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El COVID-19 revela la cara más dura de la pobreza en una comunidad de Panamá
Melquis Amador, un joven robusto de 32 años, llega sudoroso a su casa en una empobrecida comunidad indígena de Panamá cargado de barras de aluminio y una bolsa llena de latas que recogió tras buscar durante dos horas entre la basura del principal vertedero de la capital panameña: desde que el COVID-19 llegó no encuentra trabajo y “hay que echar para adelante”.
La bolsa que carga a sus hombros está acompañada por una nube de moscas y el olor nauseabundo característico de los residuos que pasaron demasiadas horas bajo el ardiente sol de Panamá.
“Hoy no fue un buen día”, cuenta a Efe Amador, mientras separa los diferentes materiales para vender y sus hijos juegan a su alrededor, incluido Andrés, que padece una discapacidad.
“Allí arriba hay hasta 150 personas buscando en la basura”, explicó Amador, quien antes de la pandemia sobrevivía del trabajo informal, un sector que ocupa a cerca del 50 % de la población del país centroamericano.
Este viernes no ha encontrado comida para alimentar a su familia. Tampoco halló cobre, el material más preciado entre los moradores de Guna Nega, una comunidad indígena de 141 casas situada en las faldas del Cerro Patacón, el principal vertedero de la capital panameña.
En Guna Nega, donde las casas están construidas de chapa o madera y nadie tiene mascarillas, solo unos pocos vecinos conservan su trabajo desde que el 9 de marzo se confirmó el primer caso de COVID-19 en Panamá.
Ignacio Chanapi, de 36 años, se encarga de administrar la comunidad y desde hace mes y medio no recibe ingresos. Antes de la llegada del nuevo coronavirus, que ha matado ya a más de 220 personas en este país, trabajaba en un call center con el sueldo mínimo.
“Aquí viven hasta 15 familias por casa y hay 141 domicilios. El 80 % de los vecinos tienen que subir hasta el vertedero”, dijo a Efe Chanapi a la entrada de Guna Nega.
El Plan Panamá Solidario, que entrega casa por casa bonos de 80 dólares mensuales y bolsas con alimentos básicos no perecederos a la población más afectada por el confinamiento obligatorio para frenar el COVID-19, ayuda a los vecinos de Guna Nega dos veces al mes a afrontar la cuarentena.
Varios vecinos se quejan de que los productos de las bolsas no alcanzan para más de dos comidas y tampoco han recibido la nueva ayuda de los bonos sociales digitales de 80 dólares mensuales a través de la cédula para gastar en supermercados.
GUNA NEGA, DESPLAZADA POR EL VERTEDERO
Guna Nega, en la que residen gunas y emberás, dos etnias indígenas de Panamá, está a las faldas del vertedero Cerro Patacón y sus habitantes atraviesan una loma boscosa y empinada para llegar a la cima que corta bruscamente el paisaje: toneladas de basura forman montañas sin ningún tipo de vegetación.
La ampliación del vertedero los ha ido desplazando y la basura ya forma parte de la comunidad. Al menos 15 buitres rondan encima de Guna Nega, golpeada por un fuerte olor a desperdicios.
La gran cantidad de basura ha pasado factura al río que atraviesa la mitad de la barriada. Los niños cruzan el afluente con el equilibrio y la elegancia de quien solo se ha criado allí, pero sus pies tienen quemaduras y heridas infectadas por el agua contaminada.
Los habitantes de Guna Nega no tienen otra opción y ese río lleno de basura es su principal apoyo, pues allí lavan la ropa y varios utensilios.
SIN TRABAJO Y CON HIJOS DISCAPACITADOS
Melquis Amador y Mistimilia Tovar, quien pertenece a la etnia emberá, tienen una situación complicada durante la cuarentena: además de las dos gemelas de tres años y un bebé de ocho meses, tienen a Andrés, de 6 años, que padece de labio leporino y un problema de tendones en las piernas que le han pegado varios de sus pequeños dedos.
Andrés iba a ser operado en Estados Unidos, pero la pandemia interrumpió todo el proceso.
Cerca de Amador y Tovar vive el matrimonio de Wilson y Brisedia, ambos también emberá, con una situación similar: su hijo Ederson tiene ocho años y sufre epilepsia e hidrocefalia. El medicamento que acorta los episodios cuesta 64 dólares en la farmacia y su padre trabaja con la mitad del salario mínimo: unos 400 dólares.
Estas dos familias son solo un pequeño escaparate de lo que sucede en esta olvidada comunidad indígena, que solo está a 10 minutos en auto de la Ciudad de Panamá, la capital de uno de los países más desiguales del mundo.
Ana de León
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