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Las teorías de la conspiración en la novela posmoderna

Mª del Pilar Lozano Mijares

Una de las muchas razones por las que decidí en su momento meterme en una interminable y laberíntica tesis doctoral sobre la posmodernidad fue intentar encontrar respuesta a algo que me intrigaba de la novela de las últimas décadas del siglo xx: ¿por qué tantos textos se construían basándose en teorías de la conspiración, en los más intrincados complots? La recurrencia de esta constante —me decía mi voz interior de filóloga— tenía que deberse a algo más que una moda pasajera más o menos orquestada por las editoriales en busca de un nicho de mercado.

Poco después, descubrí un texto fundacional de la filosofía posmoderna que me ayudó a despejar incógnitas: El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, publicado por Fredric Jameson en 1982. En este artículo clarividente, Jameson describía las estrategias cognoscitivas y expresivas de la posmodernidad, entre ellas el pastiche y la esquizofrenia. Y así comprendí por qué nuestros paranoicos narradores posmodernos se empeñan en narrar conspiraciones, y por qué nosotros, paranoicos lectores posmodernos, disfrutamos enormemente con ellas.

Siguiendo a Jameson, una de las consecuencias de los cambios epistemológicos que ha provocado la posmodernidad es que ha convertido al sujeto que habita en ella en un ser esquizofrénico. La esquizofrenia consiste en una ruptura en la relación entre significantes, lo que provoca la imposibilidad de sentido. El esquizofrénico no puede ordenar coherentemente el presente, el pasado y el futuro no sólo de la frase, sino también de su propia identidad, de su vida psíquica: ya no puede concebir su identidad como algo estable, algo que persiste a lo largo del tiempo. Y dado que no tiene identidad personal, carece también de proyecto, puesto que este implica una continuidad a lo largo del tiempo, lo que le hace vivir arrojado a un presente que se experimenta como irrealidad, como pérdida de sentido: perdido el significado, el significante se convierte en imagen, en simulacro vacío.

A la hora de expresar esta nueva realidad a través del arte, la estética posmoderna propone un nuevo modo de percepción: a un mundo fragmentado corresponde una manera fragmentada de percibirlo. Este nuevo modo será lo que Jameson denomina “diferencia radical”, una percepción cercana al collage cubista que responde a la euforia y a los nuevos afectos o “intensidades” provocados por la esquizofrenia. El efecto estético que produce es de júbilo o “regocijo alucinatorio” ante lo superficial.

Esta diferencia radical que provoca la euforia o júbilo ante lo superficial es denominada por Jameson “lo sublime histérico, tecnológico o posmoderno”. Se trata de un proceso mediante el cual el texto posmoderno trata de representar estéticamente las máquinas de reproducción y simulación —ordenadores, televisión— propias de la tecnología de nuestros días (del capitalismo avanzado, consumista o multinacional). La tecnología funciona como símbolo, como posibilidad de representar la red de poder y control del sistema capitalista multinacional.

De todo este panorama deriva la nueva narrativa posmoderna, denominada por Jameson “paranoia de la alta tecnología”, que tematiza teorías de la conspiración, expresión directa de lo sublime posmoderno, y cuyo mejor ejemplo en la narrativa española última sería Acceso no autorizado, de Belén Gopegui, o, en un estilo muy distinto, La música del mundo, de Andrés Ibáñez (que incluso describe una Región Confabulada).

En conclusión, el sujeto de lo sublime posmoderno o sujeto esquizofrénico del que habla Jameson (y que se aplica por igual a escritores, lectores, narradores o personajes de novelas) ya no se considera una entidad coherente, generadora de sentido; su percepción de la realidad y la ficción no se articula en oposiciones binarias totales, sino en un juego inestable de coexistencia que termina con la superposición de ambas. Este tipo de sujeto fragmentado y esquizofrénico imprime a los protagonistas de las novelas un afán de deconstrucción no solo de su propia identidad y psicología, sino también de su relación —o, más bien, incapacidad de relación— con los otros y con la realidad. De ahí que los temas recurrentes de la novela posmoderna sean la incomunicación, la fragmentación de las emociones, la pérdida de sentido del mundo, la paranoia espacio-temporal, la ausencia de relación entre el cuerpo y la mente. El personaje se ha convertido en un ser itinerante, y arrastra con él al lector, copartícipe en el proceso de creación de la novela.

