La vida cotidiana en la guerra española: zumo de naranja y periódicos bajo las bombas
“Durante la última hora antes de la oscuridad, la Puerta del Sol bullía de gente. La experiencia demostraba que aquel era el lugar donde, a menudo, caían las primeras bombas, pero la gente estaba acostumbrada a ir y no pensaba dejar de hacerlo. Con terco orgullo de propietario, los madrileños se paseaban por su propia plaza, leían los periódicos de la tarde y bebían zumo de naranja, mientras los jóvenes se embestían con la mirada. Si la costumbre se cobraba vidas, que lo hiciera”. Así describía Nordahl Grieg cómo era el ambiente que se encontró en el kilómetro cero de la España republicana durante el largo y duro verano de 1937.
Han tenido que pasar 80 años para que los españoles podamos leer en castellano esta y otras muchas crónicas de nuestra guerra. Los relatos que Grieg escribió durante su estancia en los frentes de batalla y en ciudades como Madrid o Valencia fueron publicados en su país natal en noviembre de 1937. Ocho décadas después, gracias a una laboriosa operación de crowdfunding en la que han colaborado cerca de 200 mecenas, entre ellos una treintena de noruegos incluyendo el combativo sindicato de electricistas (Elogit), 'Verano español' llega a nuestro país en una edición bilingüe de la mano de la editorial Arqueología de Imágenes.
“En España Nordahl Grieg es un completo desconocido y, probablemente, muchos noruegos desconozcan también su viaje a España en plena guerra —afirma Aku Estebaranz, coordinador de la editorial—. Entendimos que publicar su obra en las dos lenguas no solo era un acto de justicia histórica, sino también un homenaje a Noruega y a la solidaridad entre los pueblos”. “Condensa los terribles acontecimientos de una guerra —resume Emilio Silva, prologuista del libro y presidente de la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica (ARMH)—. La vida cotidiana bajo las bombas, el miedo, la tristeza de los desplazados, la desesperación y también el deseo de seguir viviendo a pesar de la amenaza permanente de la muerte”. Sin duda en la sencillez y crudeza de sus descripciones radica el principal atractivo de la obra. Grieg nos traslada a ese verano de 1937 y nos permite acompañarle por las calles del Madrid asediado y por los refugios subterráneos en que la población de Valencia se guarecía de los bombardeos de la aviación italiana.
El periodista y escritor logra introducirse en el museo del Prado del que han sido sacadas todas sus obras de arte para protegerlas de las bombas: “Sin duda el edificio más vacío del mundo. Lo único que quedaba en las grandes salas eran los letreros sobre las puertas: El Greco, Velázquez, Goya…”. Es un Madrid sin fuentes ni estatuas: “Construcciones de ladrillos y sacos de arena albergaban ninfas de piedra y poetas de bronce, delicadamente protegidos. Los vivos paseaban por delante sin darle mayor importancia...”.
Una ciudad en plena línea de combate en la que trincheras y monumentos comparten algunas de las calles como en el barrio de San Antonio de la Florida: “A pocos metros de una trinchera había una pequeña iglesia semiderruida. Entramos, había allí unos frescos de Goya, el pintor que ha retratado la guerra del modo más amargo y salvaje… Una bomba había atravesado uno de los muros pintados, cascotes de colores se habían desplomado, cubriendo una placa metálica del suelo. Barrimos los añicos de los frescos, la inscripción decía que Goya estaba enterrado allí”.
La frustración del periodista e intelectual
Grieg refleja su frustración como periodista al sufrir las férreas normas de la censura de guerra. Las autoridades militares republicanas acribillan a los periodistas con partes de guerra poco creíbles y les impiden acercarse hasta los lugares en que se están desarrollando las principales batallas. Aún así, en más de una ocasión consigue sortear los controles para adentrarse en Brunete, El Escorial o la sierra de Guadarrama: “Llegamos a las primeras trincheras que habían tomado la víspera. Ya estaban tapadas, pero entre los terrones, por allí y por allá, asomaba una cara o una mano enlodada. El olor dulzón y nauseabundo de los cadáveres se extendía por el vibrante calor veraniego a lo largo de todas las líneas”.
Bajo los obuses, el periodista tiene ocasión de conocer a destacados oficiales republicanos como El Campesino, Enrique Líster y el mismísimo general Miaja que llega a lamentarse ante él por la obstinada negativa de los civiles madrileños a abandonar la ciudad. Allí también comparte dolor y miedo con los brigadistas internacionales noruegos, suecos y daneses que le piden explicaciones por la evidente falta de ayuda internacional: “Los países democráticos seguían manteniéndose neutrales. Los fascistas ayudaban a Franco. ¿Qué sentido tenía?”. Sin respuestas y viéndoles agotados, Grieg escribe: “Dentro de un par de horas seguirán su camino. ¿Hacia dónde? Quizá hacia el camión de los cadáveres, quizá hacia la victoria (…). Esas eran las dos alternativas de ese día, del día siguiente, de los meses venideros, tal vez de los próximos años”.
El verano español de Grieg coincidió con su participación en el II Congreso Internacional de escritores para la defensa de la Cultura que se celebró entre Madrid y Valencia. Allí coincidió, entre otros, con José Bergamín y con André Malraux, pero “no estaba el joven poeta Federico García Lorca, lo mataron al poco de que estallara la sublevación. Ramón J. Sender tampoco había podido acudir, vivía oculto en algún sitio con su hijo pequeño… habían matado a su esposa…”. Tras las sesiones y los discursos, el periodista describió muy gráficamente el malestar que sentía como intelectual cuando veía a los soldados marchar hacia el frente, luciendo las pequeñas placas metálicas que servirían para identificarles en caso de ser abatidos: “Malamente habíamos defendido la cultura con nuestras palabras y nuestras ideas, malamente habíamos hecho nuestro trabajo los hombres del espíritu, puesto que tenían que retomarlo extenuados mecánicos a pie de ametralladora”.
Nordahl Grieg nunca olvidaría su paso por España. Una y otra vez utilizó nuestro país como ejemplo del riesgo que el fascismo suponía para toda Europa. El tiempo le dio la tanto la razón que le acabó costando la vida. En diciembre de 1943 los nazis abatieron el avión de guerra británico con el que sobrevolaba Berlín para escribir una última crónica que nunca pudo llegar a publicar.