El derecho a blasfemar
Como es conocido, en un atentado terrorista en París fueron asesinadas doce personas: diez que trabajaban en el semanario “Charlie Hebdo” y dos policías que intentaban protegerlas, precisamente, de ataques de esta índole. Es quizá menos sabido, o menos divulgado en nuestro entorno, que ayer mismo fueron asesinadas 31 personas al estallar un coche bomba ante una academia de policía en el centro de Saná (Yemén); que el 18 de diciembre fueron asesinadas 35 personas y secuestradas 185, en su mayoría mujeres y niños, en Gumsere, al noreste de Nigeria, y todavía no se tienen noticias de las decenas de niñas y adolescentes secuestradas por Boko Haram meses antes; que el 16 de diciembre pasado, fueron asesinadas otras 141 personas, la gran mayoría escolares, en Peshawar (Pakistán),… ¿Por qué? Por el mero hecho de pensar diferente, ir a la escuela, ser mujer o pasar por allí; por la banalidad del mal.
Sin embargo, el atentado de París parece sobrecogernos de manera especial, quizá porque nos hace sentir que, como anunciaba en 1986 el recientemente fallecido Ulrich Beck, “hasta ahora, todo el sufrimiento, toda la miseria, toda la violencia que unos seres humanos causaban a otros se resumía bajo la categoría de los ”otros“: los judíos, los negros, las mujeres… [Pero] ha llegado el final de los otros, el final de todas nuestras posibilidades de distanciamiento”. Y todo ello sin olvidar que queda mucho para que las condiciones de vida en Saná, Gumsere o Peshawar se parezcan en algo a las de París.
Teniendo claro que ninguna vida merece mejor consideración que otra y que es obligación de los poderes públicos y de la propia sociedad defender los derechos –todos los derechos- de todas las personas, hay que recordar que en una sociedad democrática avanzada, como pretenden serlo la francesa o la española, la defensa de derechos como la libertad de expresión e información no puede supeditarse a su conformidad con las ideas y opiniones mayoritarias o socialmente aceptadas sino que debe amparar, en palabras del Tribunal Europeo de Derechos Humanos (asunto Handyside c Reino Unido, de 1976, y mucho más recientemente, caso Otegui c. España, de 2011) “aquéllas que chocan, inquietan u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población”. Y ello porque la libertad de expresión constituye uno de los fundamentos esenciales del progreso y esa es la exigencia del pluralismo y el espíritu de apertura sin los cuales no existe una sociedad democrática.
Sin embargo, poco a poco parece ir calando la tesis de que hay que “evitar los excesos”, de que no se deben causar “problemas gratuitos”; en suma, de que “no hay que molestar” en los asuntos de religión, aunque para ello haya que sacrificar otros derechos como las libertades ideológicas, de expresión y reunión (recuérdense las reiteradas prohibiciones de las llamadas “procesiones ateas”) e, incluso, obligaciones del Estado. Y esta tesis ha sido abonada de forma preocupante por el propio Tribunal Europeo de Derechos Humanos en varias ocasiones (casos Otto-Preminger Institut v. Austria, de 1994, avalando la orden judicial de retirada de la película Das Liebeskonzil; Wingrove v. Reino Unido, de 1996, dando por bueno el rechazo a la comercialización del vídeo Visions of Ecstasy; I.A. v. Turquía, de 2005, aceptando la condena penal por la publicación de un libro tachado de blasfemo;…) contradiciendo así su doctrina general en materia de libertad de expresión -¿se puede inquietar u ofenden al Estado o a una fracción cualquiera de la población salvo si se trata de una fracción religiosa?-, aunque, en parte, parece haber corregido esa orientación más restrictiva (Klein v. Eslovaquia, de 2006, donde ampara la libertad para pedir a los católicos que abandonen su iglesia si quieren considerarse decentes).
Pues bien, si podemos decir que las condiciones de vida y de disfrute de derechos en Saná, Gumsere o Peshawar no son las mismas que, por ejemplo, en Nueva York, en parte se debe a que en este último lugar, como dijo en su día el Tribunal Supremo de Estados Unidos, “el hecho de que la sociedad pueda considerar ofensiva una expresión no es razón suficiente para suprimirla. Al contrario, puede ser motivo para que esté constitucionalmente protegida” (asunto Hustler Magazine vs. Falwell, de 1988).
Por cierto, en un país como Estados Unidos, donde un símbolo como la bandera tiene especial valor -“simboliza esta nación tanto como las letras que componen la palabra América”, dice el Tribunal Supremo- se ha admitido que forma parte de la libertad de expresión la quema de esa bandera (asunto Texas vs. Johnson, de 1989) y se declaró inconstitucional la Ley que pretendía sancionar esa conducta (caso United States v. Eichmann, de 1990); como contraste, en España tal conducta es constitutiva de delito de acuerdo con el artículo 543 del Código Penal.
Esta amplia libertad para criticar, incluso para ofender, no solo debe ser válida cuando se satiriza o ridiculiza a fanáticos que luego asesinan para vengar esas “blasfemias”. Pero, en todo caso, debe estar especialmente protegida cuando tiene ese objetivo y por eso resulta de muy dudosa constitucionalidad, por la protección desproporcionada que otorga a la religión y por la inseguridad jurídica que presenta (recuérdese el enjuiciamiento de Javier Krahe), la existencia en el Código Penal español de un precepto como el 525.1, donde se prevé que “incurrirán en la pena de multa de ocho a doce meses los que, para ofender los sentimientos religiosos de los miembros de una confesión religiosa, hagan públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier tipo de documento, escarnio de sus dogmas, creencias, ritos o ceremonias, o vejen, también públicamente, a quienes los profesen o practican”.
El escarnio de los dogmas, creencias, ritos o ceremonias musulmanes y católicos (entre otros) es, exactamente, lo que ha venido haciendo de forma habitual el semanario “Charlie Hebdo” y es imprescindible en términos de salud democrática que, parafraseando a Orwell, pueda seguir publicando caricaturas que a algunos no les gusta ver.