Si le preguntas a una niña lo que quiere ser de mayor jamás te contestará limpiadora. Ganarse la vida limpiando lo que otros ensucian no es el sueño de nadie. Tocará hacerlo a regañadientes, cuando no queda otra, cuando la edad, la salud o la miseria te han echado del sistema.
Hay algo que se rompe adentro la primera vez que metes la mano en un váter ajeno. La soberbia, básicamente. Trabajar de limpiadora ha sido la cura de humildad más grande de mi vida. He limpiado lámparas de caireles, estatuas de Tuset, habitaciones de hotel y baños de camioneros. La España de principios del siglo XXI era un festín y miles de inmigrantes vinimos a sobrevivir de las migajas que caían del convite. Los trabajos en sectores primarios eran los únicos a los que acceder sin papeles. Tocó aprender a limpiar, porque no es lo mismo que en casa. En Latinoamérica llamamos de forma diferente a las herramientas en cada país, así que ni siquiera entendía de lo que me estaban hablando. “Aclara el mocho” fue una de las primeras consignas. En Argentina “mocho” es cabeza así que deduje que me estaban llamando tonta y casi contesté una barbaridad.
Hubo mujeres increíbles que con toda la paciencia del mundo me explicaron las tareas básicas, que me palmearon la espalda y felicitaron cuando conseguía hacer la faena. Mujeres que me pusieron paños helados en las muñecas para bajar rápido los golpes de calor, mujeres que aceptaban un destino de lesiones crónicas con resignación.
Recuerdo a la señora María, mi primera patrona, que me invitaba a té con galletas cuando acababa de limpiar y me contaba las historias de la postguerra. De cuando sus padres la mandaron a servir a una casa de ricos con 7 años porque no tenían para darle de comer. Era una buena mujer que me daba propina “para comprar dulces a tus niños”. Yo tragaba las galletas y la tristeza al comprobar que el primer mundo no era lo que imaginaba. Tampoco olvidaré a la señora Enriqueta, que me hacía limpiar de rodillas con un cepillo de dientes los zócalos de su casa, trabajar todos los festivos y lavar la ropa delicada a mano en el agua que quedaba en la bañera después de su baño. Las limpiadoras pueden ser la delicia de los déspotas.
Si trabajas en oficinas nadie sabe tu nombre ni te cuentan a la hora de repartir el pastel de cumpleaños. Eres “la de la limpieza”, la sospechosa habitual, la que se observa con menos aprecio que a una mascota. Una compañera imprescindible, necesaria pero invisible.
Hay tantas carreras universitarias que han pagado manos cuarteadas por la lejía, tantos niños con plato de comida caliente gracias a una madre que está a miles de kilómetros partiéndose la espalda, tantos abuelos que tienen un rato de compañía.
También me tocó limpiar las naves del Imperio de Amancio con sus 63 baños por almacén, subir a las oficinas a repasar 500 metros cuadrados de escritorios. Y hay algo común a todos: las fotos de los seres queridos. En cada escritorio, en cada máquina de coser, en cada rincón privado hay imágenes de lo importante: niños que sonríen, mascotas disfrazadas y notas de amor. Las mismas que llevaba en mi móvil, lo único que me dejaban entrar porque los bolsos están prohibidos al personal de limpieza.
He visto a mujeres salir llorando después de diez horas en un hotel y volver al otro día con la sonrisa puesta y los bolsillos llenos de analgésicos. A Puri, que después de 15 años como auxiliar geriátrica limpia porque ya no le da el corazón para tanta muerte, vaciar las papeleras de la sección de diseño gráfico y alegrarse porque “estos chavales están comiendo fruta”. A Silvia, que logró escapar de un marido que la molía a palos y mantiene a su hija haciendo doble turno. A Tere, que prefiere trabajar en el turno de noche para llegar a los mil euros y evitar las miradas denigrantes de becarios que cobran la mitad de su sueldo.
Ninguneadas, ignoradas y a plena precariedad, miles de mujeres se levantan cada día a poner orden. Detrás de ellas hay historias que quitarían el sueño a muchos. Se merecen el respeto y la admiración que pocos les daremos.
En Argentina la limpieza es un trabajo de personas pobres, marginales. Por eso mi madre nunca le contó a nadie que en España me gané la vida limpiando. Cómo iba a explicar que su hija que había ido a la universidad, que había trabajado en una multinacional, que sabía idiomas, limpiaba baños para comer. Era el colmo de los fracasos. Nunca un fracaso me enseñó tanto sobre la sociedad. Quien limpia sabe lo que comes, lo que escondes, lo que sueñas, lo que te enorgullece.
En un mundo más lógico habría una señora de la limpieza en los estudios de arquitectura, en los proyectos de diseño y en los talleres pedagógicos de los institutos. Ellas saben del después, del uso, del desgaste y de volver a empezar cuando se ha perdido la esperanza.