Zahara es madre soltera. Creció en un entorno pobre en el barrio de Tetuán, una isla de rentas bajas entre los distritos acomodados del norte de Madrid. Trabaja desde los 13 años y, por la dificultad de conciliar empleo y familia y por nivel de estudios, no puede darles a sus dos hijos la educación que ella querría. Su situación y la de sus hijos no es rara. En España, el 32% de personas menores están en riesgo de pobreza o exclusión social, según datos de Eurostat. Números “escandalosos para la decimocuarta economía del mundo”, según Beatriz Sigüenza, directora de la Fundación Balia por la Infancia. De hecho, el último informe de Unicef, publicado a finales de 2022, sitúa a España en un desafortunado primer puesto: es el Estado miembro de la Unión Europea con más pobreza infantil.
La fundación que dirige Sigüenza ofrece apoyo educativo y educación emocional y en valores para llegar a esos lugares donde el sistema educativo, falto de recursos, no llega. “Les ofrecemos las oportunidades educativas que tendría un niño nacido en otro entorno [más favorecido]”, explica Carmen González Acedo, directora de comunicación de la ONG.
En Balia la pobreza tiene rostro de mujer –un tercio de las familias a las que ayudan las encabezan madres solteras– y se ceba con niñas y niños que han migrado o son migrantes de segunda generación. Salvo uno o dos por aula, el alumnado que acude a la fundación es racializado; la mayoría, de origen o ascendencia latinoamericana o árabe.
La racialización y el nivel socioeconómico forman una imagen que en estos centros llaman “perfil Balia” y por el que acaban derivados a la ONG. Dos tercios de las familias que cruzan el umbral de la fundación acuden por recomendación de sus respectivos colegios o institutos, frente a la proporción significativamente más baja que es derivada por servicios sociales (17%) o atraída por el boca a boca (7%).
“Al sistema educativo le faltan recursos para las situaciones especiales: por ejemplo, un niño con TEA, con retraso madurativo o que acaba de llegar de otro país”, detalla Sigüenza. Por ello, los propios centros públicos facilitan la labor de la ONG cediendo espacios. Así, a los siete locales alquilados en Madrid, Guadalajara y Sevilla se suman 58 aulas en colegios e institutos de titularidad pública.
Ya sea en locales o aulas cedidas, la brecha educativa se nota más entre menores migrantes de primera o segunda generación: “En casa no tienen el nivel académico para ayudarles y esa brecha no la cubre el colegio. Después, los centros a los que van son especies de guetos porque estamos en barrios desfavorecidos y quien tiene un poco más de dinero los lleva al concertado o se va del barrio. Así acabas con aulas en las que, de 20 niños, 15 van con retraso educativo”, subraya la directora de Balia.
Esto crea una situación que desde la educación pública no son capaces de abarcar. En un país con un 13,9 % de tasa de abandono escolar, los recursos económicos, ya limitantes de por sí, tienen consecuencias no materiales que también influyen. Así ocurre con las creencias que tienen menores que crecen en entornos de rentas bajas. Como están rodeados de personas que tuvieron que abandonar pronto los estudios, no se imaginan que su futuro pueda ser otro. Sigüenza lo ilustra con una anécdota: “Contratamos en la fundación a una profesora latinoamericana y cuando los alumnos la conocieron, cuestionaron su origen: ¿cómo iba a ser la educadora si en sus familias no tienen estudios?”.
Esta autopercepción también les condiciona, opina González Acedo, que asegura que muchas veces en su imaginario están más cerca de formar parte de una banda juvenil, mal llamada latina, que de convertirse en profesionales. Por eso, dice, en Balia intentan fomentar el sentimiento de pertenencia a la fundación: “Lo que quieren es tener un grupo de iguales; solo hay que darles una alternativa”. A unas pocas calles de uno de los locales de Balia, en el barrio madrileño de Tetúan, una pintada ilustra el entorno en el que se mueven los menores. “Págame la droga”, reza el asfalto.
El lastre de la pandemia
La covid llegó a España hace menos de cuatro años y se conjuga en pasado. La pandemia es un compartimento en nuestra historia vital con un inicio y final delimitados. Alguna broma para comentar lo mal que se pasó y lo bueno que es haber superado esa época. En la enseñanza, eran los días en que la falta de recursos de familias pobres pasó mayor factura. Zahara cuenta que se quedó sin trabajo, sin poder comprar comida, y que solo la ayuda de Balia, que les facilitó una tablet, permitió que sus hijos pudieran acceder a las clases, los libros digitales y, por tanto, la educación.
Aunque ya no copen titulares en los periódicos, los problemas derivados de la pandemia siguen haciéndose notar. Paula es educadora de Balia. Cuando habla con otras compañeras de profesión, la mayoría en la enseñanza pública, coinciden en una cosa: hay más violencia física y verbal en las aulas. “Hay más conflictos porque niñas y niños se han perdido parte de su desarrollo y no han aprendido habilidades sociales en la edad en la que normalmente lo harían. Eso provoca muchos roces”, asegura Paula.
Y, por supuesto, se nota el deterioro en salud mental, como explica Sigüenza: “Derivábamos a las niñas y niños a un despacho de psicología, pero el año pasado contratamos a dos profesionales para tener apoyo psicológico propio porque nos desbordamos con la pandemia. Antes teníamos una verbalización de intención suicida por año. Ahora tenemos una por semana”.
Su receta para mejorar el bienestar psíquico pasa por la educación emocional y el seguimiento de cerca gracias a las ratios bajas. “Tenemos grupos más reducidos y así se crean espacios seguros”, cuenta Sigüenza, que asegura que así han podido detectar casos de acoso escolar en los colegios e institutos de los que vienen. Paula, la educadora, concuerda: “Tenemos pocos alumnos, así que podemos hacer un seguimiento de su salud mental muy cercano a raíz del vínculo profe-estudiante”. A mitad de esta frase, en su aula, una niña se acerca y le da un abrazo. Paula se ríe como diciendo “¿Ves de lo que te hablo?”.
Una tarde en Balia
Tres mujeres se juntan un día de 2001. Quieren ayudar a las familias desfavorecidas que no pueden atender bien a sus criaturas por las tardes. Así que fundan Balia en el barrio de Tetúan, una de las zonas más pobres de la capital. Se expandirán a Guadalajara en 2012 y a Sevilla en 2014, siempre con los mismos tres pilares: apoyo escolar, educación emocional y en valores.
Suena el timbre por la tarde y más de 3.000 personas caminan desde sus centros educativos hasta las aulas de la fundación Balia. De estas, 1.598 acuden a programas de infancia y 1.700, a los de adolescencia y juventud. “Siempre, lo primero es preguntarles cómo se encuentran y cómo se sienten”, dice González Acedo, que explica el horario que tienen las personas menores de 13 años en Balia: tres horas repartidas entre apoyo escolar y actividades.
Las últimas horas del día las ocupan en tareas de inteligencia emocional, autodescubrimiento o educación en valores y hábitos saludables. La directora de comunicación de Balia pone algunos ejemplos: “Crean su propia papelera de reciclaje para desarrollar conciencia medioambiental o colorean la cara del 'monstruo de los colores' para aprender a identificar y nombrar sus emociones”. O tareas más demandantes para fomentar la autonomía en adolescentes: “Creamos grupos para que compren la merienda, de forma que tienen que trabajar en conjunto, manejar un presupuesto y crear un menú nutricionalmente adecuado”. “Buscamos que se conviertan en personas responsables, con inquietudes y con ganas de ayudar a los demás”, remata.