Echemos un vistazo a Ventajas de viajar en tren, de Antonio Orejudo. Los microrrelatos que se insertan en esta novela tienen un núcleo temático común, derivado de la concepción de la personalidad como esquizofrenia: la percepción de lo real como un conjunto de fragmentos, de hechos aislados, de cuya unión surge una explicación última: la conspiración de lo real contra el sujeto. Orejudo elabora continuamente teorías de la conspiración, sospechas que resultan verosímiles no porque su contenido lo sea, sino porque la forma de narrar aporta la credibilidad necesaria: los basureros, en realidad, son policía política que se dedica a vigilar y controlar, en el sentido más foucaultiano, a los ciudadanos analizando su basura; la poesía está llena de mensajes cifrados en los que se esconden las causas verdaderas de la historia; las noticias de la televisión y los periódicos se basan en la unión de fragmentos escritos por narradores asalariados; las novelas ocultan mensajes publicitarios escondidos en el entramado textual...

Con otro estilo, pero también en relación con las teorías de la conspiración, podemos analizar El mapa de las aguas, de Ángel García Galiano. La narración, de ritmo trepidante, se acerca desde un punto de vista genérico a la novela policiaca: es la narración de un asesinato. Pero García Galiano inscribe el género para subvertirlo: la búsqueda de la víctima, la escena del crimen, el juicio, todo es mentira, puesto que ha sido preparado, previsto. Las pistas no nos llevan a la verdad oficial, y asistimos a un castigo injusto por un asesinato que no ha ocurrido. La conspiración, en este caso, es el arma del protagonista para salvarse, para encontrar el mapa.

Lo sublime posmoderno no solo aparece en novelas que tematizan teorías de la conspiración que se desarrollan en el presente, como las anteriores, sino también en el pasado: es lo que se viene denominando “metaficción historiográfica”. Este tipo de narrativa es revisionista en dos sentidos: con respecto al contenido de la historia oficial (de la versión ortodoxa del pasado), y en relación con las propias normas y convenciones de la novela histórica misma.

La novela historiográfica es metaficción desde el momento en que se pregunta por la esencia misma de la historia. En la posmodernidad, la historia unitaria, teleológica y lineal de la modernidad es puesta en cuestión y deconstruida. La consecuencia de esta deconstrucción en narrativa será la aparición de historias apócrifas, secretas, de novelas que textualizan teorías de la conspiración —como La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza—, o que proponen una interpretación nueva de los hechos, la historia oculta, la historia de aquello que pudo ser y no fue, o incluso la historia de aquello que fue pero que no conocemos, como Fabulosas narraciones por historias, de Antonio Orejudo, o La parábola de Carmen la Reina, de Manuel Talens.

Especialmente, las novelas anteriores de Orejudo y Talens ejemplifican el fin de la historia moderna, entendida como metarrelato lineal y causal, e insertan procedimientos en la narración típicamente posmodernos —tal como explica el teórico de la literatura Brian McHale en Posmodernist Fiction—, como anacronismos y contradicciones irónicas, que desestabilizan la ontología del mundo representado por negar o reinterpretar hechos conocidos por todos, es decir, por formar parte del discurso histórico oficial; hibridación de lo histórico, lo metaficticio y lo fantástico; imposibilidad de distinguir entre verdad y mentira; teorías de la conspiración e historias apócrifas; importancia de la intrahistoria, de lo marginal...

En estas novelas, la verdad y la justicia son inalcanzables y todo se diluye en teorías de la conspiración que ni siquiera el final, que no queda ni abierto ni cerrado, consigue despejar. Las dudas no solo no se resuelven, sino que se amplifican hasta el infinito. La realidad se ha diluido en fragmentos, y la verdad depende de cómo se unan esos fragmentos, de la subjetividad del narrador y del lector, obligado este último a reconstruir las piezas y, por tanto, a incluir su propia interpretación en los hechos, re-creándolos junto al autor. Finalmente, el tiempo, roto el hilo que lo unía de forma ordenada en pasado-presente-futuro, se ha convertido en un esquizofrénico espacio plano.

Cuando defendí y publiqué mi tesis doctoral, pensé que podría desembarazarme para siempre de todas estas historias paranoicas que no me dejaban dormir, que me habían obligado a poner en cuestión todo lo que una vez había aprendido en la escuela (¿dónde quedó mi idolatrada Residencia de Estudiantes?), e incluso a recorrer una y otra vez mi propia ciudad, Madrid, en busca de sirenas en el parque del Retiro-Servadac. Pero no ha ocurrido: sigo instalada en el simulacro, a la espera de que el Príncipe de la Modernidad me rescate de las fauces caóticas y fragmentadas del Monstruo Posmoderno. Nostalgia de lo sublime…

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