Frente al mito extendido que asocia intencionadamente la violencia de género al acceso a ayudas económicas, la realidad es que la única diseñada a nivel estatal es una prestación que no ha acabado de despegar en los últimos 15 años. La puso en marcha la Ley Integral contra la Violencia de Género de 2004 y está pensada para mujeres de “difícil empleabilidad”, pero su aplicación es escasa: las comunidades solo han dado 8.325 desde 2006 hasta 2020. Son 555 al año de media, una cifra casi testimonial en comparación con las 1.708.679 denuncias interpuestas en ese periodo (142.390 de media) o con el número de víctimas que perciben la renta activa de inserción (RAI), que alcanzan las 30.000 anuales.
Las concesiones sí han ido incrementándose progresivamente desde su puesta en marcha. En 2019 se rebasaron por primera vez las mil ayudas, que volvieron a caer en el año de la pandemia, pero quienes trabajan directamente con las víctimas recalcan que es insuficiente y que hace falta una evaluación e incluso un rediseño. Lo lleva denunciando varios años la Federación de Mujeres Progresistas, para la que los datos “anecdóticos” de esta prestación “chocan” con la bolsa de víctimas “limitadas laboralmente por la violencia” y en difíciles situaciones económicas, explica María José Bueno, responsable del Área de Violencia de Género de la organización.
El Ministerio de Igualdad, por su parte, ha decidido incrementar en los Presupuestos Generales del Estado las transferencias a las comunidades para esta ayuda, que pasarán de los 5,2 millones de euros a los 8,5 en 2022 y que se suman a los fondos propios que pueden destinar las comunidades para este fin. Es “la ayuda que hay a nivel estatal”, por lo que “es necesario conocer qué está ocurriendo, cuáles son los obstáculos que existen y darle un impulso” para que deje de ser una prestación prácticamente inutilizada, remarca Bueno.
La prestación fue incluida en la ley aprobada en 2004, en concreto en su artículo 27, y está dirigida a víctimas de violencia de género cuyas rentas no superen el 75% del salario mínimo, 965 euros actualmente, y que debido a sus circunstancias o preparación tengan “especiales dificultades para conseguir un empleo”. Se dirigen a cualquier víctima, incluso aquellas que lo fueran antes de la entrada en vigor de la norma, pero, como para todos los derechos que despliega, las mujeres deben acreditar serlo a través de los mecanismos que establece la ley: sentencia, orden de protección, informe fiscal o informe de servicios sociales o médicos que así lo justifique.
Fuentes de Igualdad explican que el incremento en los PGE responde al “creciente volumen de solicitudes” tras hacerse compatibles en 2018 con otras similares autonómicas o locales y el aumento de potenciales beneficiarias derivado de la subida reciente del salario mínimo. El departamento dirigido por Irene Montero calcula, además, que “el repunte de casos de violencia de género” tras la pandemia unido “a la tasa de paro femenino y a las dificultades de empleabilidad” asociadas a la crisis “podrían determinar un aumento de solicitantes”. La subida también servirá para absorber un aumento de la cuantía que se le da a cada mujer en caso de que aumente el IPREM, el indicador con el que se calcula.
No hay datos oficiales sobre qué número de víctimas son susceptibles de recibirla, pero los casi dos millones de denuncias interpuestas desde 2006 dan una idea de su aplicación. Aun así, hay que tener en cuenta que hay mujeres que pueden denunciar más de una vez, y que la denuncia no siempre es equiparable a ser acreditada como víctima, además de que hay quienes nunca han denunciado pero sí pueden contar con un informe que avale que lo son y por lo tanto acceder a la prestación.
Se trata de un pago único de 2.711 euros, que se corresponden con seis meses de subsidio por desempleo y pueden incrementarse en función de si la mujer tiene “responsabilidades familiares” o una discapacidad igual o superior al 33%. En esos casos, y dependiendo de si se dan al mismo tiempo estas circunstancias, puede ascender a los 12, 18 o 24 meses de subsidio; siendo el máximo 10.846 euros.
De las 1.500 de Euskadi a las 174 de Madrid
Además de su infrautilización general, los datos recopilados por la Delegación del Gobierno contra la Violencia de Género revelan que su acceso es muy dispar entre comunidades autónomas: Euskadi, Galicia y la Comunidad Valenciana son las que más cantidad han otorgado, las únicas que superan las mil desde 2006; mientras que al otro lado hay territorios pequeños como Cantabria o La Rioja con 38 y 72 concesiones respectivamente, pero también otros con gran población: Catalunya, Madrid o Castilla-La Mancha no llegan a las 200 ayudas en total en los últimos 15 años.
Desde la Federación de Mujeres Progresistas apuntan entre los posibles motivos de la disparidad a que la norma abre la puerta a “una amplia interpretación” a la hora de evaluar los criterios. “No sabemos si en todos los territorios se está utilizando de la misma manera y para el mismo tipo de mujeres”, señala Bueno. O cuánto impulso se da desde las administraciones a la prestación. Por eso la organización, que trabaja directamente con las víctimas, pide una revisión de su aplicación.
La ayuda está pensada para mujeres de “difícil empleabilidad”, que se estima en base a varios requisitos, según el real decreto que la desarrolló: la edad, las circunstancias sociales y la preparación, un elemento que el texto equipara a los supuestos de “falta de escolarización” o “analfabetismo funcional”. Es ahí, en las restrictivas condiciones, donde puede encontrarse el cuello de botella, cree María Isabel Sánchez, secretaria general del Consejo General de Trabajadores Sociales.
“Para definir qué es eso de difícil empleabilidad, que es muy poco concreto, se tiene en cuenta un determinado perfil de mujeres con un nivel de instrucción bajo, sin experiencia y que tengan prácticamente imposible encontrar un trabajo. Incluso nosotras para tramitarla tenemos que hacer cábalas porque hay que tener cuidado de no perjudicarle a la hora de participar en los planes de empleo”, explica esta trabajadora social de Castilla-La Mancha.
Una “vuelta de tuerca” a la prestación
Son los servicios sociales o especializados de cada comunidad los que solicitan las ayudas y realizan un informe. Servirá de base a los servicios públicos de empleo, que son los que tienen la última palabra y determinan si una mujer es “difícilmente empleable”. Hay, como en todo tipo de prestaciones, un margen que tiene que ver con “la implicación” de los técnicos o con cuánto de “atados” están los informes, pero Sánchez cree necesario “darle una vuelta de tuerca” al diseño: “A veces se crean con perfiles que no se ajustan ya a la realidad. Han pasado muchos años y en su momento quizás tenía más sentido, pero ahora lo que más nos encontramos es a mujeres con muchas dificultades laborales pero no por difícil empleabilidad, sino por la situación del mercado de trabajo que hay en España”.
Según datos del informe Un empleo contra la violencia, de la Fundación Adecco, casi la mitad de las víctimas, un 47%, son desempleadas de larga duración. Y la Renta Activa de Inserción (RAI), una prestación no específica para las víctimas pero a la que también pueden acceder si están desempleadas y cumplen las condiciones económicas, cuenta con más beneficiarias: 30.000 al año.
Es incompatible recibirlas al mismo tiempo, pero esta última dura 11 meses, durante los que se perciben 451,92 euros, y después podría tramitarse la del artículo 27. “Las que más lo necesitan no entran en ningún sitio, no les puedes tramitar la RAI porque están trabajando a lo mejor a media jornada, pero en una situación muy precaria. No hay tantas ayudas y las que hay no sirven para estas situaciones”, concluye Sánchez.
Gráficos elaborados por Ana Ordaz