Al terminar la Segunda Guerra Mundial hubo centenares de soldados japoneses que tras la rendición oficial siguieron combatiendo en las islas del Pacífico, primero contra las fuerzas aliadas y posteriormente contra la policía local. Mantuvieron las hostilidades durante años, y hasta décadas, a pesar de que se lanzaban octavillas desde aviones o se les mandaban mensajes por megafonía. Al perder la comunicación y no haber recibido una orden directa de sus superiores, no se fiaban de nadie.
Ya fuese por fanatismo o por miedo al deshonor, estos rezagados seguían luchando sin querer asumir o creer que habían perdido la guerra. Muchos se negaban a aceptar un resultado que no era cuestionable u opinable. Siempre que pienso en el urbanismo de Madrid se me vienen estos rezagados a la cabeza, veo a sus principales responsables defendiendo de forma vehemente un modelo de ciudad fracasado. No son los únicos, pero probablemente sean los más aplicados.
Un modelo guiado por la promoción de nuevos desarrollos y grandes operaciones, junto al olvido de la ciudad consolidada y la desatención de la escala humana; que mira desde el centro y olvida la periferia, profundizando sus desequilibrios territoriales; que se inspira en la empresarialización y la colaboración con el sector privado a la vez que desprecia la cooperación público-comunitaria y la actividad de los tejidos sociales; que defiende al coche a ultranza y descuida al transporte público, y las infraestructuras ciclistas o peatonales. Un urbanismo insensible y hostil hacia los grupos vulnerables, especialmente hacia una infancia que parece sobrar en el espacio público.
No es fácil poner fecha al momento exacto en que se consumó la derrota cultural de este modelo, pero resulta obvio que los políticos madrileños han apostado por un camino en el que no queda ninguna otra gran ciudad. Y es que, igual que quienes son víctimas del efecto Dunning-Kruger, cuantas menos habilidades, capacidades y conocimientos tienen, más se sobreestiman y menos conscientes son de su incompetencia. Desde la prepotencia, Madrid hace oídos sordos a lo que afirmaba Kafka: en tu guerra contra el resto del mundo, apuesta siempre por el resto del mundo.
Muchas ciudades han aprovechado la salida de los confinamientos y el escenario postpandémico para impulsar un nuevo sentido común urbanístico, basado en la constatación de que salud pública, justicia social y sostenibilidad resultan inseparables. Así que una vez superada la primera y sorpresiva oleada de la catástrofe, quienes disponían de una agenda transformadora predefinida y un modelo alternativo han podido sentar las bases para el desarrollo de una ciudad más convivencial, paseable, verde y sostenible. Un proceso de reflexión y experimentación en el campo del urbanismo del que una vez más Madrid no participa.
La mejora del medio ambiente urbano y la ocupación masiva e intensiva del espacio público por parte de la ciudadanía han ganado centralidad en la esfera pública y han orientado a las nuevas políticas municipales de referencia: peatonalizaciones, redes de carriles bici, ampliación de aceras y de zonas caminables, puesta en valor de las zonas verdes, procesos de renaturalización, mejora del confort ambiental, agricultura urbana, supermanzanas, planificación orientada a favorecer una vida urbana de proximidad, ciudad de los 15 minutos, accesibilidad universal y el reconocimiento de la infancia en la ciudad… Así las propuestas ensayadas en las prácticas sociocomunitarias y en el ecourbanismo defendido por académicos y profesionales durante décadas, dejan de ser minoritarias corrientes subterráneas; abandonan el restringido campo de la innovación social y se convierten en el repositorio al que acuden en busca de inspiración los políticos y profesionales más convencionales.
La economista Kate Raworth ha propuesto la “economía del donut”, una idea muy útil para comunicar visualmente y hacer pedagogía sobre los desafíos del ecourbanismo, al vincular la necesidad de definir un suelo de necesidades básicas que deben ser satisfechas universalmente, y por debajo del cual no es posible una vida digna (ingresos, educación, sanidad, alimentación, energía, igualdad de género…), y de reconocer la existencia de un techo marcado por los límites ambientales, que no podemos superar si queremos construir sistemas socioeconómicos perdurables (acidificación de océanos, clima, usos del suelo, agua…). El espacio seguro y justo para la humanidad se situaría entre esos umbrales, cualquier apuesta por una transición ecosocial implica reacomodar nuestras sociedades entre ese suelo social y el techo ambiental. Ciudades como Amsterdam y Portland han asumido la “economía del donut” como marco de referencia para rediseñar y vertebrar sus políticas públicas, de forma que la reconstrucción se reoriente a su buen funcionamiento socioambiental.
Tras la pandemia, en nuestra geografía ciudades como Valladolid han dado un fuerte impulso a la movilidad sostenible, Logroño o Valencia han dado pasos valientes, pero hay que reconocer especialmente la audacia de Barcelona. A través del Plan Superilla se ofrece una visión de futuro alternativo para el conjunto del Ensanche, expandiendo las supermanzanas, recuperando amplios espacios convivenciales y zonas verdes, y priorizando la movilidad sostenible. Un proceso que se acompaña de la peatonalización de un centenar de entornos escolares, proceso empujado por la conocida como Revuelta Escolar, donde AMPAS y entidades vecinales o ecologistas se han coordinado en la plataforma Eixample Respira, que lleva meses cortando calles aledañas a los colegios para demandar menos contaminación y espacios más saludables, más seguridad y menos ruidosos.
En Barcelona encontramos una dinámica de conflictividad creativa, donde claramente se ve una retroalimentación positiva entre el experimentalismo institucional y las movilizaciones ciudadanas. El municipalismo se presenta como un aliado natural, que se atreve a adoptar políticas públicas arriesgadas en la medida en que a nivel social existe y se alienta un clima proclive a dicha experimentación. Una conflictividad que elude la mera confrontación y se muestra como un acelerador de los procesos de cambio urbano, el músculo de los movimientos y la valentía en las instituciones se encuentran estrechamente ligadas.
Son tiempos de arriesgar, experimentar e involucrarnos en la promoción de peatonalizaciones, huertos comunitarios, reverdecimiento de infraestructuras, innovadoras zonas de juego infantil, nuevos equipamientos colectivos, y de extender la gestión ciudadana… a pesar de que puedan tener efectos no deseados, como la agudización de procesos gentrificadores, si no se controla el precio de la vivienda o de los locales comerciales. Modestos avances para lograr las transformaciones más ambiciosas y estructurales que necesitamos. Más allá de sus carencias y sesgos, el valor de estas pequeñas acciones se medirá por su capacidad de solucionar problemas y afectar a la vida cotidiana de la gente, a la vez que simultáneamente sirvan para regenerar los imaginarios, las prácticas y hacer pedagogía ciudadana.
Buckminister Fuller solía decir que nunca cambiarás las cosas luchando contra la realidad existente. Para cambiar algo, se debe construir un nuevo modelo que haga que el actual se vuelva obsoleto. A quienes estamos obligados a enfrentarnos a políticos y urbanistas rezagados o con el síntoma de Dunning-Kruger, atrincherados en su defensa de modelos de ciudad obsoletos, solo nos queda esperanzarnos sabiendo que no son el futuro y cultivando una mirada apreciativa hacia las alternativas emergentes que brotan en los barrios.
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