El cadáver más viajero de la monarquía española dormía junto a Juana la Loca cada noche

El cadáver viajó más que muchos vivos. Cruzó caminos, atravesó pueblos y se detuvo en iglesias, patios y conventos con una regularidad casi burocrática. Todo con su séquito detrás, antorchas encendidas, curas murmurando salmos y una reina obsesionada.
Durante años, Felipe El Hermoso protagonizó un tour fúnebre por Castilla, sin dar ni una sola señal de estar dispuesto a descansar en paz. Esa idea tan insólita, tan macabramente absurda, marcó uno de los episodios más extravagantes de la monarquía española. Y la ruta, con féretro incluido, no fue precisamente directa.
Un larga itinerario fúnebre con destino Granada
Primero fueron los obstáculos clericales: los prelados se negaban a autorizar el traslado del cuerpo a Granada, como quería la reina Juana I de Castilla. Aquello no le sentó bien. Exigió que abrieran el féretro en Miraflores, y al comprobar que su esposo seguía ahí dentro —pese a la peste, el tiempo y los rumores de robo—, ordenó salir con él, sin esperar más.
Empezó entonces un viaje que reunía duelo, política y una logística propia de una gira real... para un muerto. Por si faltaba detalle, Juana I estaba embarazada de ocho meses cuando decidió lanzarse a los caminos con el cadáver. Las noches se convirtieron en aliadas. Según algunos cronistas, ella misma explicó por qué: “No le sienta bien a una viuda andar por los caminos a la luz del día, pues la gente no ha de verla”.

Lo que empezó siendo una salida estratégica de Burgos, aprovechando la confusión provocada por la peste, acabó siendo una procesión inverosímil, plagada de velas que no se mantenían encendidas y caballeros exhaustos. Cabia, Torquemada, Hornillos, Tórtoles, Arcos… cada parada sumaba kilómetros y leyenda al insólito itinerario.
En Torquemada, la comitiva hizo un alto que duró semanas. Juana no pudo más. Dio a luz a su hija Catalina, mientras el cardenal Francisco Cisneros se instalaba con sus tropas y el cortejo dejaba de moverse. Y cuando parecía que la reina volvería a recuperar el control, llegaron los intentos de su padre por frenar la marcha a toda costa.
La reina, sin embargo, insistía: Felipe debía descansar en Granada, como él había indicado en su testamento. Lo demás no le importaba. La política era un ruido molesto en su obsesión.
Cada noche, el féretro bajo vigilancia
La leyenda creció con detalles tan inverosímiles como la negativa a dormir donde hubiese monjas. Se dijo que temía que aquellas mujeres, al ver el cadáver tan apuesto, sucumbieran a la tentación. Pero la realidad era más sencilla: no había sitio para su escolta.
En todo caso, Juana prefería moverse con el féretro a cuestas antes que dejarlo una noche bajo techo ajeno. Así, cada nueva etapa del viaje exigía comprobar, antes de partir, que el cuerpo seguía ahí, en su sitio, aunque ya no quedase rastro reconocible de él.

La ruta fue alargándose sin fin. En Arcos, la reina se aferró a los restos de su marido con tal fuerza que rechazó moverse sin ellos. Ni siquiera la llegada de su padre consiguió persuadirla. Solo aceptó trasladarse si el ataúd iba con ella. Así se produjo la última gran travesía, camino de Tordesillas, en pleno febrero, de madrugada, con cuatro caballos tirando del coche mortuorio entre antorchas titilantes.
Fue el final de una procesión insólita que había empezado tres años antes. Felipe I, que no brilló en vida como rey, consiguió en muerte lo que pocos: convertirse en protagonista absoluto durante más tiempo del que duró su reinado.
Y todo porque una reina, humillada por todos —incluido él—, se empeñó en cumplir la última voluntad del hombre que jamás la amó.
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