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EN PRIMERA PERSONA

Me conocen como la chica de las siete enfermedades raras, pero nunca he dejado de ser Noah

Noah Higón

Noah Higón Bellver

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Es difícil reducir nuestra vida, nuestros recuerdos, a un solo día, a un instante de fugacidad en donde todo cobra sentido o lo pierde. Mi nombre es Noah, y aunque me conocen como la chica de las siete enfermedades raras y del implante coclear, nunca he dejado de ser Noah. Aunque nací un 4 de agosto de 1998, volví a nacer un martes 13 de 2020, después de un coma inducido del que, según los médicos, había un 99% de posibilidades de que no saliese. Mi mundo se había silenciado, como se silenció también después de que, en octubre de ese mismo año, la medicación que tuve que tomar para hacer frente a la sepsis que sufrí me hiciera perder la audición de mi oído izquierdo.

Todo era un barullo inentendible. Una enfermedad, o varias, que apretaban, un alma agarrándose a la vida y, de fondo, yo. En aquel momento, la existencia tal y como la conocía ya no existía, se había disipado en esa inmediatez que marca el ahora, y tampoco podía reprocharle nada. Al fin y al cabo, el mundo estaba antes que yo aquí, y por ende a mí no me quedó más remedio que encontrar en esa burda quietud lo que perdí en el ruido. Hasta que rompí la barrera del silencio.

Todo en una UCI es relativo, hasta lo inabarcable. Allí las horas no importan, salvo cuando dejaban entrar a mamá. Ojalá las manecillas de aquel reloj que se divisaba desde mi cama se hubiesen parado en aquellos instantes de felicidad que en mi cavilar querían durar una eternidad. Pequeños lapsos de latidos descompasados en los que debes hacerte la heroína para que cuando ella salga por esa puerta siga pensando que su hija va ganándole la partida a la muerte, aunque en realidad sea la muerte la que está a punto de hacer jaque mate. Somos viejas amigas, de hecho nos tuteamos. Hace bastantes tachones en el calendario que le perdí el respeto, que dejé de temerla, y acepté que todo aquel que viene está abocado a irse. Ahora la miro con cierta altanería, por encima del hombro y con suma insolencia. Ahora que sé qué es morir es cuándo más quiero vivir.

Para poder explicarles mi vida necesitaría algo más que unas cuántas páginas. Tampoco les quiero aburrir con terminología médica que muchas veces ni ellos mismos son capaces de descifrar. Padezco el Síndrome de Ehlers Danlos y el Síndrome de Wilkie. El de May-Thurner y el de Raynaud. También el Síndrome del cascanueces, el de compresión vena cava inferior y gastroparesia.

Mi vida es la que es, un conglomerado de amaneceres que se ciernen sobre los cristales, un grito mudo, un desván de cicatrices, una tregua conmigo misma y una esperanza en ciernes pero marchita. Estoy tan en paz que ya solo queda la guerra conmigo, aunque hay días que ni tan siquiera eso. Podríamos decir que antes de todo tenía un pasado simple y un futuro imperfecto. Ahora vivo en el tiempo verbal en el que todos y cada uno de nosotros deberíamos hacerlo; en un presente continuo. Tengo, por suerte, aunque reniegue de ella, una habitación propia en la que poder lamerme las heridas, y he aprendido que no debo pedir la felicidad porque ya vivo en ella, tan solo que de vez en cuando la partida en la que siempre estoy imbuida con el dolor quede en tablas. Sé que vivo de prestado, en vilo en muchas ocasiones, pero pese a todo lo hago en voz alta, porque he comprendido que aquello a lo que llamaba destino no era más que lo que hacía de mi vida. En definitiva, no era más que mi vida.

Las balas que me disparé

Los recuerdos se agolpan en mi mente ya cansada de sufrir, así que algunos han decidido autoconfinarse. Y es que es posible que no haya más memoria que la que nos brindan las heridas. Hay días que me acuerdo de lo mucho que me costó quererme, del sinfín de balas que me disparé para ver si así podía aplacar el dolor del alma. Con el físico tan solo nos une ese hilo rojo que me recuerda que si la herida duele es porque sigue habiendo vida. Viví a pecho descubierto, a sonrisa perenne, a cuerpo amaestrado que sabe ya cuándo y dónde debe parar para purgar sus pecados. Viví y vivo encima de la raya, intentando que el equilibrio sea mi mejor aliado. Viví y vivo por y para la vida, aunque en muchas ocasiones renegase de ella.

Nunca construí una eternidad, por miedo a que el castillo de naipes que se forjaba ante mis ojos cayese ante el más mínimo movimiento de mi cuerpo en ese momento indefenso. Durante todo el periplo hospitalario que cargo en mi mochila he creído perderlo todo. A decir verdad, hubo un momento en el que sí lo perdí todo, incluso a mí misma. No hacía pie en ningún mar en calma, y cada ola que llegaba a la orilla arrastraba tantos sueños que en un momento decidí dejar de luchar por ellos. Fue con 17, aunque todo comenzó mucho antes.

