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Desde Tánger a Taghazout: un 'road trip' por la costa atlántica de Marruecos

Jara B. Gavín

26 de agosto de 2023 22:06 h

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Todo comienza en Tánger, la Puerta de África. El aeropuerto de Tánger está situado a escasos metros de la orilla del mar. Después de que el avión vire mar adentro para, tras un giro de 180 grados, encararse hacia la orilla y comenzar a perder tanta altura que pareciera, por un momento, que el aterrizaje se va a producir sobre el mismo Atlántico, empezarás a sentir que la aventura ha dado comienzo.

Tras los habituales y tediosos controles fronterizos, en el propio aeropuerto es posible alquilar el vehículo que te llevará a recorrer este viaje inolvidable por un Marruecos más marinero, bohemio y artístico que cualquier otro.

Tánger es una ciudad sorprendente en la que se mezclan una modernidad palpable, sobre todo, en la zona del puerto nuevo, con la tradición marroquí más clásica, que se pone de manifiesto en la Fondouj Cherka, un antiguo hotel para comerciantes que hoy hace las veces de mercado de abastos y cuya perfecta decadencia atrapa a cualquiera que lo visite.

Unas pocas calles, atestadas de comerciantes callejeros que exponen sus baratijas en el suelo aquí y allá, separan este lugar de la kashbah de la ciudad, donde es fácil comprender por qué la Generación beat eligió la ciudad de Tánger como refugio y símbolo de libertad y transgresión, entre los años 40 y 50.

El polémico escritor marroquí Mohamed Chukri, testigo de aquella época en la que Tánger fue Zona Internacional y refugio de intelectuales europeos y americanos, la definió bien como “la ciudad más misteriosa y extraordinaria del mundo”, y es que, si se dedican un par de días a transitar por sus calles con los ojos bien abiertos, la percepción será exactamente la misma que tuvieron Chukri e incluso los Rolling Stones, que viajaron a Tánger en innumerables ocasiones.

Hoy, el Café Baba, donde la famosa banda forjó algunos de sus trabajos más reconocidos y viró hacia un estilo más hippie, es uno de los lugares imprescindibles en los que detenerse a degustar un té a la menta, tal vez el primero de este gran viaje.

La bella Asilah

Parece imposible que tan solo 45 minutos de carretera separen el incomprensible eclecticismo de Tánger de la ordenada belleza de Asilah, en cuya inmaculada medina, situada al borde del mar, encontraremos calma a raudales, una cierta similitud con los pueblos blancos de Andalucía y muestras de arte urbano a cada paso.

Cada año, desde los años 70, se celebra en la ciudad el Festival de las Artes de Asilah, que nació como solución a la dejadez y la suciedad que asolaban la ciudad, y cuyas obras al aire libre se conservan entre una edición y otra.

Además, en el interior de la enorme muralla construida durante la colonización portuguesa del S.XV, las tiendas de artesanía típica, alfombras y galerías de arte, se suceden por doquier y, a pesar de ello, es prácticamente imposible sentir, en Asilah, el agobio del comercio callejero marroquí que vive en el imaginario colectivo, aunque el regateo es, como siempre en Marruecos, de obligado cumplimiento.

Dedicar un día a su medina, patrimonio mundial por la UNESCO, es imprescindible antes de poner rumbo al sur, hacia la única ciudad imperial que visitaremos en este viaje por carretera.

Rabat, la ciudad imperial ignorada por el turismo

Salvando el caos de tráfico que supone entrar por carretera a la capital del Reino de Marruecos, Rabat aparece como una ciudad sorprendentemente cuidada y moderna, en la que sus quartiers y algunos de sus edificios todavía recuerdan a la época del imperialismo francés.

Otros edificios más modernos, que pertenecen en su mayoría a instituciones gubernamentales, así como su moderna red de tranvía, hacen pensar, por momentos, que la parada en la incomprendida Rabat, habría podido ser prescindible.

Nada más lejos de la realidad; adentrarse, de repente, en la antigua Medina de Rabat es como hacer un viaje en el tiempo. Sus edificios de adobe rojizo, los puestos callejeros en los que se apilan naranjas, fresas, cabezas de cordero o enormes montones de cilantro, y la alborotada multitud de un enorme mercado al aire libre donde lo más probable es no cruzarse con ningún turista más, será uno de los mejores contrastes de este viaje.

