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Apocalipsis alimentario

Estudio sobre la carne de ciervo

Esther Samper

El miedo vende, siempre lo ha hecho. Ya sea para venderte alarmas para el hogar, como para “animarte” a realizar un plan de pensiones privado, la estrategia del miedo es una poderosa aliada. Lo mismo ocurre para vender libros. Pocos venden libros de no ficción diciendo que todo va bien y podemos estar seguros y tranquilos, salvo que sea un libro de autoayuda. El alarmismo es un recurso recurrente para promocionar libros, especialmente en el ámbito de la salud y, sobre todo, en la alimentación. ¿Por qué la alimentación en particular? Porque es un terreno cotidiano para todos y es, además, uno de los campos más minados por el miedo irracional en los últimos años. La desinformación es, en gran parte, responsable de ello.

En ese sentido, el Eurobarómetro de Seguridad Alimentaria de 2019 refleja la magnitud de este miedo. En Europa, las preocupaciones más frecuentes relacionadas con los alimentos son: los residuos de antibióticos, hormonas o esteroides en la carne (44 % de la población), los residuos de pesticidas en los alimentos (39 %), los contaminantes ambientales en pescado, carne o productos lácteos (37 %) y los aditivos, como los colorantes, conservantes o saborizantes utilizados en alimentos o bebidas (36 %). Poco importa que la carne para consumo humano de la UE no contenga antibióticos ni hormonas, entre otras razones, porque está prohibido. Tampoco importa que, por ley, la presencia de pesticidas en los alimentos está limitada a unos niveles seguros para el ser humano o que los aditivos han demostrado su seguridad en múltiples estudios y se emplean en cantidades muy por debajo de los límites considerados peligrosos. Los mensajes alarmistas calan, pese a que sean mentira.

Siendo la alimentación un terreno ya abonado con el miedo, no resulta sorprendente que en las últimas semanas nos hayan llegado mensajes mediáticos tan “tranquilizadores” como “la mayoría de los alimentos están envenenados y provocan una muerte lenta” o que “todos los niños españoles orinan plástico, que viene del consumo alimentario”. Casualidades de la vida, o no, las personas que afirman hechos tan tajantes venían a hablar de su libro. Verdades, medias verdades y falsedades se entremezclan en tales discursos alarmistas que son muy sencillos de realizar, pero muy engorrosos de desmontar. Este fenómeno está bien descrito por el principio de Brandolini: la cantidad de energía necesaria para refutar una estupidez es de (al menos) un orden de magnitud superior a la necesaria para crear dicha estupidez.

No se trata solo de que combatir tales afirmaciones erróneas requiere de un esfuerzo considerable, es que los mensajes científicos, tranquilizadores y sosegados no tienen la capacidad de viralizarse y dispersarse entre la población como un mensaje del estilo “nos están envenenando y matando lentamente”. La afirmación “nunca habíamos disfrutado de tanta seguridad alimentaria en toda nuestra historia” es calmada, sosa, hasta levanta suspicacias, y por ello no llega lejos, aunque sea cierta. Es la barrera constante a la que nos enfrentamos los que combatimos la desinformación sobre salud, que la mentira se difunde más por las redes sociales que la verdad porque la primera tiene más gancho y resulta más emocionante.

Rebatir la desinformación se complica aún más cuando parte de un reconocido investigador, con gran cantidad de publicaciones científicas serias e impacto a sus espaldas. Varios periodistas defendieron el interés público de entrevistar a Nicolás Olea (que afirmaba que los niños mean plástico) porque se trata de un científico con artículos serios y reconocidos. Yo, que me he movido tanto en el ámbito científico como el de la comunicación, conozco la existencia de los científicos “doctor Jekyll y Mr. Hyde”: “El doctor Jekyll, investigador de cierto prestigio, riguroso y comedido en sus publicaciones científicas, se convierte en el señor Hyde, terrorífico alarmista que dice barbaridades en las entrevistas y que escribe libros en los que asusta a la gente. El periodista cree que está entrevistando al Dr. Jekyll, pero quien tiene delante es Hyde. Los lectores asustados por ”los químicos“ compran el libro firmado por el Dr. Jekyll, que en realidad lo ha escrito Hyde. Si criticas a Hyde, él se defiende usando el prestigio del Dr. Jekyll”.

Con un análisis crítico, informado y racional, el apocalipsis alimentario se deshace como un castillo de arena ante las olas. Sirva como ejemplo una de las afirmaciones de Olea: “El bisfenol A se encuentra también en plásticos como el policarbonato, usado en envases de zumos, leche y agua, en utensilios para comer y hasta en biberones.” Si Olea supiera un mínimo de política alimentaria, sabría que desde 2010 tanto en Europa como en Estados Unidos y Canadá está prohibida la fabricación, venta e importación de bisfenol A en biberones por un principio de precaución especial para proteger a los bebés. Tampoco está permitido que los recipientes en contacto con los alimentos dirigidos a niños de corta edad liberen bisfenol A. La dosis, en cualquier caso, es la clave. Se han realizado estudios sobre el bisfenol A y las dosis a las que potencialmente estaríamos expuestos con la dieta no suponen problemas para la salud de los consumidores, sea cual sea la edad.

Rossend Doménech es aún más rotundo en sus afirmaciones: “Creo que la mayoría de los alimentos que encontramos en las tiendas estándar -en los supermercados, hipermercados, grandes superficies...- está envenenado. Los envenenan para empezar en los campos, donde les ponen los fertilizantes, insecticidas, pesticidas, herbicidas y todo eso.” Parece que Doménech no tienen en cuenta dos hechos. El primero, que la agricultura lleva utilizando insecticidas, pesticidas y herbicidas desde hace más de un siglo (los fertilizantes desde hace siglos) y la esperanza de vida no ha hecho sino subir. Como método de envenenamiento parece poco efectivo.

El segundo hecho es que aunque estos compuestos químicos se apliquen en los campos de cultivo, no se permite su recolección inmediata, como sabe cualquier agricultor. Por ejemplo, cuando se fumiga es obligatorio dejar un espacio de tiempo antes de la cosecha para garantizar que estos compuestos han desaparecido o se encuentran en niveles irrisorios. Las autoridades alimentarias analizan con frecuencia la presencia de posibles residuos de pesticidas en los alimentos. En ese sentido, la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria detalló en su informe de 2017 que el 96 % de las muestras estudiadas contenían restos de pesticidas dentro de los límites y que “la probabilidad de que la salud de los consumidores corra peligro debido a la exposición a pesticidas es baja”. Estos son los datos científicos y rigurosos, que no sostienen para nada la alarmista afirmación “la mayoría de los alimentos están envenenados”, pero tampoco sirven para promocionar un libro.

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