La portada de mañana
Acceder
Feijóo pide que el Gobierno asuma la gestión de la DANA mientras Mazón se resiste
El esfuerzo colectivo para no dejar nada sin rastrear en el parking de Bonaire
Opinión - Feijóo entierra a Mazón. Por Esther Palomera

Cesteros, grabadores, el final inevitable de oficios en peligro de extinción

Peio H. Riaño

24 de agosto de 2022 22:01 h

0

Trabajando desde las nueve de la mañana hasta las cuatro de la tarde “incluidos los días nublados y lluviosos”. Eso dice el anuncio del estudio fotográfico de José Pérez Zafra incluido en el periódico. Nada le impedirá trabajar –hasta las cuatro de la tarde– todos los días, ni siquiera la falta de luz. Además tiene precios populares: los retratos en tarjeta salen a 20 reales y las copias, más baratas, a cuatro. Si se quiere uno de grupo, con toda la familia, eso ya hay que negociarlo. También si se pide una foto a color, porque José lo hace a mano y lleva su tiempo y dedicación. Pero es, sin duda, la tarjeta de visita el producto más demandado y los fotógrafos como José aprovechan para hacerse publicidad en el reverso y los laterales. José fue uno de los primeros retratistas que abrieron local en Almería, en 1864, y como tantos otros pintores a finales del siglo XIX se convirtió en fotógrafo ante el empuje popular de la nueva tecnología que evolucionaba sin freno y que se presentaba como una gran oportunidad de asentar un negocio novedoso que acababa de nacer en Francia y se extendía por todo el mundo.

Los daguerrotipistas franceses no tardaron en llegar a las ciudades españolas. Jean Laurent se instaló en Madrid desde 1843; Charles Clifford, en 1850. Tenían un país virgen por fotografiar, como los fotógrafos ambulantes tenían una población por retratar. Arrastraban sus bártulos de pueblo en pueblo, como retratistas que acercaban a casa sus cámaras, trípodes y decorados. Aunque no todos podían permitirse por entonces una foto, se presentaban ante sus clientes como fotógrafos capaces de hacerlo con la mayor brevedad y sin molestia alguna. Otros se ofrecían para hacer todo tipo de trabajos de este nuevo arte “dentro y fuera del taller”, como ha investigado Donato Gómez Díaz.

De ese mundo revolucionario y esas biografías futuristas que crearon un mecanismo de representación que cambiaría la historia de la humanidad apenas ha quedado nada. Acaso un ‘smartphone’, otra revolución. Los oficios tradicionales responden a necesidades puntuales, que al desaparecer se llevan por delante todo y solo dejan un rastro de melancolía. “Aquello que ya no sirve, desaparece”, dice el etnógrafo Juan Francisco Blanco, director del Instituto de las Identidades de Salamanca, dedicado a la protección, recuperación, conservación y estudio de las señas de identidad salmantinas.

Aquello que era negocio y desaparece se transforma en documento, y el retrato en la tarjeta de visita, en testimonio de una época extinguida en la que había serenos, aguadoras o fotógrafos ambulantes. Tampoco existen los lañadores, que reparaban platos de cerámica que caían al suelo o se descascarillaban. Ni los molineros, ni romaneros, ni aguardenteros. Todos oficios masculinos. ¿Y las mujeres no tenían oficio? “No tenían beneficios. Ni remuneración. Ellas se dedicaban a los cuidados y al servicio, repertorios que no se pagaban”, apunta Paz Gómez, antropóloga y responsable de las listas de los bienes del patrimonio cultural inmaterial de la Comunidad de Madrid. Hasta que llegó el agua corriente había aguadoras, que se acercaban a las fuentes con las tinajas y la llevaban a las casas; recuerda también las bordadoras de Lagartera (Toledo) y las guisanderas, como Carmen, de Venturada (Madrid). No cocinera, no, guisandera. Todo empezó por casualidad hace muchos años, durante las fiestas. Se escapó una vaquilla y tuvieron que matarla. Para aprovechar la carne, el alcalde decidió montar una caldereta para todos los vecinos del pueblo y allí estaban Carmen y su amiga Petra. Llevaba toda la vida trabajando en cocinas, para una familia muy rica de Madrid, dice. “Empezamos así, a lo tonto, y nos hemos tirado más de 20 años haciendo la caldereta para los pueblos de Monterrey, Espartal y El Vellón, además de Venturada. Yo no he pedido nunca sueldo, aunque luego nos pagaban 300 €”, cuenta Carmen. Cocinaba tres calderetas para los más numerosos, con 380 kilos de patata, 300 kilos de carne y... el ingrediente secreto: Coca-Cola para ablandar la carne brava. “Cocinera, cocinera, no. No tengo título. No estudié. A mí me gusta guisar”, resume en este autorretrato la cocinera, que se ha retirado y ha cedido su mando al frente de la caldereta popular.

