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Un estado de excepción sería inconstitucional

310 muertos más por coronavirus en Madrid, un 8 % más que ayer

Diego López Garrido

Catedrático emérito de Derecho Constitucional y vicepresidente ejecutivo de la Fundación Alternativas —

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Está arreciando en un sector de la doctrina del derecho constitucional, y en declaraciones o comentarios periodísticos, una teoría que descalifica el estado de alarma decretado por el Gobierno y ratificado por el Parlamento. Lo hace afirmando que la restricción de la libertad de circulación que el estado de alarma implica solo podría haberse formalizado por una declaración de estado de excepción (arts. 55 y 116 de la Constitución española).

No puedo estar más en desacuerdo con esa posición, que, naturalmente, respeto. A mi juicio, el estado de alarma en vigor se ajusta a la Constitución y a la Ley Orgánica 4/1981 (LOEAES), que ha venido regulando los estados de alarma, excepción y sitio desde hace casi cuarenta años.

La Ley Orgánica prevé el estado de alarma precisamente para supuestos como el que lo ha desencadenado: “crisis sanitarias tales como epidemias y situaciones de contaminación graves” (art. 4 b) LOEAES). La Ley permite adoptar medidas como: limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas, lugares determinados o condicionadas al cumplimiento de ciertos requisitos; practicar requisas temporales de todo tipo de bienes; intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres o explotaciones de cualquier naturaleza; limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de bienes de primera necesidad; impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados (art. 11).

Esto es exactamente lo que el Gobierno y el Congreso de los Diputados han autorizado, unido a la centralización en el ejecutivo de las competencias políticas de mando, en cuanto sea necesario para “la protección de personas, bienes y lugares” (art. 9).

Esa decisión tiene que reunir dos requisitos: la necesidad de las medidas y su proporcionalidad. Es difícil argumentar que no se estén cumpliendo esos principios. Era necesario declarar el estado de alarma porque el extraordinario brote de COVID-19 y su veloz propagación hacían, y hacen, imposible “mantener la normalidad mediante los poderes ordinarios de las autoridades competentes” (art. 1.1 LOEAES).

Por otra parte, hay consenso en que las medidas en marcha no exceden las que se consideran razonables para combatir eficazmente el contagio del virus y la curación de los infectados (art. 1.2). Así lo están decidiendo prácticamente todos los gobiernos, para paliar los letales efectos de la pandemia.

A todo lo anterior hay que añadir lo previsto en la Ley Orgánica de Medidas Especiales de Salud Pública, que permite a las administraciones públicas, en supuestos de brotes de enfermedades transmisibles, tomar medidas de “control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3).

La polémica está en la limitación de la libertad de circulación que se sufre por la población española. Pero hay que decir que no hay una suspensión de ese derecho, sino una restricción del mismo, como único modo de proteger un bien superior como es la vida y la integridad física, derechos que nunca pueden ser suspendidos, como ha reiterado el Tribunal Europeo de Derechos Humanos.

¿Es una alternativa al estado de alarma el estado de excepción en la situación actual en España? Rotundamente no. Sería directamente inconstitucional, jurídicamente. Sería una decisión autoritaria, políticamente.

La declaración del estado de excepción, autorizada igualmente por el Congreso por mayoría simple, le daría al Gobierno unos poderes omnímodos para proponer, y obtener, la potestad de suprimir derechos fundamentales de la trascendencia de: la libertad individual, la inviolabilidad del domicilio y las comunicaciones, la libertad de circulación, determinados aspectos de la libertad de expresión, las libertades de reunión y manifestación, el derecho de huelga y el derecho de los trabajadores y empresarios a adoptar medidas de conflicto colectivo (art. 55.1 de la Constitución).

Pero, sobre todo, es que el estado de excepción permite esa suspensión de derechos fundamentales solo cuando es la única forma de combatir graves alteraciones del “orden público”, concepto clave. La Ley Orgánica 4/1981 entiende por tales la imposibilidad de proteger las libertades y mantener “el normal funcionamiento de las instituciones democráticas” mediante el ejercicio de las potestades ordinarias (art. 13). En esos casos, el Gobierno puede solicitar del Congreso autorización para declarar el estado de excepción.

Pues bien, no existe en España hoy una situación parecida a una grave alteración del “orden público”. Hay, sí, un atentado a la vida y a la salud de grandes proporciones, que no necesita ser afrontado mediante la suspensión de los derechos que permite un estado de excepción.

En la historia de España tenemos un triste recuerdo de los estados de excepción. Prácticamente todo el período de monarquía constitucional en el siglo XIX, y buena parte del siglo XX, incluida la dictadura franquista, ha estado presidido por los estados de excepción. Decretados esencialmente por razones políticas y de orden público. Por eso la Constitución española establece el estado de alarma. Para no tener que acudir al estado de excepción cuando hay supuestos de epidemias sanitarias y otras catástrofes. La actual restricción de la libre circulación en España, y en todos los países, no es una respuesta a alteraciones del orden público. Es la medida –indirecta– imprescindible para una eficaz acción –directa– contra la pandemia más grave de la última centuria.

El estado de excepción en sus orígenes preconstitucionales está conectado, como señalaba el maestro García Pelayo, con la idea de la “razón de Estado”. La hostilidad liberal frente al estado de excepción estaba justificada por su utilización reaccionaria. Era la expresión del residuo de poder absolutista en las monarquías limitadas. Por ello, en las constituciones modernas, su regulación se hace de forma cautelosa para que no se convierta en el talón de Aquiles de la democracia. Particularmente, las democracias parlamentarias europeas continentales, frente a la entrega de la decisión al poder ejecutivo (Ley Marcial) en los sistemas anglosajones.

Afortunadamente, tenemos en España la posibilidad de acudir al estado de alarma. En estos momentos, no solo no es imprescindible declarar el estado de excepción. Sería inconstitucional. La Constitución estableció el estado de alarma precisamente para circunstancias como las que, desgraciadamente, estamos viviendo. Y el estado de excepción para otras muy distintas. Su hipotética utilización significaría dar al poder ejecutivo unas atribuciones excepcionales que, sencillamente, no necesita para dirigir la lucha contra la COVID-19 y para proteger la vida y la salud de los ciudadanos y ciudadanas que viven en nuestro país.

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