Cuando entran por la puerta, dejan sus problemas atrás. No es fácil. La mayoría de ellas son víctimas de violencia machista, padecen algún tipo de enfermedad mental o han tenido problemas de drogadicción. Sin embargo, una vez dentro nada de eso importa: son, ante todo, compañeras de fogones.
Cuatro días a la semana, una cuarentena de mujeres, de todas las edades y vecinas de las Tres Mil Viviendas y otras zonas deprimidas del Polígono Sur en Sevilla, se reúnen para cocinar juntas. Lo hacen en el Centro Cívico El Esqueleto donde, aparte de cocinar, aprenden a leer, escribir y bailar.
Llegan a las nueve de la mañana con sus carros de la compra y sus fiambreras de plástico. Se toman un café mientras charlan “de sus cosas” y se reparten las tareas. Así lo hacen desde hace ocho años en el taller de cocina solidaria.
Mari Carmen Torres destaca que lo primero es “dejar los problemas en la puerta. A veces, alguna llora, pero cuenta con el apoyo de todas. Aquí hay una hermandad que no he visto en ningún sitio”. Torres cuenta todo esto mientras mira de reojo una olla gigantesca donde se prepara uno de los platos del día: lentejas con chorizo.
Los ingredientes pueden escasear, pero la solidaridad nunca lo hace. En Semana Santa, recaudan fondos para el taller vendiendo pestiños y torrijas. También organizan un mercadillo con la ropa que recogen. Fuera de los muros del centro cívico, algunas de ellas se reúnen para charlar y tomar café.
María habla con claridad. “Esta es mi terapia. Antes estaba en casa desesperada y esto para mí es como una medicina”, afirma. Algunas llegan aquí por consejo de sus centros de salud mental. Carmen Moreno sufrió un tumor cerebral y relata que estuvo tres años sin salir de casa por depresión. Con tres niñas adolescentes, explica que el taller le infunde ánimos para seguir apoyándolas a ellas y a sí misma.
En este barrio, las estadísticas desaparecieron con la crisis. Las estimaciones oficiales de desempleo ascienden a un 80%. María Valencia, que se declara “la papparazzi” del grupo y prepara unos canelones “para chuparse los dedos”, ha encontrado aquí una ayuda fundamental con la que alimentar a su familia. Ni su marido, ni su hija, ni su yerno, ni ella tienen empleo.
El taller les ofrece la posibilidad de obtener el título de manipuladoras de alimentos para mejorar sus oportunidades de encontrar trabajo.
María del Mar González, comisionada para el Polígono Sur, subraya que “en vez de comedores, optamos por una cocina solidaria para que puedan comer en casa con sus niños. Más que un taller de cocina, éste es un lugar de encuentro, donde se trabaja el empoderamiento y la autoestima. Para su crecimiento personal es fundamental que tengan un espacio propio”.
Entre los hombres, que disfrutan de un taller segregado viernes y sábado, el ambiente de camaradería es similar. También la solidaridad. Javier se encarga de cuidar a su padre enfermo de alzhéimer. Desempleado él y pensionista su padre, la comida que prepara en el taller es “la única manera de llevar algo a casa”.
Javier Gómez ha sido víctima de maltrato. Acudir aquí es una manera de dar de comer a sus dos hijas, de las que tiene la custodia. “Estoy aprendiendo a hacer pucheros, lentejas… en un ambiente muy bueno”, comenta.
A las 12 de la mañana, la comida está preparada. Toca repartirla entre todas las participantes. Las fiambreras inundan la cocina, mientras tres voluntarias reparten con paciencia las lentejas y la ensalada de arroz. A su vez, otras cuatro voluntarias se encargan de distribuir, entre decenas de carros de la compra, los 300 kilos de frutas y verduras donados por el banco de alimentos.
“La solidaridad y la capacidad de lucha son las marcas de la casa en este barrio”, afirma María del Mar González. Inma Senovilla, la directora del taller, asevera que su labor, con la que se alimenta a cientos de personas diariamente, “se reconoce más fuera del barrio que dentro”.
Mientras en otras partes de la ciudad, algunos ya sueñan con las vacaciones, a estas mujeres se les hace un nudo en el estómago. Se acercan “los dos peores meses del año, en los que no vamos a tener ni cocina ni comedor para los niños”, dice Esperanza, que con su trabajo en el taller da de comer a ocho personas en casa.
La despedida se dilata unos instantes. Con los carros llenos de víveres y los tupperwares humeantes, se desata un pequeño drama: se ha perdido la tapa de una fiambrera. Las 40 mujeres tienen que sacar todas las cosas de sus carros hasta encontrarlo. Al cerrarse la puerta del taller, los ecos de sus voces se escuchan en el pasillo. Fuera las esperan ya sus parejas.