Durante casi un año, todos los medios españoles, cada tarde de lunes a viernes, han dado un parte: la incidencia acumulada a 14 días de COVID-19. Esto es, cuántos casos notificados ha habido las últimas dos semanas por cada 100.000 habitantes. Un indicador epidemiológico muy técnico, que se usa para otras muchas enfermedades infecciosas como la gripe, que la población ha entendido y al que se ha habituado. En junio de 2020 marcaba 8 casos; rozó los 900 en enero, en plena tercera ola, la más letal en cuanto a fallecidos después de la devastación de la primera. En primavera ha llegado la vacunación casi masiva, y el sistema sanitario y sus profesionales han conseguido tener a prácticamente el 100% de los mayores de 80 años, los que más riesgo corren de sufrir la COVID-19 grave y de morir, vacunados. Por eso en la cuarta ola, entre marzo y abril, algo cambió. La incidencia creció pero no se descontroló como antes, no llegó a los 250, ni significó lo mismo en vidas perdidas. Los técnicos de salud pública, y la ciudadanía, deberán reinterpretar este indicador para el coronavirus. Sigue siendo útil, pero de otra forma.
“Antes era un indicador para tomar medidas restrictivas, ahora, cada vez será menos para eso, porque cada vez tendremos menos medidas más allá de las de prevención individual. Pero sigue siendo importante porque nos dirá, por ejemplo, la velocidad a la que se transmite el virus: si hay mucha población que ya no es susceptible pero alta incidencia, habrá que ver que está pasando, o si nos dice algo sobre escapes de los efectos de las vacunas”. Lo resume así Ildefonso Hernández, portavoz de la Sociedad Española de Salud Pública y Administración Sanitaria (SESPAS). Hasta ahora, se tenían en cuenta parámetros hospitalarios, pero 250 de incidencia, por ejemplo, se identificaba con que un territorio entraba en riesgo extremo de contagio, con unas acciones asociadas que ponían en marcha las comunidades. Es así según el documento de actuaciones coordinadas de respuesta a la pandemia, de octubre. El portavoz del Ministerio de Sanidad, Fernando Simón, avanzó que habría que meterle algún cambio que contemplase el factor de la vacunación para levantar medidas como el uso de mascarillas en exteriores, para que no solo se tuviese en cuenta la incidencia. Este lunes, Simón señalaba que “deberíamos, progresivamente, en pocas semanas, dejar ya de pensar tanto en la incidencia y tener bien claro que hay que conseguir unas coberturas muy altas de vacunación”.
Pedro Gullón, médico coautor del libro Epidemiocracia y miembro de la Sociedad Española de Epidemiología (SEE), explica lo mismo que Hernández: el valor principal a partir de ahora de la incidencia acumulada será “entender si la transmisión aumenta o desciende, no tanto el número absoluto, sino los cambios de tendencia” para estar alerta. Gullón comenta que, de hecho, estamos usando mal la incidencia acumulada todo el tiempo: “Normalmente se calcula con la cantidad de gente susceptible. La metodología no es del todo correcta directamente” si no eliminamos a gente que lo ha pasado recientemente ya o que está vacunada.
Una lógica que cambia ahora
Durante toda la pandemia, la lógica de los datos de cada ola ha seguido la misma línea: primero aumentaban los contagios, luego las hospitalizaciones, luego los ingresos en UCI, y luego los fallecimientos. Y al revés: cuando bajaban los casos, lo último en caer eran las muertes. Es así por la propia lógica del virus: la gente se infecta y, si ocurre, fallece alrededor de 3 ó 4 semanas después de media, previo paso por el hospital. Con el efecto de la vacunación, esa correlación deja de ser tan directa, porque mucha más proporción de casos son casos leves puesto que se dan en gente más joven. Si un vacunado se contagia, también cursa en principio la enfermedad sin complicaciones. Eso es lo que se vio en la cuarta ola, en la que la curva de defunciones no fue por primera vez pareja a la de positivos, y no llegó a crecer en España.
Este factor lo recuerda Mario Fontán, ex presidente de la plataforma ARES, que reúne a médicos MIR de medicina preventiva como él: “Ya no se correlaciona la incidencia, hospitalización, UCI y mortalidad tan clara y es por la protección de las vacunas con los más vulnerables”. Quizá por eso, dice, lo que nos valdrá más para medir la situación es la saturación hospitalaria, “no olvidemos que es una burrada tener los hospitales con un 20% de ocupación COVID. Aunque no haya colapso, hay que descongestionar para atender otras patologías”.
Pero el indicador de la incidencia acumulada no tendrá rebote en hospitales pero sí en Atención Primaria, señala Fontán: “Los enfermos leves seguirán necesitando ser atendidos y diagnosticados, parte del sistema se colapsa igual”. Además de eso, su vaticinio es que, “progresivamente”, nos moveremos “de números macro”, como lo es la incidencia, o la ocupación de camas, a “números micro”, esto es, “con los que tendremos que afinar dónde se está produciendo la circulación del virus”. Por ejemplo, fijarse “en qué edades, colectivos, contextos hay ahora contagios. Si hay escenarios donde se suceden los supercontagios, con factores de más riesgo donde trabaje gente vulnerable que no haya podido acceder a la vacunación, o factores de riesgo de ciertas poblaciones a que las vacunas no sean suficientemente efectivas”.
El reto será trasladar bien todo esto a la opinión pública. “Lo tenemos por delante en comunicación en salud pública”, apunta Ildefonso Hernández. Habrá que hacer “pedagogía de lo que se puede hacer y no en privado, de qué pasa si se juntan personas vacunadas y no. Esto es todo lo que hay que replantear con la campaña de vacunación”.