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Verano hortera
Alguna amiga me pide un libro para las vacaciones. Esto es una gran responsabilidad porque normalmente son amigas que no leen mucho el resto del año, pero algo tiene el verano que nos empuja a extralimitarnos. Parece que querer desconectar pasa por hacer cosas diferentes, sentirnos distintos, un poco distintas, por eso intentamos cambiar, doblar o empujar, al menos, un par de metros nuestra rutina. Hay quienes aprovechan para empezar a caminar, probar el arroz negro, enamorarse o fumar maría. Pero desde luego, si hay algo que hacemos absolutamente todos en verano es llevar al extremo nuestro talento inherente para ser horteras, todo lo hortera que podamos ser.
Empezamos con buenas intenciones, de hecho, incluso solemos comprar un par de modelos para las vacaciones, al hacer la maleta planificamos más o menos correctamente: ropa para la playa o el campo, para la piscina, para ir a cenar, para estar por la casa o el hotel; pero algo extraño pasa siempre, y lo hace casi de inmediato, una especie de demonio que se libera nada más abrir la maleta sin ni siquiera haberla colocado del todo.
Vuelves del primer paseo, te cambias para estar cómoda y cuando llega la hora de salir otra vez, una idea se impone sobre todas las demás, una idea que te impide quitarle la etiqueta al modelo que compraste y ponértelo; lo miras desde la cama, con pereza, y la camiseta de mil lavados que llevas puesta te susurra: “Total, estás de vacaciones”, y ya la hemos liado.
El tercer día ya tu ropa se confunde con la de tus hijos o amigas; el flúor, las flores o las rayas no significan nada, no existen las tallas ni ningún tipo de restricción, en algún momento incluso tienes que palparte para saber si te pusiste bragas o bikini y, ni que decir tiene, que por supuesto que sí, que esas chanclas de plástico descoloridas pegan con todo.
Se empieza a distinguir claramente los que llevan varios días de vacaciones de los que acaban de llegar, especialmente por la noche, cuando unos suben de la playa directamente y otros huelen bien, se han peinado y llevan en los pies ¡zapatos! Bien, bien, intentadlo.
¿Qué español no ama esa camiseta de Colacao para las olimpiadas de Seúl?
De hecho, mientras escribo estas palabras en la costa, mi compi Rocío sale de su habitación solo con la braga del bikini y me comenta que ha decidido no vestirse más hasta que coja el AVE de vuelta para Madrid. Nos ponemos un café y, al encender la tele, vemos una noticia sobre el uniforme del equipo olímpico español.
Mi hija, que aparece por detrás, hace su dictamen al respecto, y así como Anne Wintour en la primera fila de los desfiles mueve levemente la cabeza para dar su aprobación o desvía la vista, ella va cambiando el semblante, pero ya cuando aparece el bolsito con borla sentencia con un “¿en serio?” que tan bien conozco y que en muchas ocasiones me ha salvado como una oportuna red flag antes de salir a la calle.
Escucho críticas respecto al outfit, y aunque el plisado nunca lo consideraría una opción (seamos serias), no creo que sea cuestión del diseño en sí, sino del espíritu. Intento pensar en un uniforme con el que toda la ciudadanía española se sintiera mejor representada en las olimpiadas, algo que fuera icónico, que incluso quisiéramos adquirir, ¡por Dios, somos la cuna de Balenciaga, de Pertegaz, de Rabanne!, pero no se me ocurre nada.
Puede que mi mente haya quedado nublada entre estampados boho y camisas hawaianas, pero escucho una voz interior que me susurra, y es de nuevo mi camiseta, la de los mil lavados, sin duda uno de mis bienes más preciados, un diseño que sí estuvo a la altura de las circunstancias y cuya reinterpretación (¿se dice así?) quizás sí reflejaría nuestra verdadera naturaleza, porque ¿qué español no ama esa camiseta de Colacao para las olimpiadas de Seúl?
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