“¡Ah! Si es de música tengo mucho que contar”. Óscar García Blesa, director del recomendable documental Vivir así, recordaba estas palabras de Camilo Sesto en un texto para Esquire sobre ese careo final que el divo tuvo ante las cámaras. Así respondía aquel tras aclararle el realizador que el objeto del mediometraje no era abarcar su vida íntima, sino su oficio. El cantante del registro inabarcable se relajaba en sus aposentos, los del Torrelodones donde se estableció en los setenta, en una pieza que servía como acompañamiento para su último álbum recopilatorio, Camilo Sinfónico. Aunque su fragilidad se hacía visible en las imágenes, su testamento vocal se mantenía atemporal, como puede atestiguarse al escuchar de nuevo su Getsemaní.
El episodio del Evangelio sobre la Oración en el Huerto antecede a la Pasión, y encuentra a Jesús angustiado y apesadumbrado, solo acompañado de Pedro, Santiago y Juan, mientras el resto de discípulos duermen, salvo Judas en sus tratos de traición. Jesús se aboca en este pasaje a su destino, al dolor del Vía Crucis, y explicita su humanidad a la vez que pide “apartar el cáliz de amargura” para sobreponerse. En la traducción que Jaime Azpilicueta e Ignacio Artime proponen de la letra de Tim Rice, la consecución de la voluntad divina a la que se encomienda tiene solamente una condición. “Pero, pero por favor, cuando muera, cuando muera, mírame. Por favor, mira mi muerte”. Es decir, no estar solo, no sentirse abandonado.
La soledad que asediaba a Camilo Sesto ha sido una constante al referirse al músico. Se le definía como tímido y retraído; eso sí, también como un profesional consumado y tenaz, entregado a su oficio. Tanto como para aceptar someterse al escarnio característico de los programas de entretenimiento que imperaron en la televisión de los noventa. Conforme se desvaneció el interés por la música melódica, cundía el ruido, la distorsión de una imagen, la de Sesto, de facciones suaves, casi angelicales, ahora objeto de caricatura. Alcanzado un estatus deífico en América Latina, España había crecido descreída al tortuoso empeño del cantautor de Alcoy por alcanzar el cielo con sus composiciones, por posicionarse en una vanguardia musical simbolizada en ese montaje de Jesucristo Superstar al que se entregó como conducido por una fuerza superior.
Tiene sentido, así, que su trasunto en Camilo Superstar, Alejandro Jato, proyecte una imagen crística de sí mismo interpretando el mencionado Getsemaní, como hará a partir del 6 de noviembre de 1975 en el Teatro Alcalá-Palace. Justo antes, el artista pierde la mirada sobre el jardín de su vivienda, boqueando caladas a un cigarrillo, mientras un cristal nos proporciona un reflejo enfrentado. Por un lado, esa combinación de planos, el del Camilo reflectado y el Camilo invocado, nos advierte del juego de espejos que pretende esta miniserie: la persona (Camilo Blanes) tras la estrella icónica (Camilo Sesto) que a su vez se veía como un Mesías con un destino marcado, que cambiaría el sino del país. Por otra, la soledad inherente a la persona-personaje, que procuró ocultarse, ya fuera por protegerse de las tentaciones y corrupciones, como por construir una mística a su alrededor.
Todo por (casi) nada
De ahí surgen las limitaciones de este Camilo Superstar que tiene su puesta de largo este domingo 19 de noviembre en Atresplayer, y que ha pergeñado Curro Novallas a partir del guion de Tatiana Rodríguez y Marta Betoldi. Ya en su presentación, la directora de ficción de Atresmedia y productora ejecutiva de la miniserie, ya dejó claro que la propuesta “no es un biopic ni una serie musical”, a la par que aseguraba que la historia “tendría emoción aunque no fuera Camilo Sesto”.
Cierto es que el relato, dividido en cuatro episodios (Atresmedia solo facilitó los dos primeros de la lata completa, lo que siempre va en detrimento del juicio justo), solo abarca un lapso concreto de la biografía del cantante, la que transcurre desde que descubre la ópera rock en Londres hasta que logra estrenar su adaptación en Madrid. No obstante, caen en la tentación de expandirse: ahí quedan su primer viaje a Latinoamérica, su participación con Algo más en el Festival de la OTI en 1973, los problemas con el Ministerio de Información, o su relación con Lucía Bosé (Eugenia Silva), incluidos en los dos primeros episodios. Por momentos, el montaje de Jesucristo Superstar, su particular Vía Crucis, se desarrolla en un segundo plano, más como un conducto para, así sí, elucubrar sobre Sesto.
Así, la personalidad de Sesto no trasluce a través de los tejemanejes de la producción en la que empeñó un capital de 10 millones de pesetas de la época, sino de todo cuanto hay alrededor. Eso hace que Camilo Superstar se acerque en exceso a los tropos de las películas biográficas sobre estrellas del pop de la última década (la carrera musical como historia de superación), perdiendo concreción. Ya sea una ambición mal medida, o un complejo de inferioridad con otras grandes producciones de mayor alcance (la en todo caso inferior Bosé, estrenada con escasos meses de diferencia), esto diluye la personalidad del protagonista, alguien cuyo interés surgía del misterio en que se envolvía. No debiera no importar de quién se trata.
Algo de él
El interés, en cambio, reside en cómo se compone el personaje y cómo este define su identidad. Cabe decir, más intuida que explicitada. “No sé quién es Camilo Sesto de verdad”, confiesa el artista en su dramatización durante el primer episodio, donde sucede esa proyección que mencionábamos líneas atrás. Todo ello, mientras a su alrededor enuncian prejuicios sobre su imagen, sobre el “producto”. Es interesante ver cómo trabaja Jato no ya para replicar los manierismos de Sesto, sino para transmitir que sus posturas eran también impostura; véase el montage, realizado en un plano secuencia, en el que Sesto ensaya sucesivas entradas a escenarios tirando de distintos atuendos. Él, a su manera, solo ofrecía “algo de sí” a los demás, mientras los destellos de su personalidad, de la persona bajo la máscara, bajo la barba jesuita“, se proyectan confundiéndole incluso a él.
No debe desdeñarse Camilo Superstar en cualquier caso, por más que ese empeño por alcanzar las notas más altas juegue en su contra. Nada tan simbólico como que haga falta recurrir al playback en los pasajes musicales, ante la imposibilidad de llegar a aquellos registros casi divinos. Pero, a la vez, cumple cuando trata de replicar la teatralidad del gesto de su estrella.
Por lo demás, la serie deja pasajes afinados, como la escena del descubrimiento de Ángela Carrasco (Natalia Reyes), que cierra la segunda entrega, también jugando con el montaje: se funden su prueba in extremis ante Azpilicueta (Javier Godino) y Teddy Bautista (Adrián Lastra) con la siguiente ante los ojos de Camilo, partiendo de una misma pista vocal sobre la que se introducen arreglos evocadores. Aunque quizás lo mejor que pueda decirse de ella es que su acercamiento a Camilo Sesto sirva para revertir la desfiguración progresiva que el tiempo le aplicó y que se quiso corregir demasiado tarde, ya en su crepúsculo. Aunque, como demuestra Camilo Sinfónico, esos estertores siguieran sonando vigorosas aun en los estertores.
Mientras incide en su gran hazaña, la musical, el sufrimiento queda satisfecho. Camilo Superstar indaga en los sentimientos de alguien por momentos etéreo, huidizo. De ese misterio surge la voluntad de conocer más, aunque su vida y su voz se escapen a representaciones.