«La calidad instrumental del dinero domina la mente con el absolutismo de un fin último»
“El dinero es enemigo absoluto de la estética, pues reduce cada objeto a ausencia de forma, a un fenómeno puramente cuantitativo”.
George Ritzer, Teoría sociológica clásica.
Quizá porque sabe que en pocos minutos vamos a meternos en otro tema (el dinero), Salvador Giner tiene la buena ocurrencia de mostrarme, antes, el jardín elevado y casi oculto del Institut d’Estudis Catalans, que él preside. El jardín lleva el nombre de Mercè Rodoreda, y agrupa en parterres geométricos algunas de las muchas especies que aparecen en sus novelas (salvia, cinerarias, granados enanos y por supuesto camelios), alrededor de una pérgola con glicinas recién podadas. Y a pesar de que el momento y el lugar —es un mediodía soleado y tibio de diciembre y el jardín-terraza está en medio de un islote gótico vacío de turistas e interpelaciones navideñas— invitan a olvidarse del asunto angustiante que motiva la entrevista (“el dinero como cultura de nuestro tiempo”), este escenario medieval evoca un invento barcelonés —la Taula de Canvi (Mesa de Cambio), inaugurada en la Lonja, en 1401— cuya importancia en la historia de la economía Salvador Giner analizó en su ensayo El futuro del capitalismo:
Desde la invención barcelonesa de la banca —la Taula de Canvi— y la milanesa de contabilidad a través del libro de doble entrada, con su debe, su haber y su saldo, algunos pueblos mediterráneos, en espacial catalanes y lombardos, pusieron en marcha sin saberlo un orden económico destinado a transformar y dominar el mundo. Tras Barcelona, Génova, Florencia, Ragucia y Venecia, vinieron Ámsterdam, Londres y las ciudades nórdicas de la Hansa, entre otras, y seguidas por Lisboa y Sevilla. Todas ellas dieron al naciente modo de comerciar, e invertir para ganar, un nuevo empuje, al tiempo que con los imperios ultramarinos de Portugal, Castilla, Holanda, Inglaterra y Francia y el continental hacia Oriente de Rusia creaban mediante la rapiña y la lucha cruenta entre ellos mismos el soporte necesario para la mundialización de la naciente economía.
Pero el autor de ese ensayo imprescindible se me escapa ahora, a zancadas largas, entre los parterres de camelias rojas y granados diminutos, y baja rápido las escalinatas comentando los rasgos barrocos del mosaico, y señalando —al cruzar el patio empedrado— por dónde, a lo largo de todo el año, va recorriendo los muros el chorro de luz que llega, justamente, desde el jardín dedicado a la genial Rodoreda. Han pasado unos pocos minutos, y en pocos más llegaremos al restaurante (que da a las Ramblas), pero han bastado para que —a través del puñado de intelectuales catalanes que Giner me recuerda (Carlos Barral, Josep Maria Castellet, Xavier Rubert de Ventós, entre otros más o menos coetáneos) y a través de sus comentarios al vuelo, flashes eruditos e irónicos que dispara en un trayecto de poco más de cien metros— sea su propia presencia, su propia manera de moverse y de conversar lo que actúa, digamos, como trasmisor de lo “cualitativo” frente a lo “cuantitativo”. El tema del dinero como constituyente de la cultura de esta época está puesto ya, entre dos copas de vino, sobre la mesa, desde donde se ven las Ramblas, al otro lado de un cristal robusto que las mantiene inaudibles e inodoras, extrañas e incluso repelentes como se han vuelto poco a poco para los barceloneses. Pero quién podría, ahora, criticar el turismo, siendo casi lo único que deja caer “dinero” en la ciudad…
Hubo un gran sociólogo alemán, George Simmel, que escribió La filosofía del dinero, un ensayo que no ha sido superado. Alguna gente, después, ha escrito textos interesantes sobre el dinero, por ejemplo una socióloga argentina (a quien conocí una vez en Italia) que está en Princeton: se llama Viviana Zelizer. “The social meaning of money” es el título de su libro sobre este tema, el mejor que he leído después de Simmel. Claro que él lo escribió en 1905. El dinero, que según Simmel es el instrumento más puro posible (es decir, algo que es puro instrumento, pura matemática, puro cálculo nacido de un esfuerzo sistemático y extraordinario que ha exigido la mayor energía mental posible), se convierte en el ejemplo máximo de un medio convertido en un fin en sí mismo. La calidad instrumental del dinero domina la mente con el absolutismo de un fin último. ¿No sigue insuperado, Simmel?
