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Que paguen los guiris

Sevilla —

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Se le ocurría hace unos días al alcalde poner unos tornos venecianos en la Plaza de España para sacarle unas guineas a los guiris y también a los de Valladolid. Quizás molestos porque les tocaba pagar, hasta en el extranjero daban coba a la noticia. 

Lejos de glosar sobre el episodio en cuestión, otro más del simpático anecdotario del primer edil, la sensación que tengo es que, en algún momento, Sevilla ha dejado de ser nuestra. El intransitable Casco Antiguo de Sevilla es hoy usufructo privativo de turistas, algunos ataviados con sombreros de Indiana Jones, palos de senderista, botas de caña alta, chalecos con bolsillos, brújulas y mapas en papel.

¿Qué arca perdida buscan? Me pregunto. Quizás anden a la caza de esa Andalucía salvaje y auténtica, la de los mercaderes fenicios, la de la Wallada, la de los intrépidos bandoleros, la del rey Don Pedro y los Guzmanes, la del zoco, la de los bubones y las Cinco Llagas, de la que escribió el manco de Lepanto y en la que fue encarcelado.

Una mañana de la pasada primavera me encontré a una pareja de turistas de esta apariencia intrépida que les comento con el mapa del revés. Lo sé porque caminaban en dirección contraria, es decir, hacia el Núcleo Residencial Las Aves, conocido también como Los Pajaritos. Lejos de advertirles, allí les dejé para que hicieran suyo el gozo de aventurarse en lo desconocido, convencido de que encontrarían esa Andalucía agreste y selvática que andaban buscando, la de corazón indomable, lengua rápida, brazo moreno y cortes de luz. La de verdad.

En fin. Daba un paseo por Santa María la Blanca el otro día recordando la ideíta de la Plaza de España y pensé, mientras tropezaba con el tercer camarero, que el espacio público hace algún tiempo que ya no es patrimonio del transeúnte, del niño con la pelota o con la caja de cartón a guisa de palio, o del que come pipas. Será de los turistas, de las cadenas hoteleras, de los hosteleros, de los clientes, de quien sea… menos del que no tenía intención de sacar la de Ubrique. 

Sin embargo, no solo a los turistas, que todo lo vampirizan con su sonrisa perenne y su falsa inocencia, se les puede imputar que hasta la última acera sea una terraza con lamparita de luz tenue. Porque a los de aquí también nos gusta. Precisamente por eso hay mucho hostelero que se forra a costa del asunto y no solo en el centro. Los profesionales y sus asociaciones presionan, con asombroso porcentaje de éxito, para ampliar, prorrogar o consolidar como veladores lo que antes era espacio de uso público. Es su pan, no les culpo. Por eso se organizan en lobbies. Y por eso hay que pararles los pies. Y se lo dice uno que tiene amigos hosteleros y también amigos gays. 

Y aquí quería llegar yo. Porque en la deriva de responsabilidades de que la Plazuela de Santa Ana sea en la totalidad de su superficie un enorme comedero, de que los camareros crucen sin mirar el carril bici en Luis Montoto, cargados de comandas, de que haya una zona en la Avenida de la Buhaira por la que no se puede ni transitar sin pegar codazos a pesar de tener uno de los acerados más anchos de la ciudad, de que en la Plaza de San Marcos haya mesas hasta en la mismita puerta de la iglesia o de que en la Plaza del Museo solo se pueda caminar por la calzada porque las mesas tienen secuestrada la acera, hay un hueco para el principal actor y colaborador necesario de todo esto: el Ayuntamiento.

Habría que cortar el rollo de la barra libre de veladores y de mercantilización del espacio público. 

Habría. Pero como eso no va a pasar y alguien tiene que pagar el cabreo de unos vecinos que ven cómo el turismo solo quita y da poco a cambio para quien no se dedica a la hostelería, tengo una idea: que paguen los guiris.

No resultaría descabellado en este punto exigir una tasa turística por pernoctación a la altura de las necesidades de la ciudad y del desgaste que los forasteros generan. Con ella se podría financiar la reparación de la Plaza de España, en cochambroso estado según el señor Sanz pero en la que se organiza desde hace varios años un festival masivo con decenas de actuaciones y que dura todo el verano.

Allí se montó también una gigantesca carpa para acoger no sé qué movida de los premios Grammy de la que nunca me enteré y a la que no me invitaron y a usted tampoco, o un espectacular desfile de Christian Dior para el que hubo un enorme despliegue con catering de alto standing.

Hay que cobrar a los guiris hasta que duden si venir. Una tasa turística con la que pagarle a Endesa lo que pida - o con la que, ya puestos, comprar Endesa- para que deje de cortar la luz a los vecinos y vecinas del Cerro del Águila. Una tasa para garantizar que mi querido servicio de limpieza pase a diario por todas las calles y para terminar una red de metro que lleva sesenta años proyectada y sin ejecución. 

Y por si nada de esto ocurriese, cobremos una tasa turística para comprarnos otra ciudad a la altura de Coria con más sombra y sin veladores premium porque, mucho me temo, esta ya no es nuestra.

Se le ocurría hace unos días al alcalde poner unos tornos venecianos en la Plaza de España para sacarle unas guineas a los guiris y también a los de Valladolid. Quizás molestos porque les tocaba pagar, hasta en el extranjero daban coba a la noticia. 

Lejos de glosar sobre el episodio en cuestión, otro más del simpático anecdotario del primer edil, la sensación que tengo es que, en algún momento, Sevilla ha dejado de ser nuestra. El intransitable Casco Antiguo de Sevilla es hoy usufructo privativo de turistas, algunos ataviados con sombreros de Indiana Jones, palos de senderista, botas de caña alta, chalecos con bolsillos, brújulas y mapas en papel.