La crisis en la eurozona: ¿Qué solución para qué problema?
La crisis en la eurozona resulta desconcertante. Los acontecimientos se suceden vertiginosamente, para que al final todo quede igual. El discurso oficial, liderado por el gobierno alemán, insiste machaconamente en interpretar la crisis como un asunto fiscal. Hay un problema de deuda pública, dicen, que exige reducir el gasto público y equilibrar el saldo presupuestario para recobrar la confianza de los inversores. Pero tal argumento sirve de poco o nada como explicación cuando, por ejemplo, todas las economías periféricas (Portugal, Irlanda, Grecia y España) tenían hasta 2008 un gasto público por debajo de la media de la eurozona y, algunas de ellas, caso de Irlanda y España, una deuda pública muy por debajo del límite impuesto por la Unión Europea.
Resulta desconcertante cómo a esta negación de la evidencia se le añade la insistencia en el dogma de la austeridad, por más que la situación lejos de avanzar empeora. Resulta no menos desconcertante que, una vez evidenciadas las serias carencias en la arquitectura de la unión monetaria, no se tomen medidas que sirvan siquiera para calmar la situación, como ejemplifica la desesperante inacción del Banco Central Europeo. Pero para entender un poco mejor una situación a primera vista desconcertante, conviene empezar por identificar bien el problema que realmente se quiere resolver. Y esto nos lleva a recordar que el origen de la crisis antes que fiscal es bancario, resultado a un proceso de colosal acumulación de deuda privada propiciada por el modelo neoliberal vigente.
La confluencia de intereses entre banca, grandes empresas y rentas altas propiciaría desde finales de los años setenta un conjunto de políticas neoliberales que incidieron sobre dos aspectos básicos: la ruptura del pacto social implícito de posguerra entre capital y trabajo, y el impulso del sector financiero. Ambos están interrelacionados en la medida en que la deuda, facilitada por la liquidez que aporta un sector financiero hipertrofiado, permite el “milagro” de compaginar ajustes salariales con una demanda agregada pujante (sostenida vía crédito).
En el caso de la eurozona este modelo se concreta en dos modalidades. Una primera en las economías del “núcleo”, como Alemania, orientada a la exportación, y una segunda en la periferia, cuyo crecimiento está guiado por el endeudamiento. Por su estructura productiva, Alemania pudo compensar el estancamiento de la demanda interna fruto de sus políticas de ajuste salarial, mediante sus exportaciones en un contexto favorable para la demanda externa. El excedente de ahorro acumulado por sus superávits comerciales se dirigió al exterior, dada la debilidad de la demanda local. Un lugar preferente fue el mercado estadounidense, donde los derivados de crédito y otros instrumentos financieros ofrecían una rentabilidad enorme mediante mayores niveles de endeudamiento, pretendidamente sin riesgo. Una regulación más laxa permitió el desarrollo de una ingeniería financiera muy compleja, pero que finalmente resultó ser la reinvención de la rueda; es decir, cómo financiarse desde la nada vía endeudamiento. El otro destino del ahorro excedente consistió en financiar el entonces vigoroso crecimiento de la periferia europea.
En esta segunda modalidad de la eurozona, el ajuste salarial se compensaba con la captación de ahorro externo, facilitado por unos bajos tipos de interés y una moneda fuerte como el euro. Pero los riesgos de esa excesiva dependencia a la financiación exterior se evidenciaron a partir de la quiebra de Lehman Brothers, en 2008, y la consiguiente sequía que provocó en los flujos de crédito internacionales. Es entonces cuando los prestamistas foráneos se percatan del riesgo de no recuperar sus inversiones.
Sin duda, esta situación ha puesto en evidencia las severas debilidades y vacíos del marco institucional comunitario, que debería haber compensado las asimetrías entre los Estados miembros. Pero la cuestión es sobre todo por qué no se ha avanzado lo más mínimo en corregir dichas carencias. Para entenderlo, partimos de la citada crisis bancaria por acumulación de deuda privada. Pero a este factor, común en otras zonas fuera de Europa, se une aquí un rasgo particular: deudores y acreedores comparten una misma área monetaria. Se plantea con ello un conflicto de intereses entre las prioridades de unos y otros. La crisis en la periferia amenaza los créditos de bancos alemanes o franceses, entre otros. Pero al mismo tiempo, la amenaza de ruptura del euro hace que los capitales huyan hacia aquellas economías donde, en caso de desaparecer la moneda común, sea menor la devaluación al regresar a sus antiguas monedas locales, y con ello pierdan menos valor sus capitales allí depositados. Esta entrada masiva de fondos permite a los bancos del núcleo acceder a financiación muy barata, pese a que su situación dista de estar saneada; mientras en la periferia el grifo del crédito está prácticamente cerrado.
El factor tiempo deja de ser una variable neutral. Es decir, que la lentitud de Bruselas y Fráncfort, si bien puede desesperar a los Estados intervenidos, resulta provechosa para los prestamistas, al ofrecerles más margen para reducir su exposición crediticia en aquellos países. Una idea al respecto la ofrece el caso griego. Según datos del Banco Internacional de Pagos, la exposición crediticia de Alemania en Grecia era de 45.114 millones de dólares en el primer trimestre de 2008, para pasar a reducirse a 5.512 millones al final de junio de este mismo año. Es decir, mientras las instituciones parecen perder tiempo, los acreedores se van deshaciendo del problema. En España, aunque las cifras son superiores (122.528 millones de dólares a final de junio de 2012) representan en torno a un 39% de sus créditos bancarios en el primer trimestre de 2008.
Experiencias anteriores, como la latinoamericana de los años ochenta, muestran cómo las políticas de ajuste consisten en maximizar las devoluciones a los acreedores a costa incluso de que los países afectados socialicen deuda privada. Así Alemania se muestra inflexible en que las ayudas a la banca estén avaladas por el Estado, por más que esto propicia la conversión de deuda privada en pública.
Según la teoría de la estabilidad hegemónica planteada por Charles Kindleberger, históricamente cualquier proceso de unificación monetaria es asimétrico y su estabilidad (incluso su viabilidad) depende de que, quien lidere esa unión, asuma también los costes de su hegemonía. Pero el discurso de la austeridad permite a Alemania eludirlos, por más que sus malas inversiones también colaboraran en el desastre. Así pues, para el caso de la eurozona la única solución posible pasa por que los bancos acreedores y los gobiernos que representan sus intereses asuman su corresponsabilidad, y con ello su parte de la factura.
0