No recuerdo muy bien el día pero sé que era antes de esas comilonas que se hacen para juntar a la familia. Debía ser grande porque la persona que se me acercó era uno de estos familiares de los que, por dejadez, no sabes ni su nombre. “¿Y tú de mayor qué quieres ser?”, me preguntó. “¿Yo? Escritor”, respondí. Entonces, era pequeño, estaba aficionado a la serie de Jordi Sierra i Fabra Los libros de Víctor y cía y creo que en realidad lo que quería contestar era: “Víctor, yo de mayor quiero ser Víctor, que nunca será mayor”. El hombre sin nombre, aunque familiar, me miró con cierta condescendencia. Me explicó que uno no podía ser escritor por mucho que escribiese y yo todavía dudo de aquella afirmación pero el caso es que, sin saber muy bien cómo, salí de allí convencido de que lo que yo quería era ser periodista. Y a partir de ahí mis cercanos ya respondían por mí a esas cuestiones: “El chico tiene vocación de periodista”. Se decía tanto eso de la vocación que por momentos pensaba que acabaría estudiando periodismo en el seminario.
La vocación es una cosa muy curiosa. Tan curiosa que sucede que nos fijamos tanto en ella que olvidamos que hay personas cuya vocación es la de aprovecharse de la nuestra. Lo de la vocación está muy bien, no voy a ser yo el que diga lo contrario, pero al final a uno le inducen la idea de que es lo que más importa y que si lo que se ansía es el hecho de contar historias, se hace y poco interesa a cambio de qué. Por vocación se trabaja gratis por esa cosa tan manida que es la visibilidad, se acepta precariedad por la experiencia y hasta se olvida esa inclinación oculta hacia las cuatro cifras.
La vocación es un poco como dios, ya verán las hostias o las ostias, y yo empecé agnóstico por pereza y terminé ateo por convicción. Y esto, que ya veo las algarabías, no significa que haya dejado de querer ser periodista.