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A la intemperie

Juan

El Llano —

Serás un escritor español nacido en la década de los 70 y tendrás que elegir: modernidad o tradición; David Foster Wallace o Francisco Umbral; campo o ciudad; bigote o mechas; boina o tatuajes. La elección, en realidad, la hará por ti un tipo desde un periódico, pero te verás igualmente condenado: esto eres.

Afirma Manuel Vilas en la solapa de sus novelas que en ellas practica “una forma de narrar propia del siglo XXI”. La frase cobra sentido si uno lee Intemperie, de Jesús Carrasco, pues de primeras resulta casi perogrullesco que alguien que escribe su novela en 2011 y la publica en 2013 sea un escritor del siglo XXI, énfasis al margen.

Nacido en 1972, Jesús Carrasco no sólo ignora a David Foster Wallace en su sonado debut, sino todo lo acaecido en el mundo desde ese mismo año de 1972, como poco. Un par de pistas locomotoras (se habla de una moto con sidecar y de un automóvil que es el único en todo la comarca) hacen pensar que Intemperie sitúa su acción en los años 40, y que Pascual Duarte o Alfanhuí van a saludarnos en cualquier momento desde lo alto de un algarrobo.

La propuesta de Jesús Carrasco no deja de causar asombro y simpatía. Asombra que alguien de su edad

escriba una novela que podría hacerse pasar por un inédito de Rafael Sánchez Ferlosio; y divierte que en medio de la borrachera de modernidad y de la melopea de postmodernidad y de la cogorza del internet un señor traiga a la fiesta agua del pozo y patatas que ha cogido con sus propias manos.

Sin embargo, no son objeciones generales las que pueden -ni deben- hacerse a esta novela, sino otras muy particulares que atañen a sus mismas coordenadas estéticas.

La historia de un niño fugado y del cabrero que le ofrece protección en medio de “El Llano” está narrada con una exhibición de arcaísmos que, llegados los medios del relato, a uno le acaba por mosquear. Primeramente, ese agotamiento del diccionario por sus páginas rurales recuerda a tantos premios literarios de provincias donde siempre gana el cuento que simula mejor ser literatura, esto es, que contiene una mayor variedad en su vocabulario. A fin de cuentas, ¿qué es escribir bien? Desde la ignorancia y la desidia, no conocer el significado de una palabra concede prestancia al que la usa, con esa admiración un poco bobainas de los niños por el tío materno que vive en Nueva York. Por otro, desde que en la página 55 se nos cuenta “el aparejo del burro”, uno malicia que el autor tiene un catálogo completo de actividades campesinas consignado en un cuaderno, y que desviará la narración para poder ir entremetiendo descripciones minuciosas de tareas que nada tendrán que ver con nuestra historia, como así sucede finalmente.

No en vano, el itinerario del niño y del viejo parece guiarse más por el deseo del autor de nombrar otro árbol que por su propio sentido de la orientación.

Venimos en este blog de leer a Andrés Trapiello, otro ropavejero -en plan bien- de las palabras; y justamente una frase suya nos vale aquí: “Los grandes libros no se escriben con todas las palabras, sino con las necesarias.”

Estas impresiones que suelto sobre Intemperie no quieren decir que el autor no escriba estupedamente, pero quizá lo hace mejor cuando se contiene que cuando se le desmanda lo folclórico. “En cuanto el alguacil metió el mechero, el esparto prendió. El abrigo de las paredes del torreón y el calor de la jornada hicieron el resto. En unos segundos las llamas superaron la altura del quicio de la puerta hasta que sus puntas se perdieron en el interior del tubo.”

Inventar esas “puntas” a las llamas sería en puridad escribir bien, y no el conocer al completo el campo semántico del fuego.

Intemperie nos llega arrimada a Miguel Delibes y a Cormac McCarthy, pero yo la veo más cercanía con las novelas también lugareñas de David Vann (siempre situadas en Alaska) o de Per Petterson (Noruega, o algo); las pormenorizadas narraciones de cómo se destaza una liebre o de cómo se levanta una cabaña de madera en medio del bosque, que tantas páginas llenan alegremente en estas obras, me aburren bastante, la verdad.

También he encontrado similitud entre Intemperie y Un centímetro de mar, de Ignacio Ferrando, que asimismo agotaba todo el tesauro que tocaba a su asunto marino; y con Baruc en el río, de Rubén Abella, drama rural, a mi juicio, con un mayor equilibrio entre el peso de las palabras y el peso de la historia.

Intemperie puede entenderse como un toque de atención a los autores demasiado modernos, pero también como un callejón sin salida para la literatura de nuestro país, que evidentemente no puede revitalizarse haciéndose vieja.

Serás un escritor español nacido en la década de los 70 y tendrás que elegir: modernidad o tradición; David Foster Wallace o Francisco Umbral; campo o ciudad; bigote o mechas; boina o tatuajes. La elección, en realidad, la hará por ti un tipo desde un periódico, pero te verás igualmente condenado: esto eres.

Afirma Manuel Vilas en la solapa de sus novelas que en ellas practica “una forma de narrar propia del siglo XXI”. La frase cobra sentido si uno lee Intemperie, de Jesús Carrasco, pues de primeras resulta casi perogrullesco que alguien que escribe su novela en 2011 y la publica en 2013 sea un escritor del siglo XXI, énfasis al margen.