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Y tú, ¿qué mundo quieres?

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Sira Abenoza

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La peor crisis desde la Gran Depresión. Países replegados en sí mismos y levantando barreras. Nacionalismo y autarquía. Sociedades de control que limitan nuestros movimientos, que nos vigilan. Pasaporte sanitario. Recorte de derechos. Gran hermano. Desocupación. Recortes económicos. Desesperación. Rescates billonarios. Hagan el favor de comportarse. Más virus. Más recortes. Menos movimiento. Confinamiento. Más desocupación.

Hace semanas que los platós y los estudios de radio se llenan de voces de expertos dando su visión sobre cómo será el mundo que nos espera. El mundo post virus-de-las-narices. La vida dentro de la nueva normalidad. Programa tras programa abre su espacio a invitados que lleguen a dar respuestas y soluciones. Y ellos, uno tras otro, ensayan hipótesis, lanzan titulares y nos hunden, a menudo, en una mayor depresión.

Es un vicio común. Nos suele gustar que los expertos nos digan cómo serán las cosas mientras nosotros, desde el sofá o el coche, vamos cambiando de canal. Vemos lo que nos da la razón (y nos quedamos en el show), rechazamos lo que nos contradice (clic, a otro canal). En un escenario tan incierto como éste, el deseo de recibir respuestas se multiplica: 'señores sabios, por favor, dígannos cómo será la vida mañana, la semana que viene, los años que están por venir.' Esperamos que las respuestas contribuyan, aunque sea parcialmente, a apaciguar esta ansiedad de sistema acelerado y que ahora, para más inri, debemos manejar sin disponer de muchas vías de escapatoria.

Entiendo que sea así, pero quizás estemos equivocando el camino. La crisis intensifica nuestra tendencia a buscar la solución antes de haber comprendido el problema —un hábito que ha sido descrito por autores y tratado por consultores y terapeutas. No recuerdo si es en Los hombres son de Marte y las mujeres de Venus o en otro libro parecido, se dice que los hombres tienen la necesidad de resolverlo todo de forma inmediata, mientras que las mujeres, a menudo, solo piden poder hablar y ser escuchadas. No sé si es una cuestión de género o algo común a la humanidad. Lo que sí sé es que las soluciones que se plantean sin antes haber comprendido bien el problema son generalmente un error. Esto es, una oportunidad perdida.

Hay un sinfín de ejemplos de falsas soluciones o remedios inadecuados. Por ejemplo, ante la crisis de los refugiados sirios, con toda la buena fe del mundo, ONGs, empresas y ciudadanos se pusieron a enviar miles de osos de peluche para los niños y decenas de miles de pares de zapatos para pequeños y adultos. Esos miles de muñecos de peluche y esos miles de pares de zapatos quedaron tirados en los campos una vez todos los refugiados se fueron a otra parte. Conclusión: no era lo que adultos y niños necesitaban en ese momento.

De hecho, los países en vías de desarrollo están hartos de recibir soluciones que no resuelven sus problemas porque fueron pensadas desde oficinas del primer mundo. Bajo programas de filantropía o de responsabilidad social corporativa, muchas empresas han creado proyectos millonarios que no resolvían los problemas reales de sus supuestos beneficiarios: escuelas que se construyeron y nunca llegaron a tener alumnos, bosques plantados donde no se necesitaban, zapatos incómodos, mesas que cojean, juguetes tóxicos.

Pensaban por los otros, en vez de preguntar a los otros qué necesitan.

Tal vez ese sea al punto. Quizás haríamos bien en detenernos a pensar si las respuestas usuales son las soluciones adecuadas. Nos apresuramos a buscar y abrazar respuestas y soluciones de inmediato porque eso nos da una (falsa) sensación de seguridad.

Pero, ¿qué ocurriría si ahora dejáramos de pedir pronósticos y respuestas? ¿Qué tal si ahora, para variar, contenemos esa pulsión y hacemos aquello que Rainer Maria Rilke le encomendaba al joven poeta: 'tener paciencia con todo aquello que no se ha resuelto en nuestro corazón e intentar amar las preguntas'?

Hay muchos sucesos del presente que no entendemos y nos asombran, que nos dan miedo o inquietan. ¿Y si nos dedicamos a mirar esas circunstancias, procesos, hechos, teorías con detenimiento sin pensar todavía en soluciones veloces, solo para entender la profundidad de su alcance, para explorar todos sus matices?

El Crack del 29 y la Segunda Guerra Mundial, más allá del enorme desastre que generaron, sirvieron para ampliar el Estado del Bienestar y para que se reconocieran nuevos derechos humanos. Si eso fue posible después de semejantes tragedias, probablemente no fue porque hubo expertos en la televisión, la radio o el periódico diagnosticando cómo de terrible iba a ser el futuro. Si se logró un futuro mejor que el pasado fue probablemente porque hubo ciudadanos, políticos, pensadores que imaginaron cómo querían que fuera el mundo y se pusieron a actuar. Aprendiendo de ellos, quizás hoy no es tiempo de respuestas sino de amar las preguntas, todas las que se nos ocurran. Es tiempo, ante todo, de pensar e imaginar qué mundo queremos para mañana.

Las transformaciones, especialmente las positivas, las que implican ampliaciones de nuestros derechos y del bienestar, no vienen de una actitud pasiva, de sofá, de preguntar al experto qué vendrá: vienen del compromiso activo e imaginativo con lo que hay, con los que sufren, con los que vendrán. Viene del deseo de pensar cómo queremos que sea el mundo y de ver de qué modo —medios de comunicación, think tanks, políticos, académicos, ciudadanos al fin— podemos contribuir a que así sea. Seamos protagonistas, no espectadores.

Si dedicamos las decenas de horas y horas de Zoom a explorar, juntos, qué necesitamos y qué nos gustaría. Si damos rienda suelta a la imaginación, si escapamos de esta cárcel mental; si ponemos nuestras energías a imaginar algo mejor en lugar de quejarnos —incorporando a nuestros adversarios para encontrar un mundo que nos contenga a todos—, quizás consigamos que el futuro sea mejor que su pronóstico.

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