La compleja relación entre el Gobierno y el ministerio fiscal
El ministerio fiscal es un órgano de denominación ilógica –nada tiene que ver ya con los impuestos–, de origen histórico controvertido, de estructura algo confusa, de ubicación compleja en los poderes del Estado y de misión polémica, aunque esencial, en los procesos judiciales.
Con estos mimbres, no es de extrañar que su actuación en algunos casos genere controversia. El ministerio fiscal siempre fue el representante de un jefe de Estado en su origen remoto. Más tarde, ya en el siglo XIX, se convirtió en un instrumento del Poder ejecutivo, es decir, del Gobierno, que permite llevar la voz de dicho ejecutivo a los procesos.
No hay que alarmarse ante esta última frase, porque esa voz consiste normalmente en impulsar lo único que debe corresponder a un Gobierno realmente democrático: la defensa de las leyes emitidas por el poder legislativo, es decir, por el Parlamento que todos votamos directamente. Es así como normalmente el ministerio fiscal se encarga de velar por los intereses de personas débiles en el proceso civil –menores o incapaces habitualmente–, o bien ejerce su función más conocida: el cumplimiento de los preceptos del Código Penal, impulsando la acusación cuando aprecia delito, pero también –y es lo más desconocido por la población– defendiendo a personas indebidamente acusadas de un delito que no lo es. En suma, es la estricta legalidad la que rige la actuación del ministerio fiscal.
Para cumplir eficazmente con todo lo anterior, el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal –su ley reguladora–, establece que el ministerio fiscal funcionará como una pirámide, es decir, con jerarquía de arriba abajo, de manera que no se permite que entre los fiscales exista la independencia –a diferencia de lo que ocurre con los jueces–, sino que se garantiza a través de esta dependencia jerárquica una unidad en la actuación de toda la institución. Y para no perder el contacto con el Gobierno al que me he referido antes, se establece que la cabeza visible de toda la institución, el Fiscal General del Estado, será nombrado directamente por el Gobierno, oído previamente el Consejo General del Poder Judicial –simplemente oído– y comparecido dicho Fiscal General ante el Congreso de los Diputados, cuyo parecer tampoco es vinculante para el Gobierno. Una vez nombrado, el Gobierno ya no puede relevarlo discrecionalmente de sus funciones, lo que es una poderosa garantía frente a la actuación política gubernamental.
¿En qué se concreta ese contacto del Fiscal General con el Gobierno? En simples comunicaciones no vinculantes que se le harán llegar al Fiscal General a través del Ministro de Justicia, aunque puede realizárselas el propio Presidente del Gobierno directamente. Pero dichas comunicaciones –nunca órdenes o instrucciones– no son vinculantes para el Fiscal General del Estado. Por tanto, ni recibe ni puede recibir instrucciones u órdenes del Gobierno.
Tampoco las instrucciones de un Fiscal superior en rango con respecto a sus inferiores suponen una obediencia militar. Los inferiores pueden discrepar de las mismas, pero el fiscal superior, a diferencia del Gobierno, sí puede hacer prevalecer su criterio sobre el inferior.
Así funciona el ministerio fiscal, y pese a que muchas veces se diga erróneamente lo contrario, su estructura de funcionamiento no difiere, en realidad, de la de muchos otros países. Sin embargo, esa “influencia” gubernamental se nos presenta hoy en día como inquietante. ¿Posee realmente el Gobierno un instrumento tan potente como para poder influir en los procesos penales? El instrumento sería ciertamente eficaz si fuera utilizado políticamente, lo que sería completamente inadmisible. Aunque los fiscales no tengan atribuida la investigación de los procesos penales –lo que debiera ocurrir tarde o temprano–, es innegablemente poderosa la posibilidad de presentar la acusación en un proceso penal con el apoyo institucional de toda una estructura administrativa como la del ministerio fiscal.
Pero el límite insuperable para el Gobierno es que el ministerio fiscal no debe secundar, de ningún modo, su actuación política, si simplemente es eso: una actuación política o hasta electoralista. El ministerio fiscal está sometido al principio de imparcialidad –objetividad más bien–, en virtud del cual su único y exclusivo norte ha de ser la legalidad, y no los intereses políticos del partido que esté en el Gobierno, por mucho que le haya nombrado. Ya hemos visto que el Fiscal General no le debe ni obediencia, ni mucho menos debe esperar el Gobierno de él un “agradecimiento”, porque el cargo de Fiscal General es una compleja, pesada, trabajosa y delicada carga por los muy comprometidos temas que maneja, y no un premio o una prebenda política. La objetividad y la legalidad son, por tanto, el grueso muro de contención de la Fiscalía frente a las injerencias del Gobierno. A veces las han resistido ejemplarmente –no es nada fácil–, y otras veces no, por desgracia. Hay ejemplos de lo primero y de lo segundo. Pero lo segundo no es sino una anomalía, una perfecta ilegalidad absolutamente rechazable.
Ojalá en el futuro construya el legislador más muros de contención del ministerio fiscal frente a los Gobiernos. El ministerio fiscal ya no es ningún representante de un jefe del Estado, y mucho menos puede serlo de una sola parte del Estado: el Gobierno. Y si lo fuera, debiera serlo del poder legislativo, por ser el que cuenta con mayor legitimación democrática, aunque siempre con amplísimas mayorías que evitaran la injerencia política. Hay que seguir construyendo su siempre compleja figura recorriendo un camino invariablemente recto hacia la total independencia de la acción política en su actuación. Ojalá que así sea.