Con ceñido maillot de tonos rojo y negro, culote a juego, casco y bicicleta de carreras, un hombre de mediana edad que pedaleaba por la carretera de Guadarrama llegaba a la altura del acceso al antiguo Valle de los Caídos y empezó a vociferar. “¡Qué vergüenza, qué vergüenza!”, protestaba el dominguero en la mañana de lunes a cuenta de la exhumación de José Antonio Primo de Rivera, tras ver a los periodistas y agentes de Guardia Civil que esperaban a que culminase la operación que se desarrollaba en la basílica, a cinco kilómetros monte arriba. La voz del rodador fue una de las pocas que se escuchaban en Cuelgamuros, más allá de los gritos postreros de una decena de simpatizantes del fundador de la Falange a la salida del coche fúnebre.
Al otro lado de la carretera, en el campo, pastaban las vacas en una mañana soleada, ajenas al simbolismo que la exhumación de Primo de Rivera pudiese evocar en los españoles dispuestos a presentarse al amanecer en la Sierra de Guadarrama. Eran pocos, apenas una veintena, muchos menos que hace cuatro años, cuando salieron del valle los restos de Franco.
Eso no quiere decir que el acto no hubiese generado cierta expectación, como señalaba en la gasolinera, a unos kilómetros carretera abajo, el empleado de la caja registradora. “Ayer vino un montón de gente a preguntar cómo se podía entrar, pero está cerrado, no se puede. Los mandamos a Guadarrama”, decía, mientras una compañera desayunaba a un lado del mostrador criticando lo que entendía que es la “tontería” del Gobierno por decidir despojar al valle, en la medida de lo posible, de su función exaltadora de la victoria y represión franquista.
Los falangistas que se acercaban lo hacían a cuentagotas, tratando algunos de aparcar junto a la amplia señal de prohibido para fastidio de la Guardia Civil, que pedía la documentación a varios, entre ellos los ocupantes de un Opel Corsa de color azul, como sus camisas, que llevaban en el techo un adorno floral luctuoso. Se acercaba a saludar a los agentes también una patrulla de la policía local de Becerril de la Sierra, que se fue al poco. De vez en cuando aparecía algún coche, que se acercaba a la garita a pedir indicaciones. Había también quien bromeaba, gritando por la ventana “Queremos ir a misa”, como habían reclamado insistentemente y con indeseado efecto cómico algunos adictos a Franco hace cuatro años.
Minutos antes de las 12.30, otra decena de agentes del instituto armado bajaban la cuesta para delimitar el trayecto de los coches que saldrían de la iglesia de camino al cementerio de Carabanchel, donde la familia de Primo decidió trasladar los restos. Ha pasado la comitiva y los fascistas oficiales, enarbolando una tela con el rostro del interfecto, han gritado “José Antonio, presente”. Por una vez, fugazmente, la pretensión mística de la frase coincidía con la realidad terrenal, descontada la erosión. Alguien ha gritado también “viva la Guardia Civil”, pero esto no ha gustado a algunos puristas desplazados al lugar, que entienden que los de verde son demasiado dóciles con el poder constituido. “La hostia, no te jode, en fin”, refunfuñaba uno de los líderes.
Cámaras de televisión, funcionarios de las fuerzas de seguridad y público se dispersaban poco después. De camino al coche, dos hombres comentaban lo sucedido, dándose con un canto en los dientes: “Podía haber sido peor”.