Como adelantaba en mi último escrito, el siguiente objetivo de la ruta era Ghardaia y la Pentápolis del valle de M’Zab. Un oasis milenario tan lejano e inaccesible como atrayente que durante años representó mi particular ‘Castillo de irás y no volverás’. Había que ir.
Así que empujados por la ansiedad de llegar, partimos temprano de Taghit, procurando, inútilmente, no despertar al viento. Un viento de arena, el ‘harmattan’, ‘khamesin’, ‘gibbli’, o como queráis llamarle, siempre letal y enloquecedor, que se convirtió en nuestro permanente compañero de viaje junto con la sed y el hambre propios del Ramadán, así como una pareja de gendarmes, que con buena o mala fortuna se empeñaban en darnos escolta permanente.
Y tras dos largos días de penar y disfrutar a partes iguales, sin más compañía que algunos camellos, controles de la ‘gendarmerie’ y pequeñas aldeas levantadas en la nada, llegamos a Ghardaia, la capital de los oasis del M’Zab, la isla de las siete ciudades.
Llegamos justo tras el ‘iftar’ cuando la ciudad se había convertido en un hormiguero de hombres que circulaban sin parar por un laberinto de callejuelas, zocos, mezquitas y un sinfín de puestos de tiendas, de ropa, de especies y de miserias. De fondo, los altavoces transmitían insistentemente las llamadas del almuédano a la oración.
Rotos del cansancio, nos fuimos al hotel. Nos acostamos con hambre y nos levantamos con más, pero descansamos del viaje a pesar de la austeridad del hotel seleccionado, (a veces hasta me sorprendo).
Por la mañana estaba todo mucho más tranquilo. La ciudad había amanecido envuelta por una densa capa de arena en el aire. Es el ‘harmattan’, que siempre lleva consigo un olor a polvo, a acacia requemada y a camello.
Dimos un paseo por la vieja Medina y subimos empinadas calles hasta el gran minarete que preside la ciudad, solo se oía el coro de hombres leyendo el Corán desde el interior de alguna mezquita o los pasos sigilosos de algunas mujeres ocultas tras un manto blanco que apenas dejaba entrever un ojo. Parecía que hubiéramos entrado de lleno en uno de aquellos cuentos del érase que se era que contaba Sherezade. Poco a poco la ciudad fue despertando y el gran zoco cobrando vida de nuevo.
Y mientras tanto, seguíamos sin comer. Dicen que este año está siendo duro el Ramadán, ya lo creo. En mis años en Libia lo llevé mejor, me estaré haciendo mayor.
De Ghardaia partimos al atardecer hasta el oasis de Laghouat y de allí a Orán, donde saciamos nuestros más elementales instintos (cerveza y hamburguesa), Argel, Constantine y Annaba hasta la frontera con Túnez, donde de momento me encuentro atrapado.
Pero eso ya os lo cuento la semana que viene porque tengo la extraña sensación de que la catástrofe final es inminente, así que estoy preparando un plan B.
Veremos qué pasa, porque como decía aquel mago argentino, baraja las cartas ‘la mano de Dios’.