La sintaxis dominante
En Argentina, muchos de nosotros pasamos la década de los noventa —los años del menemismo, del neoliberalismo duro— reclamando, protestando, expresando nuestra crítica al discurso antipolítico entonces en boga; llamando a la repolitización de lo social, e incluso a una cierta repolitización de la literatura, que para mí, por supuesto, nunca pasa por los contenidos, por el tema, por la trama, sino por una (o varias) determinada forma de poner en cuestión la sintaxis dominante. Pero ahora, en cambio, estamos agotados, saturados del exceso de politización retórica oficial, del discurso grandilocuente del populismo de izquierda. Lo mejor que hizo el gobierno es elegir sus enemigos: los grandes grupos mediáticos, la Iglesia, el poder económico concentrado. ¿Alcanza con eso? Si en cada acción trivial de gobierno, en cada pequeñez insignificante, el gobierno plantea que se juega una batalla por lo nacional y popular, por la soberanía económica, es posible que la situación comience a hartar. No parece haber hoy otro tema de discusión que la política. Pero no lo político entendido como la aparición de acontecimientos transformadores, la institución de experiencias colectivas inéditas, sino como ampulosa retórica de estado, o también, como su contracara necesaria: el discurso neogolpista de las corporaciones mediáticas y sus empleados free lance (también llamados diputados, senadores, partidos de oposición, jueces).
En medio de la asfixia galopante, curiosamente, la literatura argentina sigue teniendo lugar. ¿Cómo y por qué ocurre eso? No lo sé. Como tampoco sé por qué ocurre otro fenómeno cultural cuanto menos exótico: cada gran diario nacional —cuatro en total— publica un suplemento literario grande, de decenas de páginas, con notas, reseñas, entrevistas, comentarios de libros. En un mercado editorial microscópico como el argentino, semejante derroche de celulosa parece antieconómico, y efectivamente lo es. Pero es muy bienvenido (la literatura tiene que ver con el derroche, no con la inversión). Debería aclararse, sin embargo, que esos suplementos culturales muchas veces parecen intercambiables. ¿Qué es lo que diferencia uno del otro? Tampoco lo sabemos. No se logra percibir qué línea literaria defienden, qué posición discuten, qué estéticas los conmueven. Y cuando —muy pocas veces— algo así ocurre, es de manera lateral, en la firma de tal o cual colaborador, en el gesto audaz de un editor al elegir tal o cual libro del año. Quizás, más allá de sus evidentes diferencias, lo que tengan en común el populismo de izquierda, las operaciones neogolpistas de los holdings mediáticos y la homogeneidad de los suplementos culturales resida en colocar al mercado como el horizonte de nuestra época. Hay allí una discusión para dar.