A los 12 años vinieron las enfermedades, ellas siempre habían estado ahí, no fue fácil ponerles nombre y apellidos, brotaron una detrás de otra, sin previo aviso

Con 12 vinieron las enfermedades, aunque ellas siempre habían estado ahí. No fue fácil ponerles nombre y apellidos, brotaron una detrás de otra sin previo aviso, aunque siempre cargando su cartel de cerrado por derribo sobre mí. Vinieron los quirófanos, el malvivir, el madurar a golpe de gotero y el cambiar de verbo para pasar de vivir a tener que meramente sobrevivir. Vinieron las cicatrices, el habitar un nuevo cuerpo en el que cada paso por taller era como abrir una nueva grieta para que, aunque de pasada, el sol pudiese entrar en ella. Vinieron los reproches, los perdones, las preguntas y el por qué a mí. Vinieron las caídas, la morfina, el no querer vivir. Supongo que lo único bueno de tocar fondo es que ya no se puede caer más, y en esa disyuntiva que se me planteó a ciegas, elegí recoger todos los pedazos esparcidos por esa habitación propia y levantarlos de nuevo. Reconstruirme e intentar ser feliz.

Aprendí a no reprocharme nada, a mirar de frente al miedo, acunarlo cuando fuese necesario, y hacerlo partícipe de esta vida tan mía y ahora ya tan nuestra. Decidí que el dolor deber compartirse para que así los naufragios valgan la pena. Decidí ser Noah, y creer en el significado de mi nombre –que mamá escogió minuciosamente: larga vida– para que independientemente de lo largo del recorrido estuviese en paz con el pasado y a la vez con lo edificado en el presente.

Ahora mi lucha es el esqueleto de lo que muchos llaman futuro, la alegoría de lo imposible hecho factible. Ahora, con 23 años y unas cuantas hostias de más, sé cuál es mi verdadera patria y qué bandera debo enarbolar.

Ahora que parece que nos hayan borrado la sonrisa sacamos esa arma letal que es la risa del alma, la que no se marchita y florece día a día. Ahora que todo ha cambiado sigo siendo la misma alma pequeña que miraba a la vida como solo una kamikaze puede hacerlo: abriendo las ventanas de par en par, dejando así entrar aire nuevo aun siendo yo la vela que se consume en cada abrir y cerrar de ojos. Empeñé hasta mi cordura, y dejé de pensar que no era lo que nadie buscaba, sino lo que pocos tienen la suerte de encontrar; un alma vieja de niña que no pudo serlo, un abismo incontrolable, y unos puntos suspensivos de Sabina.

Ahora que defiendo lo único que conozco con uñas y dientes siento que esta lucha cobra sentido si ustedes hoy al leerme se dan de bruces con su sino. Si entienden que para acompañar en la lucha a veces solo hace falta el silencio y tumbarse en mitad de la vía, y es que siempre nos quedarán más trenes y sobre todo, más estaciones.

Ahora que ya me conocen siendo esa paraula viva (palabra viva) de Estellés, les emplazo a hacerlo con ustedes mismos. Todo habrá valido la pena si este domingo de febrero se replantean sus cimientos más primarios, si piensan en esos tres millones de almas que en nuestro país padecen enfermedades raras, al igual que yo, si por un instante mudan a la piel de su familia, amigos… si deciden frenar en seco, hacer un alto en el camino, mirar al de al lado a los ojos y poder llamarle compañero. Si hoy se perdonan, entonan el mea culpa y sacan su lado más humano cualquier viacrucis pasado o presente tendrá valor. Si hoy deciden reconciliarse con la vida están de suerte, han caído en el lado correcto de la historia.

Sin ciencia no hay futuro. Nuestras vidas están en manos de aquellos que encadenan contratos precarios, cuando su trabajo jamás debería ser tan volátil e itinerante

Si ustedes hoy están leyéndome es gracias a que la literatura, las palabras, me salvaron. Lo hicieron hasta cuando yo misma me daba la espalda. Soy de las que cree en la cultura como arma de construcción masiva, y es en esa cultura en donde debemos ampararnos cuando nuestro mundo se quede en ruinas.

Si han llegado hasta aquí entenderán que todo suma, incluso aquello que nunca sucedió. Si han llegado hasta aquí les invito a que reflexionen, a ser una sola voz que defienda nuestra sanidad con uñas y dientes, hoy les pido que sean ustedes los abanderados del cambio, que gritemos a los cuatro vientos que: “Sin ciencia no hay futuro”, y que nuestras vidas están en manos de aquellos que encadenan contratos precarios, cuando su trabajo jamás debería ser tan volátil e itinerante.

Si hoy ustedes después de leerme se van a la cama con la sensación de que cada día vivido es un día ganado a la vida y es restarle uno de vuelta, lo habrán entendido todo. Y ello querrá decir que, aunque yo no me considere escritora, tendré que seguir poniendo “pero no mucho”.

Noah Higón Bellver acaba de publicar el poemario De esperanza marchita (La Esfera de los Libros).

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