Tolerancia cero con la corrupción
En un momento como el actual, tras varios años de crisis económico-financiera, que se ha traducido en recortes sociales hace una década inimaginables, se impone llevar a cabo una reflexión global, de clara inspiración socialdemócrata, que defienda el poder de la política y la democracia para transformar el mundo, así como un modelo social más justo y equitativo y un desarrollo económico más eficiente y sostenible.
A través de 12 mensajes que expresan valores esenciales de convivencia y progreso, ideas básicas, todas ellas, hoy cuestionadas por la derecha ideológica, pretendemos recuperar o poner al día un pensamiento socialdemócrata que o bien anda despistado o bien ha perdido el lugar central que un día ostentó.
Aunque estas 12 líneas rojas no pretenden agotar el campo del pensamiento y la acción que deberían orientar a la socialdemocracia del siglo XXI, sí ejemplifican los retos y propósitos básicos que deberían conformar su estrategia de futuro, aportando nuevas soluciones ante los desafíos económicos y sociales, y a la vez recuperando su esencia inequívocamente progresista.
Líneas Rojas Líneas Rojas
La corrupción provoca el descrédito de las instituciones públicas sobre las que se articula una sociedad democrática, poniendo en riesgo su estabilidad. Dicho más claramente: la corrupción degrada la democracia. Pero, además, supone una humillación para los ciudadanos, ante la quiebra de la confianza que han depositado en esas instituciones. Es, en última instancia, un ataque contra la igualdad y la libertad, contra los valores esenciales del progreso.
Nuestro país vive enfangado en casos de corrupción, cuya gravedad se intensifica en un contexto de crisis socioeconómica severa, siendo su rostro más representativo y dramático los seis millones de personas desempleadas. Vivimos, pues, un momento muy crítico que, entre otros aspectos esenciales, exige la erradicación de la corrupción, lo que pasa necesariamente por un renovado compromiso cívico.
El punto de partida no es otro que la identificación de las causas de este mal. Para empezar, es importante tener claro que la corrupción en España no es un problema de ausencia o deficiencia de legislación aplicable al caso. En términos generales, las respuestas frente a este tipo de comportamientos que ofrece el ordenamiento jurídico en el plano administrativo y penal son adecuadas, equiparables a las de otros países menos corruptos. Pero como todo es mejorable, lo primero que habría que hacer es reforzar los medios preventivos de control, así como la posterior rendición de cuentas por las operaciones realizadas, dos razones más para reivindicar la importancia del sector público y de los funcionarios.
En todo caso, hay que ser conscientes de que el derecho no puede -ni debe- llegar a determinados ámbitos, en los que sólo rige la ética: hay actuaciones que no son antijurídicas, pero sí merecen un reproche moral y una sanción política.
Íntimamente relacionada con esta dimensión ética, cabe identificar otro factor clave que subyace tras los comportamientos corruptos y las corruptelas: el modelo de sociedad en el que vivimos, en el que la centralidad del dinero “legitima” desigualdades obscenas y convierten en “inevitables” los paraísos fiscales o las SICAV. Urge dar la batalla, tanto a nivel interno como internacional, y, muy en particular, en el seno de la Unión Europea, para acabar con esta lacra, que no solo perjudica en cantidad nada despreciable las arcas del Estado, sino que contribuye decisivamente a minar la moral de los ciudadanos que puntualmente satisfacen sus obligaciones con el fisco.
Desde una perspectiva autocrítica, hay que reconocer que también la actitud y el comportamiento de cada uno de nosotros juega un papel relevante en este terreno. No cabe duda de que las principales víctimas de la corrupción somos los ciudadanos. Pero tampoco podemos ignorar la parte de responsabilidad que nos corresponde en esta lucha. La falta de cultura cívica o los abusos ajenos sirven a veces de coartada para desatender nuestras obligaciones ciudadanas –por ejemplo, el conocido “¿con IVA o sin IVA?”–, olvidando que cuando este tipo de comportamientos se traslada desde la esfera privada a la pública los efectos negativos se multiplican. En este sentido, los ciudadanos debemos también contribuir a la creación de una ética pública a la altura de nuestras expectativas, sin que ello signifique olvidar el deber especial que a todo representante público corresponde de actuar de manera ejemplar.