El legado femenino

Las mujeres, recuerda Paz Gómez, hacían varias cosas a la vez, como atender el ganado y coser, pero esas tareas no las sacaban de la invisibilidad. El problema añadido es que si ellas no son reconocidas como propietarias de un oficio, no hay transmisión de saberes. No existen ni ellas ni sus conocimientos. “La tradición es una continuidad cultural que la comunidad ha decidido mantener vigente, pero sin ellas no hay patrimonio”, advierte Gómez. Por eso llama gratamente la atención que Ervigio Jiménez reconozca haber aprendido todo lo que sabe de su oficio de Carmen Rodríguez. “Es una persona entusiasta y apasionada”, dice de su maestra este artesano de Granada dedicado a realizar mocárabes y yeserías, que estudia la historia del arte islámico en España para conocer los orígenes de una de las técnicas decorativas más delicadas y bellas que existen. Ervigio ha cumplido ya 73 años y no tiene a nadie que herede sus conocimientos. Falta vocación, asegura, porque es muy difícil. “Es que es un trabajo este muy complejo y dominarlo no es sencillo. Yo sigo intentándolo. No hay continuidad por una cuestión de actitud: se quiere ganar mucho y pronto, pero no se sabe hacer. Este trabajo tiene un proceso de aprendizaje muy lento y ni yo puedo permitírmelo ni ellos están dispuestos a pasar por eso. Aquí, en Granada, ya no queda nadie más que yo. Y en Sevilla hay una persona más joven que hace mi mismo trabajo, pero no conozco a nadie más”, señala el artesano, que no descansa en los festivos, ni tiene puentes.

Si las mujeres no son reconocidas como propietarias de un oficio, no hay trasmisión de saberes: no existen, ni sus conocimientos

Lleva tiempo atareado con una obra de lujo que un matrimonio inglés se está levantando en el que para la mayoría es el barrio más bonito de Granada, el Albaicín. Ahí han comprado una casa que da a la Alhambra y en la que quieren montar un rincón andalusí millonario. Ha hecho arcos, epigrafías y frisos en escayola que decorarán las estancias de la casa. Es la primera vez que no le contratan los propietarios, sino los arquitectos que se encuentran diseñando el proyecto. Tampoco es habitual que trabaje en Granada, los encargos suele recibirlos de afuera. Su tierra no demanda el producto típico.

Habla de la pasión por su trabajo. Estar apasionado y levantarse cada día así para ir al taller a hacer los moldes de los mocárabes o a dibujarlos. Porque sigue dibujando a mano y eso lo recalca. No quiere nuevas tecnologías y le cuesta que le llames artista. “Me considero artesano”, puntualiza. Lo prefiere. También quiere que sepamos que ha trabajado en países como EEUU y en los decorados de series como ‘Isabel’, sobre la reina católica.

Mientras haya demanda hay vida, aunque en la era de la obsolescencia programada la tradición sea una carga. La artesanía es una fuente de memoria y extinción, una máquina de generar oficios extinguidos y patrimonio cultural inmaterial a proteger. La artesanía es David frente a la industria, Goliat. Mientras Luis Velasco cobra dos euros por cada bolillo que hace en su torno, jugándose los dedos, los copiadores industriales los venden a 40 céntimos. “No hay nada que hacer. Esto se acaba conmigo. No se paga como negocio”, dice este tornero toledano, que empezó a los 14 años y ahí sigue, en la carpintería que fue de su tío y del que aprendió el oficio, en la calle de la Merced. Tiene 65 años y ni pizca de melancolía en su tono, es pura impotencia; también indignación por ver cómo se ha degradado su oficio en los últimos 15 años. Antes trabajaban con él otras dos personas y podían hacer frente a los encargos. Hoy está solo y maldiciendo estos dichosos bolillos tan, tan finos donde irán enrollados los hilos para entretejerlos y hacer encajes, mantillas o lo que se tercie.

