“Túnel de corrupción”: política y petróleo en una radiografía del Brasil actual
En mayo de 2014, la Policía Federal investigaba una estación de servicio situada en un área comercial del centro de Brasilia. Se conocía como Posto da Torre y, a priori, no parecía gran cosa: una gasolinera normal y anodina con un pequeño mercado y una discreta cafetería. Sin embargo, allí se escondía también una casa de cambio sobre la que recaía la sospecha de lavado de dinero. Resultó ser que por allí pasaba una diminuta parte del capital de la cuarta empresa petrolífera más grande del mundo: Petrobras. Y que si se tiraba del hilo, aquello apuntaba a las más altas esferas económicas y políticas.
Lo que empezó siendo el desmantelamiento de una red local de cambistas clandestinos acabó convirtiéndose en la mayor investigación sobre corrupción llevada a cabo en la historia de Brasil. La operación Lava Jato.
Cuatro años después, sin haberse cerrado aún, Lava Jato ha expedido más de 150 órdenes de detención preventiva o temporal, iniciado 50 acciones penales y condenado alrededor de 100 personas, entre ellos altos ejecutivos de constructoras, petrolíferas y cargos públicos. Un escándalo que sacudió al país y precipitó un clima de crispación entre gobierno y oposición que desembocó en una petición de impeachment -figura del derecho de algunos países mediante la cual se pueden imputar cargos capaces de destituir a un presidente del Gobierno-. La acusación contra Dilma Rousseff en el Congreso apuntó a la violación de normas fiscales por haber maquillado el déficit presupuestario del país, pero dificilmente se hubiese dado si Lava Jato no hubiese existido. Tan relacionados están, que la expresidenta de Brasil ha acusado públicamente a Netflix de proselitismo electoral.
O mecanismo, traducida en España con el absurdísimo nombre de Túnel de corrupción, bucea en la trama hasta remontarse a 2003, narrando pormenorizadamente y a ritmo de thriller cómo se gestó la operación policial que cambió la historia de Brasil.
Algo más que un thriller policíaco
Alejada conscientemente de los estándares narrativos norteamericanos, aunque influenciada por ellos en términos de puesta en escena, Túnel de corrupción se nos presenta como algo más que otra ficción televisiva de policías y ladrones. Es, como lo está siendo Fariña, realidad contemporánea trasmutada en serial nacional que descubre las vergüenzas de un país con herramientas del thriller mainstream.
En ella seguimos las andanzas de dos policías, Marco Ruffo y Verena Cardoni, interpretados por Selton Mello y Caroline Abras respectivamente. Ambos investigan las huellas de un cambista local llamado Roberto Ibrahim, un criminal de poca monta que no duda en amenazar a la familia de Ruffo cuando este descubre sus triquiñuelas. Tras apresarlo, Ibrahim sale indemne a cambio de una información que llevará a la policía a callejones sin salida.
Ruffo será apartado del caso y Cardoni destinada a la capital. Poco después, a él le diagnosticarán trastorno bipolar y le impondrán una jubilación anticipada con la que apenas podrá mantener a su familia. Diez años después, el nombre de Roberto Ibrahim vuelve a salir en un caso que dirige Verena, y esta vez ninguno de los dos está dispuesto a dejarle escapar.
Contada con aplomo y sin prisa, Túnel de corrupción revela sus flaquezas a medida que se hace grande. Su ambición convierte su desarrollo en, por momentos, una repetitiva y confusa carrera hacia adelante que salta sin miramiento del melodrama familiar, al thriller policíaco y la intriga judicial. También deja en evidencia sus argucias, cliffhangers demasiado obvios que en ocasiones resultan poco creíbles. Sensación que se acentúa debido a una voz en off grandilocuente, y un protagonismo que resulta mucho más interesante cuando recae en el personaje de Caroline Abras que cuando reposa sobre la intensidad interpretativa de Selton Mello.
Sin embargo, subyace la voluntad de realizar un drama prácticamente realizado al pie de la actualidad sobre la que se contruye. Las consecuencias de lo que retrata siguen llenando titulares en la prensa brasileña a día de hoy y eso la convierte en una ficción urgente, un work in progress de dramatismo tan revelador de sus tiempos como hábil en su retrato político y social. No en vano, el guion se basa mayormente en el libro Lava Jato del periodista brasileño Vladimir Netto, que documentó profusamente el escándalo. Túnel de corrupción encuentra su propia personalidad como moderna reivindicación del polvo que usualmente se esconde debajo de la alfombra de la historia oficial.
Un mecanismo sin freno
José Padhilla, responsable entre otras de Narcos y director de la serie que nos ocupa, ya abordó la corrupción de las altas esferas brasileñas en la secuela de su película más famosa, la celebradísima Tropa de Élite. Su relato sobre un escuadrón policial que actúa en las favelas de Río de Janeiro era, además de un impecable film de acción, un gran retrato social que en Tropa de Élite 2 se tornaba drama político en torno a cómo la corrupción y el odio de clase perpetuaban la violencia y el tráfico de drogas en Brasil.
En una de las mejores escenas de Túnel de corrupción, una tubería se rompe en la entrada de casa de Ruffo. Este llama a una empresa de fontanería pública, que envía a un funcionario. Sin abrir la tapa de la alcantarilla, el profesional le dice que primero tiene que definir el problema, luego buscar la tubería adecuada y luego enviar a un equipo a reparar la fuga. Entre unas cosas y otras tardará cerca de dos o tres semanas en arreglarlo. “Por la vía normal”, añade.
Ruffo pregunta qué es eso de la vía normal y el operario le explica que “hay gente que lo hace por libre”. Entonces le da, disimuladamente, la tarjeta de un alguien llamado João. “Dile que llamas de parte de Alfredo”. Ese mismo día, João se planta en casa de Ruffo y le asegura que en un día le arregla la tubería, pero que el trabajo resulta más caro que el de la empresa de fontanería pública: 600 reales brasileños.
Sorprendido, Ruffo le pregunta cuánto cuesta el material de trabajo y João le dice que con 80 consigue la tubería adecuada. “¿Y va a cobrarme 520 por un día de trabajo?”, exclama indignado el policía. “No. Ojalá. Mire: 50 son para mi nieto, que me ayuda con la obra. 150 son para mí. Y el resto para quién le dio la tarjeta”. Alfredo, el funcionario público, que a su vez tenía que pagar a unos jefes que ganaban dinero con el sobrecoste.
Ruffo comprende entonces que la corrupción funciona exactamente igual a pequeña y a gran escala. Que no importa si se trata de la principal petrolera del país o del saneamiento de la alcantarilla de enfrente de tu casa. Tampoco si se habla con un funcionario de poca monta o con el dirigente de un país. La corrupción funciona mediante un mecanismo perfecto que ata voluntades y deseos humanos y se perpetua por sí sola.
En el caso de la operación Lava Jato, el modus operandi nos suena a todos: constructora paga soborno a político a cambio de adjudicación a dedo de contrato licitado por empresa -en este caso Petrobras, de naturaleza semipública-. Luego empresa en cuestión firma contrato con constructora que gana dinero con la adjudicación y que, por si fuera poco, infla el presupuesto para enriquecerse también a costa del contribuyente -en este caso el ciudadano de a pie brasileño-.
Túnel de corrupción funciona mejor como retrato social del Brasil actual que como thriller policial. Eso la convierte en una rareza que tambalea durante su desarrollo, pero se mantiene impertérrita en su discurso. Así, José Padhilla vuelve a ofrecer una disección de la pobreza moral y económica de un país de más de doscientos millones de habitantes.