparece que padezco endometriosis y me dice que ese no le sirve, sin más explicaciones. Seguimos adelante, me hace varias de las pruebas neurológicas que suelen hacerme cada tres meses. Me las sé de memoria. En una de ellas pierdo el equilibrio. Más tarde me llevan a una sala donde hay una escalera que parece de atrezzo y me hacen subir. Vuelvo a perder el equilibrio y estoy a punto de caerme escaleras abajo. Siento como que mi cerebro no le manda la señal a mis piernas. Seguimos. Me dicen que vuelva a la sala de espera. Cada vez estoy más nerviosa, como si estuviera pasando la selectividad de la vida.
Más tarde me llama una psicóloga que tiene su despacho lleno de plantas que contrastan con esa luz artificial cegadora. En sus paredes hay posters de caballos e imágenes con niños de África y palabras como “ayuda”, “comparte”, “actúa”. No las recuerdo exactamente, pero de ese estilo. Esta mujer tiene pinta de entender mi situación, me digo. Mientras lee mis informes psicológicos me pongo más y más nerviosa. Cuando termina me pregunta por mi rutina, mi ocio y otras cosas del montón. En el informe deja bien claro lo necesario para entender que no estoy pasando por mi mejor momento. Ella asegura que es normal, debido a mi situación y que siga yendo al psicólogo y que por su parte nada más que añadir y chimpún. Me da puerta bastante rápido. Sólo soy una más. Una que además se levanta cada día y se esfuerza para seguir adelante. Y eso parece que penaliza en estos casos.
Vuelvo a la sala de espera y me echo a llorar. Estoy harta y no puedo seguir soportándolo. Varios trabajadores me miran, algunos se acercan y me preguntan. Parecen bastante acostumbrados a estas escenas, después de todo. Yo siento una tremenda rabia e impotencia. Ni siquiera debería estar allí perdiendo mi tiempo. Me hablan de unos baremos que debo o no cumplir y que hay personas que están peor que yo y no tienen discapacidad y viceversa. A mí todo esto me parece un cuento chino y una broma de muy mal gusto.
Entro a la trabajadora social aún llorando. Me hace una serie de preguntas y terminamos hablando de cosas cotidianas de la vida. Me viene bien ese momento de normalidad. Termino insistiendo en lo importante que es para mí este certificado, quiero opositar y sería menos costoso para mí. No me están regalando nada ni estoy pidiendo limosna, añado. Es de justicia social y lo lucharé hasta el final, digo. También en algún momento, ya no sé ni cuando, digo que las personas con esclerosis múltiple u otras patologías y problemas no estamos allí por gusto. Piensen que en realidad tan sólo se trata de un papel, no dan ningún tipo de ayuda económica. Entonces, no hay quién lo entienda. ¿No tenemos suficiente ya con el diagnóstico? Si nuestros especialistas conocen nuestra realidad y nos valoran, ¿por qué es necesario pasar por esos tribunales del infierno donde somos sólo números y la empatía brilla por su ausencia?
Me dice un pajarito que el resultado va a estar muy ajustado, pero yo lo necesito como el comer y me pertenece. Intento explicarlo por activa y por pasiva como cuando intentas explicarle a un antidisturbio lo inmoral que es un desahucio. Creo que se han habituado a ver miseria cotidiana y a seguir las órdenes y esos injustos baremos de los que hablan todo el rato.
“Todos tenemos que luchar. La vida no es fácil para nadie”, me dicen antes de irme. Cierto. Pero unos más que otros. Cojo mi bastón y abandono el lugar sabiendo que, probablemente tenga que volver. Lo haré las veces que haga falta y lucharé hasta el final. Por ti, por mí, por todos.