Luis Velasco cobra dos euros por cada bolillo que hace en el torno, jugándose los dedos; los industriales valen 40 céntimos: “No hay nada que hacer”, dice

El final de una era

Enfundado en su mono azul, rodeado de maderos y virutas, se acerca al torno y lo vuelve a poner en marcha. Se pone las gafas para ver bien dónde sitúa las manos. La pieza de madera empieza a girar y entonces saca la gubia para tallarla y sacar la forma que hay debajo de ese tocho. También usa el escoplo y los formones. Una vez tiene definida la forma, empieza con las lijas y afina el tacto. De ahí han salido balaustres y columnas de museos, conventos, paradores, patios y palacios. Las paredes del taller están forradas con sus herramientas. Es un museo olvidado, una esquina para el olvido. Cuando Luis no esté ya no habrá nada. Para que entendamos su decepción, compara su trabajo con el industrial: es como cosechar a mano mientras otro emplea un tractor. “El progreso. Esa es la razón de la desaparición. Y tengo que dejarte que me espera un señor para un encargo”, se despide.

Al oficio solo le queda la memoria. Y a duras penas. Llamamos al Museo Etnográfico de la Montaña Riaño, que dirige Pedro Luis González, para saber si en la zona queda algún oficio de los antiguos, de los que estén al borde de la extinción. Pasa un rato largo y nos llama porque ha recordado que en Corniero (León) hay un cestero llamado José María, el último. Como a José María no le gusta hablar nos despacha pronto. Que tiene cosas que hacer. En Corniero hay censadas 45 personas, pero viven muchas menos. Allí antes todos los vecinos recurrían a los cestos para almacenar las patatas o las labores. En realidad, pocos aperos han estado más presentes en la vida diaria durante décadas que esos cestos y canastos. “Ahora nada”, dice, parco. José María empezó haciendo cestos para vender por los pueblos de la zona y ahora, a sus 73 años, dice que va a dejarlo, que después de la pandemia las cosas no han mejorado, claro. “La gente no lo quiere”. Hay muchos materiales que se pueden usar para hacer un cesto –en Béjar (Salamanca) utilizan el castaño–, pero él prefiere los juncos del río. Antes bajaba a las orillas a por ellos, pero ahora los compra por encargo.

La memoria del trabajo también se perderá con Jesús Molero, cuarta generación de una familia que se dedica desde 1888 a la incrustación y el grabado del mueble. Le gustaría montar una escuela para que el oficio que le ha llevado a montar una iglesia en Tokio (Japón) no desaparezca.

Su trabajo es paciencia, diseño, precisión y delicadeza en el trato con la madera para que todo encaje. Hay un retrato de su padre en el estudio donde dibuja, pero no olvida que fue su madre, Estrella Sabador, quien le enseñó a grabar con el buril. De su padre, Víctor Molero, aprendió el tratamiento de la madera. Desde su taller en Peligros (Granada), ha trabajado para clientes de todo el mundo y le duele ver la falta de vocación en las nuevas generaciones de una de las pocas tareas a salvo de la manufactura industrial china.

Usa las mismas maderas que usaban sus antepasados: ébano, palosanto, caoba y nogal, y también el hueso. Junto a él trabaja su mujer, Ángeles Oscáriz, que hace las labores de ‘marketing’ y difusión: “La artesanía es un producto pero no es una industria”, dice para explicar por qué han estado trabajando más de dos años en un encargo de “una persona muy importante de Arabia Saudita”.

Ángeles Oscáriz no cree que su taller de grabado del mueble dure mucho más: “Hay un ritmo vertiginoso que acaba con todo”, asegura

La pandemia no ha tocado los cimientos del taller de Molero. “Hemos estado al 120%”. A Jesús le gusta decir que sus capacidades virtuosas se basan en la genética, en la investigación y en la habilidad. Pero quizá no sea suficiente para evitar el amargo final. Casi inevitable. ¿Por qué? “Porque la artesanía está basada en el buen trato de los materiales. Nadie los respeta más que un artesano. Hay un ritmo vertiginoso que acaba con todo, también con la intimidad: ya no se abren las puertas de la casa de uno, se recibe en otros lugares pero no en tu casa. La sociedad va hacia otro lugar”. Y en la explicación de Ángeles Oscáriz está la respuesta.