Tras el confinamiento, la ola
En su libro póstumo El mundo de ayer, Stefan Zweig recuerda que en el tiempo que permaneció en Londres, antes de su exilio definitivo a Brasil donde acabaría suicidándose en 1942, escribió varias cartas a sus amigos austríacos en las que les trasmitía su preocupación por las agresiones, deportaciones y detenciones masivas que estaban sufriendo, en ese momento, los judíos en aquel país. Sin embargo, el autor de Veinticuatro horas en la vida de una mujer señala que sus amigos le contestaban despreocupados, incapaces de comprender todavía la magnitud de lo que estaba ocurriendo; algunos, incluso, recuerda el escritor, le decían que “exageraba”. Lo que ocurrió después ya es historia.
Para entender esta actitud, baste fijarse, quizá, en el tumultuoso recorrido que ha hecho la humanidad. A poco que uno reflexione, enseguida constata cómo más de una vez la natural disposición del ser humano a emular al avestruz le ha llevado, en ese “rehuir los problemas”, a una especie de “estado narcótico” en el que cuando la realidad le es incómoda la rehúye o la obvia, mientras que, con tal de vivir lo que desea, puede llegar a creer cualquier cosa; como que los nazis fueron unos benditos.
Hoy, en España, sin haber llegado todavía a aquellos extremos a los que llegó el nacionalsocialismo alemán cuando consiguió el poder, sí parece que estemos viviendo una “etapa caliente” en la que... si Vox tuviese mañana la posibilidad de gobernar, pudiera ocurrir que nuestro sistema democrático emprendiese un viaje sin retorno hacia un totalitarismo similar a aquellos fascismos / nazismos que asolaron Europa en la primera mitad del siglo XX.
Al igual que ocurriera en su día, cuando Stefan Zweig, Irène Némirovsky, Walter Benjamin, Bertolt Brecht y tantos otros intelectuales que escribían sobre lo que estaba pasando en Alemania, tampoco ahora la sociedad española –como la alemana entonces– está haciendo caso a los “avisos” que la ultraderecha está dando (por el momento, dialécticos) ni a lo que sucede de verdad bajo la burda parafernalia del uso que hacen de los mitos (don Pelayo, El Cid, Lepanto, la Reconquista), y que, en la práctica, son hábiles herramientas, usadas muy eficazmente, para la promoción del fascismo nacional. De hecho, están “impregnando” con la ideología fascista a capas sociales que, por cultura o estatus social, les correspondería militar en la izquierda.
La realidad es que los españoles se conforman con tildar de esperpento las proclamas de los líderes de la extrema derecha; quizá sea la forma de “quitarse de encima” el fantasma del miedo. Ese apelar a las “gestas imperiales” no es más que un estrambote, se dice; y mucha gente ríe las ocurrencias de verbo fácil y argumentos absurdos de las huestes que dirige Santiago Abascal; ese gris segundón y parásito del Partido Popular, criado a la sombra de José María Aznar, al que, sin embargo, abandona cuando este le niega el protagonismo que él cree merecer. Pero hoy ¡lo que son las cosas! el azar y a las vueltas que da la política, han permitido a Abascal emerger como un ave Fénix, dispuesto a reeditar el Imperio. Ha digerido ya sus complejos y, gracias a los miles de votos obtenidos en las últimas convocatorias electorales, se atreve a decir lo que piensa sin tapujos. Mientras tanto el fenómeno Vox sigue creciendo. Y la amoralidad, la mentira, la ofensa aceptada como norma, así como los excesos verbales para calificar al contrario que practican sus líderes y seguidores calan como una fina lluvia de otoño en muchos de los que conforman esa masa ingente de descontentos.
Es verdad que una mayoría de españoles le niega aún crédito a estos recalcitrantes franquistas; bien porque consideran el comportamiento de sus líderes como extemporáneo y esperpéntico, como he dicho, bien porque, como señalaba la historiadora María Rosa de Madariaga en una entrevista reciente en El Confidencial: “Ver a Ortega Smith invocando la batalla de Lepanto es grotesco, ridículo”. Mas el gusano está ahí, horadando la manzana.
Mientras tanto, los partidos que reúnen más votos y poder (PP y PSOE, sobre todo) parece que, al menos hasta ahora, no han sabido pasar del laissez faire que ya practicó en los años treinta del siglo pasado una Europa complaciente. Un laissez faire preocupante, practicado por sociedad y políticos, que puede llevar a España del inocuo “¡no pasa nada¡”, al dictatorial “¡Todos a misa, porque lo digo yo!”, por resumir en un ejemplo. Pues, insisto, la historia podría repetirse como nos recuerda el proverbio: “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra”.
