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Problemas de convivencia en los centros educativos: ¿sólo una cuestión de recursos?

Dos estudiantes de Bachillerato durante una prueba de selectividad.

Beatriz Martín del Campo

En este último año he escuchado a varios profesores de distintos lugares hablar alarmados del aumento de problemas psicológicos y sociales que detectan en sus estudiantes de la ESO y Bachillerato y la falta de recursos con la que se tienen que enfrentar a situaciones límite en la convivencia de los centros. Agresiones entre estudiantes, síntomas de depresión y ansiedad que afectan negativamente al rendimiento académico y a las relaciones sociales, dificultades económicas y problemas familiares graves son los casos mencionados con más frecuencia.

No pongo en duda que el nivel de conflictividad en los centros educativos pueda haber aumentado: sería una consecuencia más que esperable del periodo de crisis económica y cultural que estamos viviendo. Y, ante esto, la afirmación de que faltan recursos es un clamor. Es evidente que poseer un buen equipo de orientación psicológica y psicopedagógica, así como un trabajador social o un educador social en los centros para atender estos casos mejoraría la calidad de vida del profesorado y los estudiantes.

Sin embargo, creo que además de los recursos profesionalizados, hacen falta recursos culturales y personales que entren en juego en la misma aula. Ante una agresión entre adolescentes, una chica que pierde los nervios y sale de clase llorando y dando un portazo, un chaval que permanece solo y cabizbajo durante el recreo, o uno que se encara con el profesor y le agrede, podemos encontrar dos actitudes.

La primera actitud es la de aquellos docentes que consideran que su trabajo está siendo perturbado por esas situaciones anómalas. Su labor es transmitir conocimientos a sus alumnos en un aula organizada y pacífica en la que reina el respeto a su saber y su autoridad. Cuando algo se sale de madre, su respuesta es recurrir a instancias superiores o a los reglamentos de convivencia para aplicar las correspondientes sanciones. El problema debe desaparecer para que su labor se pueda seguir desarrollando, y solucionarlo no está dentro de sus funciones laborales. Para eso están las aulas de convivencia de los institutos, esos espacios donde acaban todos los alumnos que dan problemas a lo largo del día.

La segunda actitud es la de los docentes que consideran que su trabajo consiste en formar y educar a adolescentes, personas que no sólo están en proceso de formación sino en proceso de desarrollo. En este proceso, los adolescentes sufren altibajos relacionados con las hormonas, conflictos con sus múltiples y posibles yoes y enfrentamientos con la cultura opresora de sus mayores. Al ser conscientes de ello, este segundo tipo de docentes no desvinculan educación y formación y aceptan las luces y las sombras de trabajar con adolescentes como una parte lógica del proceso. Esto no significa que acepten las conductas disruptivas de sus estudiantes sin rechistar, sino que asuman que éstas forman parte de la realidad educativa y se comprometan a solucionarlas recurriendo no solo a las sanciones y a los tiempos fuera, sino también a sus habilidades de solución de conflictos y de relación interpersonal.

Cuantos más docentes de este segundo tipo tenga un centro educativo, más posibilidades de éxito tendrán los equipos psicopedagógicos en la resolución de situaciones conflictivas. El éxito de una intervención en un centro no pueden depender de que una sola persona sostenga todos los malestares individuales que se producen día a día en el entorno escolar. Todo cambiaría si el equipo humano que compone el centro tuviese como misión transversal el bienestar de todos y cada uno de sus miembros.

Ya sé que a algunos esto les puede sonar a una postura blanda y poco comprometida con la cultura del esfuerzo, en la que cambiamos la transmisión de valiosos conocimientos por sesiones de catarsis colectiva para solucionar conductas disruptivas. Pero no se trata de cambiar una cosa por la otra. Se trata de enseñar y educar asumiendo que nuestros destinatarios son individuos diversos, con distintas historias de vida, distinta procedencia y distintas competencias.

Los docentes deben serlo no solo para el adolescente tranquilo de clase media, equilibrado y sin problemas familiares. También están los otros adolescentes, los que molestan con sus comportamientos disruptivos y sus ataques de ansiedad, con sus dificultades de aprendizaje y con sus problemas de identidad. No podemos pedir a los profesores que se conviertan en psicólogos, pero sí que adopten una actitud de educadores ante estos adolescentes no esperados pero cada vez más numerosos.

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