Teniendo presentes las anteriores consideraciones, resulta indiscutible que la lacra de la corrupción en nuestro país se personifica en los políticos y en quienes ocupan puestos institucionales. Lógicamente no son todos ni la mayoría; visto en conjunto, puede incluso afirmarse que son casos singulares; el problema es que su trascendencia es excepcional. Primero, porque la relevancia y notoriedad que políticos y cargos públicos tienen en la sociedad les hace particularmente responsables en los casos de corrupción, pues los perjuicios los sufren las instituciones y los recursos públicos que manejan. Y, segundo, porque el modo en el que afrontan este tipo de comportamientos condiciona la percepción que la sociedad española tiene de la corrupción como algo estructural.
De un lado, los responsables públicos –políticos o cargos institucionales– son muy poco exigentes a la hora de apreciar y combatir la corrupción. Se encuentra muy extendida una incapacidad manifiesta para diferenciar la responsabilidad jurídica de la política. La imputación de un cargo público debe suponer su renuncia porque, sin prejuzgar su culpabilidad, los esfuerzos que a partir de ese momento debe dedicar a su defensa son incompatibles con el desempeño adecuado de sus funciones. Es un criterio estricto, en ocasiones quizá injusto, pero es la mejor vía para garantizar simultáneamente la protección de la institución pública y la presunción de inocencia del afectado. Por supuesto, igualmente exigible es su completa rehabilitación pública si finalmente es demostrada su inocencia, a todos los efectos.
De otro lado, los políticos y sus partidos aplican un doble rasero al valorar los casos de corrupción. Todos los casos son denunciables, porque conceptualmente todos tienen la misma gravedad. La invocación de “causas generales abiertas” contra un partido es una buena manifestación de esta actitud de falta de coherencia que hunde su credibilidad, socavando así los cimientos y la legitimidad de las instituciones democráticas.
Desde LR consideramos que la lucha contra la corrupción constituye un elemento esencial de una nueva forma de hacer política que debe basarse en el prestigio de la persona que se dedica a la actividad pública, así como en los pilares fundamentales ya mencionados de la ejemplariedad, la transparencia y la rendición de cuentas.
Los representantes públicos (diputados, senadores, presidente del Gobierno, ministros, parlamentarios autonómicos, presidentes de Comunidades autónomas, consejeros, alcaldes, concejales, etc.), en efecto, no solo deben de ser honestos; también deben de parecerlo. La dignidad de su cargo les obliga políticamente a mostrar un comportamiento ejemplar.
Y es que la ejemplaridad pública no puede ser un concepto vacío de significado. Porque responde a una imagen social, más o menos asentada, del buen hacer, que genera confianza y respeto en el conjunto de la ciudadanía, algo imprescindible para el sano desenvolvimiento de la vida política y social. No es, por tanto, una cuestión de meras apariencias.
La transparencia, por su parte, es el mejor antídoto contra la corrupción. Debería ser la regla que admitiera muy pocas excepciones en el ámbito de las instituciones públicas. Al fin y al cabo, son los ciudadanos quienes las sostienen y las mismas no están sino para servirles. Pero también los partidos políticos, pese a su naturaleza mixta, público-privada, deberían estar sujetos a estrictas obligaciones de transparencia, pues son ellos los auténticos protagonistas de la vida pública, y difícilmente esta podrá ser “limpia” si aquellos no son transparentes.
Por último, la rendición de cuentas ha de ser exigible de cualquier institución, organismo u organización sostenidos total o parcialmente por fondos públicos. El destino y gasto de cada euro debe de quedar perfectamente justificado, de igual modo que las decisiones que los sustentan han de estar bien fundamentadas.
En definitiva, la lucha contra la corrupción debe de convertirse en una prioridad, pues de su éxito depende, en buena medida, el futuro de nuestra democracia.