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Mujeres y medio rural: otra narrativa es posible

1. Las huellas

Nieva y no puedo quitarme la imagen de la hija que espera y coloca con mucho cuidado sus pies sobre las huellas que el padre ha dibujado con firmeza primero. Como aprendí, algunos trashumantes tienen esa costumbre de pisar sobre las huellas del que va primero para así evitar mojarse los pies. Luego el cuerpo buscaría el refugio entre la respiración caliente de las vacas, en ese círculo con forma de animal que cuando llega la noche mancha el suelo. La tierra, caliente y finita, daba tregua un rato a los caminantes.

Por costumbre, solemos aprender siempre del que nos precede. Y en la mayoría de los casos, los que nos van abriendo el camino, retirando el agua y apartando las zarzas de la vereda, son hombres. Yo lo reconozco. Soy tercera generación: mi abuelo era veterinario, mi padre es veterinario y yo, la primera nieta, hija y rama, también. Vengo de una familia que siempre ha estado ligada a la tierra y a la ganadería extensiva. Rodeada de alcornoques, encinas y olivos, algún huerto y muchos animales. De pequeña, siempre los admiraba a ellos, a los hombres, la voz de la casa. De hecho, quería ser uno de ellos. Odiaba los vestidos, la melena que mi madre se empeñaba en peinar y las muñecas. Yo quería ser fuerte, corría detrás del rebaño sin miedo y caía una y otra vez cuando me hacía la valiente sorteando las huellas, demasiado grandes para mi bici, que dejaban por un tiempo los tractores en los carriles. No, no. Los hombres de sangre y tierra nunca lloran, no tienen miedo, y siempre, siempre, siempre, saben lo que hay que hacer en todo momento.

2. Las manos

“Soy la hermana de un hijo único”, dijo en una ocasión la escritora portuguesa Agustina Bessa-Luís sobre su infancia. Y no puede ser más certero y a la vez tan doloroso. Así es la historia de nuestro país y de tantos: mujeres orbitando alrededor del astro de la casa, que callaban y dejaban hacer; fieles, pacientes, buenas madres, limpiando las tumbas y llenándose las manos de cal cada año, sabedoras de remedios, ceremonias y nanas; brujas, maestras, hermanas, hablando bajito entre ellas, convirtiéndose en cobijo y alimento; transformándose, con el paso de los años, en una habitación más, en una arteria inherente a la casa.

Pero, ¿quiénes son los que cuentan sus historias? ¿Quién se preocupa de rescatar a nuestras abuelas y madres de ese mundo al que las confinaron, en miniatura, convirtiéndolas solo en compañeras, apartándolas de nuestra narrativa, y reduciéndolas a un aspecto insignificante? ¿Quién escribe realmente sobre las manos que han cuidado nuestro medio rural?

3. Pepa

Hace poco, mi padre me contó una historia preciosa de mi familia que no conocía. Y tiene que ver con una mujer y con un árbol. Mi tatarabuela Pepa conocía muy bien todos los alcornoques y encinas de la tierra y, cuando supo que le quedaban pocos años de vida, ella ya no podía caminar ni valerse por sí misma, pidió que la llevaran en una especie de butaca a ver al alcornoque más viejo y más bonito que tenía. Ese año le sacaban el corcho, e intuía, de alguna manera, que ni ella ni el árbol sobrevivirían para ver la próxima saca.

Es curioso este lenguaje de manías y palabras que vamos tejiendo y haciendo poco a poco nuestras. Desde el verano, cada vez que voy a la casa de mis abuelos, hago fotos y grabo al limonero del patio, no sé todavía con qué sentido ni para qué, pero me encanta hacerlo. Mi padre dice que es un limonero cualquiera, pero me gusta inventar una narrativa entorno a sus ramas y sus pequeños habitantes. Hoy, en su arriate, ya había violetas. A mi abuela Teresa le encantaban. Las hemos cortado y las hemos dejado en agua, en el violetero de plata que tenía en el salón para ellas. Así, la casa se ha quedado hoy menos sola.

4. Hombres

Han tenido que pasar muchas cosas para conocer las historias de las mujeres de mi familia, para poder hurgar en ellas, reconocerme, sentirme orgullosa. Quizás, las hijas nos hemos despertado un poco tarde, pero al fin cuestionamos y reivindicamos, tomamos el relevo con la voz. Ahora, miro atrás y me doy cuenta, no puedo evitar sentir una sensación que no para de oscilar como un reloj de pared entre la rabia y la culpa. Qué extraño es preguntarse algo tan obvio. Lo importante que llegaba a casa, las alegrías y las proezas, las buenas noticias, siempre venían de la misma voz. Los libros entre los que crecí, todos esos apuntes y manuales de consulta con los que pasé tantas horas en la biblioteca, guías de animales y de aves, todas esas novelas, cuentos y poemas, todas, en su prácticamente totalidad, escritas por el mismo sexo. Todos aquellos a los que admiré y seguí: científicos, ecologistas, pensadores, veterinarios, pastores, agricultores, jornaleros, ganaderos, conservacionistas, divulgadores, todos ellos, todos, absolutamente todos, hombres.

5. Mujeres

Sé que esto que acabo de exponer ahora puede parecer demasiado obvio. Hace diez años, me aventuro incluso menos, no era así. Por suerte, pertenezco a una generación que brilla y que tiene una labor fundamental: rescatar a todas esas mujeres que han quedado apartadas a lo largo de los años, sin voz, como se dejan solos, sin remordimiento ninguno, a los muebles de algunas casas vacías junto a las polillas. Gracias a esta necesaria búsqueda incansable, estamos conociendo a científicas, escritoras, activistas, pensadoras… mujeres que se movieron y destacaron en un mundo de hombres pero por el hecho de ser mujeres, pasaron totalmente desapercibida. Afortunadamente, hoy, los papeles han cambiado: sus historias salen a la luz y se convierten en referentes, modelos a seguir y vidas que contar para las niñas de nuestros días. Es tan importante reconocerse para alguien que comienza, algo así como sentirse hermana de alguien que conoce, pero a la que siente como un engranaje fundamental de su historia, una pieza clave que la hará crecer día a día, una estela con la que poder continuar su propia narrativa.

6. La voz de la tierra

Queremos mujeres en todos los espacios. Que sean ellas las que cuenten, formen y construyan. Es algo normal de nuestro día a día. Nos enfadamos si notamos su ausencia en cualquier lugar o acto. Alzamos la voz, escribimos, nos manifestamos, celebramos. Yo, mujer que procede del medio rural y que trabaja en él, me vuelvo a sentir hoy como ese péndulo oscilante del que os hablé antes. Intento construir una casa, hablar del lugar del que vengo y en el que vivo, pero solo me encuentro con hombres.

Tropiezo una y otra vez con esa literatura que nos llama granjeros, que nos asocia siempre a la palabra vacía, que nos escribe desde el paternalismo y las grandes ciudades, que nos visita para reportajes graciosos de domingo, que usurpa la voz de los que se manchan las manos de tierra y habitan entre campiñas y montañas. Nuestro medio rural necesita otras manos que lo escriban, una que no pretenda rescatarla ni ubicarla. Una narrativa que descanse en las huellas, en aquellas de todas esas que se rompieron las alpargatas pisando, y que siguen solas, esperando que alguien comience a nombrarlas para existir.

Este texto fue publicado originalmente en el número Mujeres de la revista de eldiario.es.el número Mujeres de la revista de eldiario.es