Hace unas semanas llegó un nuevo preso a la cárcel Sevilla I, en Mairena del Alcor. Decía sufrir tuberculosis. También explicó que había dejado la medicación 15 días antes, aunque no aclaró si por prescripción médica o por decisión propia. Ante la incertidumbre, los médicos de la prisión le pusieron en aislamiento respiratorio preventivo y contactaron con el centro y con el sanitario que le había tratado en libertad. Fue la única forma de no correr riesgos de contagio.
El episodio muestra las dificultades por las que pasan los 312 médicos que trabajan en las cárceles españolas, relata Antonio López Burgos, uno de los doctores de la prisión sevillana y hasta hace unos días, presidente de la Sociedad Española de Sanidad Penitenciaria (SESP). Para estos profesionales, la solución está muy clara: “Hay que conectar los servicios sanitarios de las cárceles con los sistemas de salud autonómicos”.
A excepción de Cataluña, con competencias propias, las prisiones –incluidas sus enfermerías y profesionales sanitarios– dependen de Instituciones Penitenciarias, del Ministerio del Interior. La organización del sistema se enmaraña si tenemos en cuenta que la atención sanitaria que se ofrece en las prisiones es básica: el 99% de sus médicos son de medicina familiar.
Por tanto, si el reo necesita atención especializada, hay dos opciones. En algunos casos, la cárcel contrata a un profesional que pasa consulta periódicamente entre rejas, algo “no operativo, insuficiente”, según López Burgos. Así, con más frecuencia de la deseable, los presos con situaciones más complejas deben salir de la cárcel para ser atendidos por el especialista, con el dispositivo de seguridad y el trastorno que ello comporta a los hospitales y a los propios presos.
Hace tres años, Euskadi asumió la gestión de la sanidad en las cárceles de su territorio y la integró en su sistema de salud, Osakidetza. Catalunya ha hecho lo mismo. En el resto de España, la atención sanitaria en las cárceles sigue estando aislada. Ya han pasado 11 años desde que la Ley de Cohesión y Calidad del Sistema Nacional de Salud diera un plazo de 18 meses para que las autonomías integraran en sus sistemas de salud la atención a los presos, pero la disputa por quién asume determinados gastos de la integración bloquea el traspaso de competencias.
“Tenemos la sensación no solo de que estamos parados sino que se está yendo al traste. A raíz de la crisis, la actual Administración resuelve a base de recortes. Tenemos problemas con la atención a la salud mental, pero no es contagioso, entonces no preocupa, porque tenemos menos incidencia de VIH y hepatitis C que décadas atrás. Así, como hemos dejado de ser un problema de salud ambiental comunitaria, estamos en un continuo invierno”, denuncia López Burgos.
De los cerca de 70.000 reclusos que hay en las cárceles, el 22,4% tiene hepatitis C y el 6,3%, VIH. Los trastornos mentales son la patología más frecuente: la padece el 40% de los presos. La incidencia de estas enfermedades es muy superior entre rejas que en libertad.
Falta de coordinación
“La atención es deficiente”, coincide Marcelino López, miembro de la Asociación Española de Neuropsiquiatría (AEN). “Hay poca coordinación entre la sanidad de prisiones y los servicios de salud mental de las comunidades autónomas”, explica. Además de psiquiatra, López es sociólogo de Faisén, una fundación de la Junta de Andalucía que vela por la integración social de las personas con enfermedad mental. “Necesitamos buscar estructuras que permitan dar salida a las necesidades de control social y de asistencia sanitaria de los presos”, insiste.
Como destaca la SESP, integrar ambos sistemas supondría que los médicos de las prisiones tendrían acceso al historial médico y se acabaría con la dinámica de tener que preguntar al reo qué pastillas toma, contar con que su familia conoce los detalles y así lo comunica en la prisión y, en última instancia, enterarse de a qué centro u hospital acudía y qué profesional llevaba su historia clínica. “Es importante que no se rompa la continuidad asistencial al paciente”, insiste López Burgos, que recuerda que la prisión es un sitio de paso. “La gente vuelve a salir a la calle, formamos parte de una comunidad”, defiende.
La experiencia en Euskadi, aunque relativamente reciente, ya ha demostrado otras mejoras, tal y como se expuso en el X Congreso nacional de la SESP, celebrado hace dos semanas en Barcelona. Se han reducido las salidas de los reos y en el caso de que haya sido necesario, se han podido establecer teleconferencias con los hospitales para coordinar las agendas. Del mismo modo, se han aplicado los mismos protocolos de atención al paciente dentro de las tres cárceles vascas, como el control de la tensión, de la diabetes etc. A todo esto hay que añadir que los médicos de las prisiones de Euskadi acceden a los resultados de las analíticas vía on line.
“En el resto de España, los recibimos por correo o por fax y muchas veces se pierden los resultados”, denuncia López Burgos. Dentro de las prisiones no hay conexión a internet. Hay ordenadores pero solo intranet, por motivos de seguridad, explica.
Mejoras en la atención psicosocial
Alicia Abad, psicóloga de la ONG Intress, sí ve avances en la atención a la salud mental de los presos. “El punto de vista de un sanitario no es el mismo que el psicosocial; nosotros sí hemos vivido avances”, explica. Abad lleva más de una década trabajando con presos gracias a convenios entre Instituciones Penitenciarias y la entidad para la que trabaja. De hecho, formó parte del programa en la cárcel de Navalcarnero (Madrid) que en 2007 obtuvo un reconocimiento de la OMS como buena práctica.
Abad explica que, más allá del tratamiento farmacológico y el seguimiento médico de los presos, en las cárceles se trabaja la parte psicosocial. Es decir, se les ayuda a recuperar su autoestima, a saberse autocuidar, a disfrutar de su tiempo libre y de su ocio. Y en este sentido, Abad explica que sí se han dado pasos. En 2009, tomando como modelo su programa de trabajo, se creó el conocido como PAIEM, un programa marco de atención a presos con enfermedad mental que estableció protocolos y grupos de trabajo multidisciplinares: al menos un médico, un psicólogo, una trabajadora social y un educador de prisiones.
El programa ya se aplica, en mayor o menor grado, en las 68 cárceles dependientes de Interior. “Ha supuesto un avance tremendo, porque implica que aparte del seguimiento sanitario, la persona tenga una evaluación y un tratamiento psicosocial”, insiste. Los resultados “se notan”, asegura. Los reos participan en talleres, cursos e iniciativas que les hacen prepararse para rehacer su vida cuando recobren la libertad.