El propio Salvador Giner (gran lector de Pascal) escribe un tipo de ensayo sociológico de una claridad clásica, desprovisto tanto de verborrea petulante como de sequedad:
La sacralización de lo profano es lo que caracteriza a la economía capitalista en su fase mediática y de consumismo masivo: su vana tendencia a elevar aquello que es inherentemente efímero, superficial, falso, mediático y esencialmente profano, a algo dotado de carisma o trascendencia. Así, el “parque temático”, el “crucero marítimo”, la “serie televisiva” que atrae a poblaciones enteras de consumidores de lo trivial intentan dotar de un aura trascendente, histórica, de ciencia-ficción, de superchería envuelta en el ropaje de la explicación presuntamente científica, a imágenes, sensaciones y relatos hueros, que no la poseen porque son, esencialmente, negocios“.
Escribe como si conversara, el artificio más convincente. Pero no habla como si escribiera; es demasiado curioso y vivaz, y se desvía, pregunta, recuerda, sortea solemnidades y dramatismos:
Antes el dinero respondía a la plata, al oro. Imperios emergidos de los metales que los esclavos rascaban en las entrañas de la tierra. Galeones españoles y piratas que esperaban, descansados, que pasara el galeón para abordarlo. El dinero en papel es el certificado de que existe su correspondencia en oro, en plata o en platino. Luego el dinero en papel se aparta del metal, e incluso del papel, de sí mismo. Ahora el dinero no existe… En fin: no soy posmoderno, no soy de los que niegan la existencia de Troya, digamos… pero es que vivimos en un mundo abstracto.
Giner retoma y reubica, en la perspectiva del siglo XXI, conceptos como los de estandarización y macdonalización:
El capitalismo posee una capacidad extraordinaria para transformarse a toda costa, aun socavando sus propios fundamentos económicos. El individualismo posesivo original muta en corporación anónima. La corporación homogeneiza su propio mercado. Pero con matices novedosos, con estrategias enmascaradoras que tratan ahora de dotar a productos “macdonalizados” unos atributos “personalizados”, “individualizadores”. Estratagemas con que empresas de hornadas más recientes pretenden compensar o velar esa tendencia hacia el triunfo de lo estándar. Porque a cada nuevo producto le esperan dos únicos destinos posibles: el triunfo o la desaparición. El autor de “La McDonalización de América” (yo aconsejé, en Ariel, que el título se tradujera como “La McDonalización de la sociedad”, ya que el fenómeno es global) es George Ritzer. Ese libro es brillante, aunque su autor no siempre lo es. Añado el libro “Fast Food Nation”, de Eric Schlosser. Es el único libro periodístico que tengo subrayado. Una obra maestra de investigación rigurosa. Y fue un best seller, pero entre un público ya crítico.
Ya consultó el reloj un par de veces, excusándose: le esperan votaciones en el Institut. No habló por el móvil ni una sola vez. Le nombro a Pierre Bourdieu. Lo conoció. Compartió mesa de conferencia y, luego, comió con él. Se escribieron, iniciando una amistad poco antes de que muriera pero antes, también, lamentablemente, dice Giner, de que “me diera cuenta de que su pensamiento es de derechas. Él creía que era de izquierdas, y todo el mundo también lo cree. Pero yo le descubrí un punto débil: fatalismo, resentimiento de clase media… Él por supuesto no lo sabía”.
Me llevo, para leer los próximos días, su último libro: El origen de la moral. Ética y valores en la sociedad actual (Península). Comenta —antes de irse corriendo a su despacho—que quizá tendría que haberlo titulado: “La transición moral”, y señala —risueño, como si anticipara quién es el asesino— el párrafo que contiene la clave argumental. No se despide antes de llamar la atención sobre la ilustración de la portada: un detalle de El Jardín de las delicias, de El Bosco. Un cerdo sentado con cofia de monja y ojitos libidinosos perfectamente buñuelesco.