Dice Feijóo que la amistad con Marcial Dorado es de hace muchos años, él contaba treinta y pico, vamos, un prepúber, y que apenas sabía del negociado y la empresa del colega. Ya saben, del contrabandista.
A mí, sus explicaciones, si bien no me las creo, me recordaron el día en el que subí a casa del colega de un amigo sin saber que aquel era contrabandista. Un camello, vaya. Un dealer de costa y barrio.
En Galicia, esto es así, uno nunca sabe con certeza a quién pertenece el suelo que pisa. Yo, entonces, sospeché con el tercer plasma, las alfombras tapizadas -el chaval no tendría más de 21- y lo confirmé con la torre de costo en la cocina. Y aún así, por tonto o por si acaso, quise asegurarme.
- Joder, ¿y todo esto?-, pregunté.
- ¿Tú qué crees?-, respondió mi colega, con una mirada que invitaba a dejarse de interrogatorios.
El caso es que el dealer del barrio, que en ese momento finiquitaba una partida de fútbol en un plasma más ancho que un colchón de noventa, se mostró confiado y empezó a largar los problemas del oficio. Que si la calidad era peor, que si necesitaba más manos para el corte, que si me cago en las nuevas mezclas y en los jóvenes que no saben lo que quieren.
Cuesta creer, me van a disculpar, que Feijóo fuese capaz de despelotarse de cintura para arriba con Marcial Dorado y no le preguntara jamás por tanto yate, tanta casa, tanta batea. Es difícil pensar, incluso, que el contrabandista no se lanzase a hablar de los problemas del oficio. Yo que sé, aunque fuera alguna queja sobre las pesquisas judiciales.
Feijóo, pobre, no sabía nada. Ni leía el periódico, supongo. Y aún así me cuesta, qué quieren que les diga. En Galicia, a mí me pasa, pensar que los palacetes y grandes yates son de actividades lícitas es, cuanto menos, ingenuo, aunque siempre hay quien cree que los neones de carretera señalan un parque de atracciones.