Pero lo mejor de Rabat espera justo al otro lado de la Medina, en la Kashbah de los Oudayas, protegida por una imponente muralla de diez metros de altura y dos de grosor, en cuyo interior se esconde un laberinto de callejuelas azules y blancas que desembocan en una enorme plaza colgada sobre el atlántico y donde, si se tiene la suerte de escuchar el muecín llamando a la oración, la experiencia será realmente evocadora.

Antes de abandonar la ciudad y, siempre que se aprecien los puntos de interés más monumentales, merece la pena acercarse hasta la torre de Hassan, cuyos restos -los que sobrevivieron al terremoto que también asoló Lisboa en 1755- se alzan custodiados por cientos de columnas, justo al lado del mausoleo de Mohamed V, construido entre 1961 y 1971.

El hervidero de Casablanca

Casablanca es la capital económica de Marruecos y, también, la ciudad más poblada del país. Algunos rascacielos diseminados aquí y allá, y un tráfico ingente y muy lento, podrían ser motivo suficiente para evitar esta parada en este viaje por la costa marroquí.

Si se dispone del tiempo suficiente, es recomendable hacer un alto en el camino y disfrutar, durante unas horas, de una realidad que no escapa a casi ningún destino del mundo; también existen ciudades menos bellas o preparadas para los ojos del turista que, sin embargo, nos permitirán asomarnos a la vida cotidiana de la que nunca hablan las guías de viaje.

Una Medina que dista mucho de estar entre las más bellas del país pero en la que la amabilidad de sus gentes suplirá con creces otras carencias, y la visita -si es posible, al atardecer- a la Mezquita de Hassan II, la segunda más grande del mundo después de La Meca, son dos planes a tener en cuenta en Casablanca.

Essaouira, la perla del Atlántico marroquí

Es prácticamente imposible escapar al embrujo de la antigua Mogador, bautizada así durante la colonización portuguesa, que dejó para siempre su impronta en la muralla defensiva contra la que hoy siguen golpeando las enormes olas que azotan la Medina de la ciudad cuando arrecian los vientos Taros.

Essaouira fue, en los 60, un paraíso hippie cuyo espíritu todavía puede sentirse entre las calles de la misma Medina de la que se enamoró Jimmy Hendrix en su visita a la ciudad, en 1969, pocos días antes de celebrarse el festival de Woodstock.

Aquella visita no hizo sino alimentar el mito bohemio de una ciudad que sigue atrayendo a artistas de todo el mundo, a los que, en los últimos años, se ha unido un colectivo surfero que encuentra en sus playas un lugar donde practicar surf durante todo el año.

Pero aunque Jimmy Hendrix e incluso Bob Marley sigan sonando en algunos de los coquetos locales que salpican las calles de la Medina, que fue también uno de los escenarios más reconocibles de Juego de Tronos, Essaouira sigue conservando un aire tradicional que atrapa mucho más que cualquier mito de la revolución hippie o de la serie más viral de los últimos años.

Esta autenticidad se siente especialmente en su hipnótico puerto, que recomendamos visitar a primera hora de la mañana cuando, los enormes barcos, cargados de pescado fresco, entran al puerto seguidos de miles de gaviotas, ávidas por hacerse con su parte del pastel. Es realmente imposible no sucumbir al encanto de este momento.

Contemplar el atardecer sobre las murallas o incluso desde el mismo puerto, y ver al sol esconderse tras las Islas Púrpuras, acabarán de convencerte de que Essaouira es, sin duda, uno de los lugares más mágicos de Marruecos.

Taghazout, el big south de Marruecos

Nuestro viaje termina en el pequeño pueblo costero de Taghazout, un tradicional pueblo de pescadores que hoy se ha convertido en una de las Mecas del surf mundial, y en el que ambas actividades siguen conviviendo bajo la mirada curiosa de los viajeros que se acercan por allí.

Las enormes playas de esta suerte de California marroquí son el lugar perfecto en el que reposar los recuerdos de un largo viaje que nos ha llevado a conocer un Marruecos menos saturado de turistas en busca de la foto, pero igual de bello y auténtico que otros circuitos más apreciados por el gran público.

En Taghazout también es posible comerse una deliciosa dorada a la brasa mientras la marea baja nos acaricia los pies, disfrutar de una deliciosa crepe marroquí o dejarse hipnotizar por una pachanga de fútbol improvisada en la plaza del pueblo, al anochecer. Y cualquiera de esas cosas resonará mucho más en nuestra memoria que la visita al más famoso monumento.