¿Política contra Derecho en Cataluña?
Ahora que el debate en torno a la Monarquía ha relajado la tensión de nuestro singular debate territorial, quizás no esté de más recordar, con el necesario sosiego, tres acontecimientos relativamente recientes sobre la ya conocida como “cuestión catalana” que van a servir de preámbulo a los venideros, inevitables, a fin de de extraer de ellos alguna lección valiosa.
El primero, la (excesivamente) celebrada sentencia del pasado 25 de marzo del Tribunal Constitucional sobre la declaración soberanista del Parlament de Catalunya, que al tiempo que nos vino a recordar, con toda razón y claridad, lo que ya sabemos (que solo el pueblo español es soberano), se aventuró también a interpretar, introduciendo cierta confusión, el sentido de eso que se ha dado en llamar “derecho a decidir”, al concebirlo como “una aspiración política a la que solo puede llegarse mediante un proceso ajustado a la legalidad constitucional”.
Es confusa esta parte de la sentencia porque difícilmente puede ser algún día constitucional aquello que niega el fundamento mismo de la Constitución: la unidad del poder constituyente. Y eso y no otra cosa significa en términos constitucionales el llamado “derecho a decidir”: dejar en manos de un poder no constituyente (el Parlament de Catalunya y/o, en su caso, el “pueblo” catalán) una decisión intrínsecamente constituyente (la de la definición territorial de España), que, como tal, solo puede corresponder al Parlamento y pueblo españoles. En todo caso, al margen de estas cuestiones, lo importante de esta sentencia es que despeja cualquier duda posible sobre algo que a ningún demócrata puede sorprender: que en una Democracia el Estado de Derecho es un límite ineludible para el ejercicio de la Política.
El segundo acontecimiento tuvo lugar el pasado 8 de abril en el Congreso de los Diputados, con motivo del debate que allí se celebró sobre la proposición de ley orgánica de delegación en la Generalitat de Catalunya de la competencia para autorizar, convocar y celebrar un referéndum sobre el futuro político (la independencia) de esta Comunidad autónoma. Fueron más de siete horas de intenso –y correcto- intercambio de opiniones sobre nuestra situación jurídico-política actual y su posible devenir, desde una perspectiva eminentemente territorial. Siete horas de debate que pusieron de relieve, sobre todo, la necesidad de continuar dialogando con el fin de alcanzar consensos acerca del modo de seguir adelante. Y ello pese a que las posturas de los favorables a celebrar la referida consulta popular y quienes se oponen a ello, hoy por hoy, parecen irreconciliables, porque unos hablan el lenguaje del Derecho (la Constitución como límite insoslayable) y otros el de la Política (la legitimidad democrática de un “pueblo” que quiere decidir su futuro), como si fueran idiomas opuestos. De nuevo, el falso dilema (muy similar, por cierto, al que padecimos recientemente con ocasión del demandado referéndum sobre nuestra forma de Estado).
El tercer acontecimiento arranca con la publicación, el pasado 14 de abril, por parte del Consejo de Transición Nacional, órgano de asesoramiento de la Generalitat de Catalunya, de un informe (“Las vías de integración de Cataluña en la Unión Europea”) que dibuja los escenarios posibles una vez que la independencia se ha conseguido. En él se sostiene que lo más probable es que Cataluña siga formando parte de la UE en condiciones similares a las presentes. Más allá del valor que puedan tener estos informes, elaborados por un órgano de perfil más político que técnico, dado su carácter instrumental, al servicio de los dictados del Govern de la Generalitat, lo verdaderamente relevante es que al cabo de pocas horas de su presentación un representante de la Comisión Europea vino a reiterar lo que esta lleva diciendo desde un principio: que el nuevo Estado que surgiese como consecuencia de la secesión de una parte de un Estado miembro de la UE sería considerado Estado tercero con respecto a esta, de modo que si quisiera integrarse en ella tendría que solicitar su adhesión, siguiendo los mismos pasos que cualquier otro país. Es decir, justamente lo contrario de lo que ha entendido el Consejo de Transición Nacional, aunque eso no parece importarle mucho al Govern del President Mas.
Es seguro que después de estos acontecimientos, como auguramos al comienzo, vendrán otros, de los que seguiremos hablando y escribiendo largo y tendido. Y es probable que los mismos surjan como consecuencia de los movimientos que acarrea el proceso iniciado en Cataluña desde hace ya algunos años. Un proceso que comenzó siendo fundamentalmente político, pero que de un tiempo a esta parte se ha transformado también en movimiento social, hasta el punto de que ni siquiera está hoy claro que el Govern lo controle plenamente.
Sea como fuere, lo cierto es que nos encontramos en mitad de un laberinto del que resulta muy difícil salir. Las voces más sonoras provenientes de Cataluña hablan un lenguaje, el de la política arropada por la legitimidad democrática (o la versión que de ella pretenden imponer), mientras que, fundamentalmente desde el Gobierno de España, se habla otro muy diferente, al tratar de contrarrestar ese envite autodeterminista poniendo como escudo a la Constitución. De esta forma, el dilema, por más falso que sea, está servido: el Derecho contra la Política. Como si el ejercicio de esta fuese lo único legítimo en Democracia, ignorando que, en realidad, es el respeto al Derecho lo que garantiza (en Democracia) que la Política se pueda ejercer libremente y con garantías.
¿Cómo romper esta espiral perversa? No es fácil ofrecer una respuesta clara y segura. Lo que sí parece innegable es que en un momento de crisis aguda como lo es este corresponde al Gobierno del Estado tomar las riendas y ejercer liderazgo. Eso significa, entre otras cosas, ofrecer un proyecto político atractivo y ambicioso, capaz de generar adhesiones amplias.
La solución para la encrucijada en que se encuentra el Estado autonómico no parece que pase por su destrucción, tal y como preconizan determinadas fuerzas políticas y sociales independentistas en Cataluña, pues ello acarrearía, entre otras cosas, una fractura social muy dolorosa y, por tanto, indeseable. Tampoco parece que la mejor alternativa sea mantenerse firme en la defensa de su incolumidad, tal y como hace el Gobierno de España, con la esperanza de que las aguas vuelvan a su cauce, pues, tal y como comprobamos una y otra vez, las aguas, más que calmarse, se revuelven y enturbian.
¿Qué, entonces? Encima de la mesa hay una propuesta, seria y bien fundamentada, de reforma de la Constitución en clave federal. Dejando de lado su procedencia partidista (PSOE), lo que interesa es ver si la misma, como parece, ofrece una respuesta adecuada a los problemas actuales de nuestra organización territorial, desde un punto de vista competencial, orgánico, financiero, etc. Si el Gobierno la hiciese suya, o propusiese otra de similares características, estaría en condiciones de liderar un proceso político de gran alcance, al que se podrían sumar otras muchas fuerzas políticas, que, en el peor de los casos, acabaría “solo” mejorando la organización y funcionamiento de nuestro Estado (algo, en todo caso, muy necesario), y en el mejor de ellos lograría además ofrecer una salida satisfactoria a las aguas cada vez más estancadas de la política en Cataluña. ¿A qué espera, Sr. Rajoy?