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El asesinato de monseñor Romero: un agujero de cinco milímetro
“Aquella tarde que estuvo en mi casa me dijo: 'Las cosas están muy mal en El Salvador. Quieren matarme. Pero no creo que lleguen a tanto. Lo que te aseguro es que no callaré'. Yo me limité a darle un abrazo y sentir vergüenza”, recuerda tres décadas después Pedro Miguel Lamet. Esa conversación entre el escritor jesuita (que entonces dirigía la revista Vida Nueva) con Ignacio Ellacuría tuvo lugar en Madrid tres días antes de que un grupo de paramilitares lo acribillara a balazos.
Ellacuría le había propuesto a Lamet crear una facultad de Comunicación en El Salvador. Pero el madrileño no se atrevió. “¡Regresó a El Salvador al día siguiente sabiendo que seguramente lo iban a matar! Al fin y al cabo mis riesgos eran sólo de papel y tinta, de que acabaran borrándome, como sucedió después, durante algún tiempo de los medios. Pero él fue asesinado. Yo aquí sigo, vivo y coleando”, lamenta el escritor.
El 16 de noviembre de 1989, poco después de regresar a El Salvador, un grupo de paramilitares entraba, de madrugada, en la sede de la Universidad Católica Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), de la cual Ellacuría era rector. “Vamos a matar a curas, no tienen armas”, se cuenta que dijo uno de los soldados antes de llenar de plomo los cuerpos de Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Ignacio Martín-Baró, Amando López, Juan Ramón Moreno y Joaquín López. La mala suerte –o la violencia irracional– hizo que los asesinos se toparan también con Elba Ramos, la cocinera, y su hija Celina. También fueron acribilladas. Las crónicas de la época reproducen el relato de testigos que cuentan que algunas de las víctimas fueron sacadas a rastras de la residencia del rector y asesinadas a palos. Otras, a balazos.
Treinta años después, y aunque algunos de los responsables de la matanza fueron condenados –otros amnistiados en 1993 por una ley que se anuló en 2016–, los auténticos culpables de estos asesinatos nunca pisaron la cárcel. Igual que los que, nueve años antes, mataron a monseñor Romero.
“A Ellacuría y a sus compañeros los mató el Estado Mayor de mi país”, asegura el novelista Jorge Galán, autor de Noviembre (Tusquets), una crónica novelada que relata la investigación posterior de los asesinatos. “Emilio Ponce, Cepeda, Bustillo, Inocente Orlando Montano, entre algunos. Pero participó mucha gente más. Y de todos es sabido que Richard Chedester, de la CIA, estaba en esas oficinas del Estado Mayor”.
Uno de ellos está en prisión preventiva en nuestro país. La Audiencia Nacional debe decidir, en breve, si lo mantiene en prisión para enjuiciarlo o, por el contrario, lo deja en libertad. La Fiscalía pide para Inocente Orlando Montano 150 años de prisión por su responsabilidad en la matanza. Él era entonces viceministro de Seguridad Pública de El Salvador y un hombre clave en el ejército salvadoreño, que tenía una clara animadversión hacia los jesuitas, a los que acusaban de tener conexiones terroristas.
Ellacuría era uno de los representantes más importantes de la teología de la liberación en un momento convulso en Centroamérica. Mantenía una férrea defensa pública de los derechos de los pobres y una posición a favor del diálogo entre los gobiernos de la región y las diferentes guerrillas.
Cuando mataron a Ellacuría y sus compañeros de universidad, uno de ellos, el vasco Jon Sobrino, se libró de milagro por estar fuera de El Salvador. Desde entonces, todos los años, escribe una 'Carta a Ellacu', como un modo de hacerse perdonar el “no haber sido un mártir”. “Los mataron porque analizaron la realidad y sus causas con objetividad. Dijeron la verdad del país con sus publicaciones y declaraciones públicas. Desenmascararon la mentira y practicaron la denuncia profética. Por ser conciencia crítica de una sociedad de pecado y conciencia creativa de una sociedad distinta, la utopía del reino de Dios entre los pobres. ¡Y eso no se perdona!”, clama Sobrino.
El jesuita los llama mártires, y también Francisco, el primer Papa jesuita de la historia. La pasada semana, durante un encuentro con la Compañía de Jesús, Francisco habló explícitamente de “martirio”. “Celebramos este año el 30 aniversario del martirio de los jesuitas de la Universidad Centroamericana de El Salvador, que tanto dolor causó a Peter Kolvenbach –XXIX General de la Compañía de Jesús– y que lo movió a pedir la ayuda de jesuitas en toda la Compañía. Muchos respondieron generosamente. La vida y la muerte de los mártires son un aliento en nuestro servicio a los últimos”.
Si el Papa los declara mártires, el paso siguiente es su beatificación. ¿Serán beatos Ellacuría y los suyos? ¿También las dos mujeres? Por el momento, ni siquiera existe una causa de beatificación abierta por parte de la Compañía de Jesús. Su postulador, el profesor español Pascual Cebollada, sí está trabajando arduamente para lograr, en los próximos meses, la beatificación de Rutilio Grande, otro jesuita asesinado en El Salvador en 1977, tres años antes del martirio de monseñor Romero.
Con los jesuitas de la UCA, el problema durante años –durante los años de plomo de Juan Pablo II-– está en su cercanía a las ideas de la izquierda latinoamericana y la Teología de la Liberación. “Era un hombre de compasión y misericordia, y por eso lo mataron”, sostiene el teólogo Juan José Tamayo, uno de los mayores conocedores de la teología y la praxis de Ellacuría.
Antes de visitar a Lamet, tres días antes de su muerte, Ellacuría dio una clase en la Universidad Pontificia Comillas, el templo universitario de los jesuitas en Madrid. “Se sabían amenazados, pero no imaginaban que unos días después serían asesinados. 30 años después estamos muchos sumándonos a este momento de conmemoración. Hoy queremos dejarnos interpelar por su testimonio y legado”, relata su rector, Julio L. Martínez. “Ellos son símbolo martirial del pueblo salvadoreño, con miles de muertos en esa guerra civil, en la que fue también asesinado en 1977 Rutilio Grande y Monseñor Romero en 1980”. Treinta años después, y después de que Francisco desbloqueara sus procesos, Romero está canonizado, y Rutilio está a punto de ser beato.
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