Cuando el río se desborda, no hay quien lo contenga
Hace unos días vi La Ola, una película que no pude ver en su momento. Desde entonces no puedo dejar de pensar en ella y en lo que puede ocurrirle a un país que no cuida y cultiva sus valores democráticos.
La Ola, dirigida por Dennis Gansel y rodada en Alemania, se estrenó en el país teutón en 2008 con gran éxito de crítica y público. El filme ofrece, en mi opinión, un material muy valioso para trabajar en los institutos. Además, algunos de los personajes invitan a pensar en el líder y militantes de Vox... Y dan miedo.
El protagonista, el profesor Rainer Wenger (Jünger Vogel), seguidor del anarquismo y de los movimientos “alternativos” –él mismo comenta que durante algún tiempo vivió de okupa en Berlín–, vive instalado en el resentimiento hacia sus colegas de claustro, de los que piensa que la vida les ha tratado mejor que a él... ¿Recuerdan a Hitler, Mussolini o Franco... a los que la vida al principio “tampoco”, según ellos, les trató bien? Pues eso.
Las circunstancias propician –las cosas del cine– que al profesor Wenger le toque impartir un seminario, no sobre anarquismo como él hubiera deseado, ideología de la que se considera un experto, sino sobre autocracia; esa forma absolutista (dictatorial) de gobierno, encarnada en un líder, cuyas decisiones no están sujetas a otras reglas que no sean las que el líder propone e impone. Wenger acepta de mala gana el tema de la autocracia pero, dándole vueltas, acaba por entusiasmarse con la propuesta. Tanto que lo que empieza siendo una actividad académica más, deriva en un movimiento (la Ola) emocional, social, político..., apenas contenible, que pone en estado de shock al instituto, primero, y a la ciudad, después.
A medida que la película avanza es inevitable establecer ciertos paralelismos con lo que está ocurriendo en España, desde el punto de vista socio-político. Casi sin querer, el comportamiento del profesor Wenger nos recuerda por momentos a Abascal, el líder de Vox, aunque, ideológicamente, procedan de extremos opuestos. El profesor... esa persona acomplejada y mediocre, que, una vez descubre la ascendencia que tiene en la clase y libre ya de complejos por ese poder que le otorgan sus alumnos, aprovecha la entrega de estos para manipularles y convertirlos en un “ejército” de conjurados, dispuestos a lo que sea, encarna, sin duda, ciertas similitudes con los Abascal, Ortega Smith, Espinosa de los Monteros y otros dirigentes de la ultraderecha española, que valiéndose de discursos vacíos de contenido, aunque de gran emotividad –como cuando se exhiben montando a caballo o envueltos en banderas– atraen a todo tipo de personas, desideologizadas e indecisas.
Hay en la película otros personajes que merecen también una mención y que, a buen seguro, tienen sus imitadores en Vox. Empezando por el alumno rico y fascista, autoritario y matón, que al principio desprecia La Ola pero que cuando intuye el potencial del proyecto, y ve que todos sus amigos se implican en él, se suma como uno más... Para seguir mandando, claro. O el emigrante que encuentra “refugio” en un movimiento que, al menos, hasta que logre el poder no le hará ascos a nadie. Pero, quizá, el personaje que llama más la atención es ese chico desubicado, al que nadie quiere y todos desprecian, que sobrevive a duras penas en el ambiente estudiantil trapicheando con drogas; pero que, sobre todo, mendiga cariño... Y que encuentra en La Ola el marco afectivo y el reconocimiento que busca. Hasta tal punto se integra en ella que, por su cuenta y riesgo, trata de hacerse imprescindible. Y lo consigue... Solo que acaba como acaban, a veces, los seres perdidos e indefensos: pegándose un tiro.
El abanico de retratos es, lógicamente, más amplio. En cada ejemplo, estoy seguro, habrá españoles que encuentren la justificación que buscan para unirse al totalitarismo de Vox, ya que una de sus estrategias es ofrecerle, aunque sea irrealizable, a cada cual lo que busca. En España, por ejemplo, a los que sueñan con Una, Grande y Libre... “¡Guerra a Cataluña!”; a los cazadores... la caza; a los taurinos... los toros; a los desheredados de símbolos: ¡la bandera, un uniforme!; a los que odian al emigrante... cierre de fronteras sin pararse a pensar si esto es posible.
En realidad Vox ofrece un país, el suyo, en el que solo podrán vivir los que comulguen a ciegas con ellos. Porque no debemos olvidar que el fascismo no es una alternativa política sino un sistema de opresión, la representación de la autarquía en estado puro. De modo que atentos, porque en el aire se masca y se mece una ola.
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