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Regresión y Tribunal Constitucional

El Tribunal Constitucional avala el uso del decreto ley de 2014 salvo para agencias de colocación

Fran Caamaño

“Las sociedades no mueren víctimas de sus contradicciones, sino de su incapacidad para resolverlas” (Octavio Paz, El ogro filantrópico). La frase parece hecha para el legislador que ha promovido las últimas reformas del Tribunal Constitucional. Unas reformas ad casum en las no se procura acondicionar al Tribunal para que afronte mejor los conflictos que ha de resolver. Antes bien: se reforma para tener un tribunal a la medida de un conflicto.

Incapaz de pensar reposadamente y al margen de los grandes titulares, el legislador ha proyectado sus inseguridades políticas sobre la jurisdicción constitucional.

Primero fue el regreso del recurso previo (ley orgánica 12/2015). En democracia no se alcanza a comprender que una ley refrendada por la ciudadanía pueda posteriormente ser declarada contraria a la Constitución. Si tal cosa ocurre es que algo va mal. El vigente Estatuto de Autonomía de Cataluña fue aprobado por una amplísima mayoría de su Parlamento; por la mayoría absoluta del Congreso y del Senado; y fue refrendado por el pueblo catalán. A pesar de todo ello se impugnó, prácticamente en su totalidad, ante el Tribunal Constitucional. El Estatuto fue reinterpretado y algunos de sus preceptos declarados inconstitucionales. Los ciudadanos de Cataluña habían votado una cosa pero el Estatuto que finalmente se les entregaba (cinco años después de haber entrado en vigor) era otra. Peor, imposible.

Después de un largo proceso de transacciones y renuncias recíprocas la voluntad democrática de los catalanes era desplazada mediante una perversa celada. Con independencia de la valoración que a cada cual merezca la Sentencia 31/2010 hubo un lugar común: un estatuto de autonomía no puede ser fiscalizado en su constitucionalidad después de haber sido refrendado. Con igual sintonía se apuntó el remedio: rescatar el recurso previo de inconstitucionalidad. Solo así el control de constitucionalidad de la ley podrá operar de forma respetuosa con la voluntad manifestada por la ciudadanía. Más fácil imposible: fast food, fumus bona iure.

Nadie quería recordar la desalentadora experiencia del recurso previo que había llevado a su sensata derogación. Gracias al recurso previo, la minoría, democráticamente derrotada, bloqueaba sistemáticamente la iniciativa votada favorablemente por la mayoría absoluta de las Cortes, impidiendo que pudiese convertirse en ley. Pero, además, su utilización respecto de los estatutos de autonomía produce otros efectos no menos preocupantes desde la perspectiva del principio democrático. En primer lugar, se somete a examen de constitucionalidad la iniciativa votada, insisto, por la mayoría absoluta las Cortes Generales, que representan a todo el pueblo español, para evitar que quede sujeto a ese mismo examen el parecer manifestado por algunos ciudadanos que conforman el cuerpo electoral de una comunidad autónoma. Si el control a posteriori humilla la voluntad ciudadana manifestada en referéndum ¿No es también una humillación democrática la que experimenta la mayoría absoluta del Congreso y el Senado?

En segundo lugar, el recurso previo obliga al Tribunal a tener que enjuiciar en caliente una norma que por su propia naturaleza (fundamento del ordenamiento jurídico de la comunidad autónoma) tiene un alto contenido político y simbólico, muchos de cuyos preceptos, en tanto que fuente de otras fuentes de Derecho, están pensados para que sean libremente interpretados por el legislador autonómico y no por el Tribunal Constitucional. que, obviamente, podrá enjuiciar la ley autonómica y, en su caso, declararla inconstitucional..

En tercer lugar, como lo que se somete a control de constitucional no es propiamente una ley, pues la iniciativa todavía no se ha perfeccionado como norma, el Tribunal no podrá declarar que algunos de sus preceptos son “inconstitucionales y, por tanto, nulos”, por lo que el proyecto tiene que ser devuelto a las Cortes tal como dispone el nuevo art. 79.8, introducido por la L.O. 12/2015. Una circunstancia que plantea complejos escenarios que la reforma desconoce. Así, parece evidente que si el parlamento autonómico autor de la iniciativa discrepa del parecer del Tribunal podráretirar su propuesta de reforma, condenando a la esterilidad todo el trabajo y las negociaciones habidas en las Cámaras y el examen llevado a cabo por el Tribunal Constitucional.

Y, por último, cumple no olvidar, como nos recuerda el citado art. 79 en su apartado 9, que el control de constitucionalidad efectuado por el Tribunal a través del recurso previo no impide que en el futuro nuevas impugnaciones del Estatuto puedan concluir declarándose la inconstitucionalidad de algunos de sus contenidos.

Cuando se parte de un mal diagnóstico, ya no se sabe si es peor el remedio o la enfermedad. En efecto, el problema no está en el momento de interposición del recurso de inconstitucionalidad sino en la existencia del recurso mismo, que tanto daño ha hecho a la política española y al Tribunal Constitucional. Por su propia condición, el recurso de inconstitucionalidad, sea o no sea previo, impide diferenciar entre política y derecho. En primer lugar, porque quienes lo pueden promover son sujetos políticos (en lo que ahora importa cincuenta diputados o senadores) y, en segundo lugar, porque permite impugnaciones en bloque de carácter puramente ideológico, en tanto que es un recurso “sin caso”, es decir, sin un sustrato fáctico real vinculado a una concreta aplicación de la ley. Por el contrario, la impugnación se formula contra una ley cuyos efectos jurídicos no se han proyectado sobre la realidad y, por tanto, no son más que una conjetura interpretativa sobre un eventual conflicto normativo que, acaso, puede no llegar a producirse. Es la posición política e ideológica del recurrente la que fundamente el recurso y delimita el debate ante el Tribunal Constitucional.

Es evidente que el recurso de inconstitucionalidad no es necesario para la defensa de la Constitución, como lo demuestra el hecho de que solo exista en tres países (Alemania, Austria y España). Para depurar el ordenamiento jurídico de normas inconstitucionales ya contamos con la cuestión de inconstitucionalidad, con los conflictos de competencia y con el recurso de amparo frente a ley, procesos, todos ellos, en los que el Tribunal desempeña una labor verdaderamente jurisdiccional en el sentido definido por el maestro Guasp: la determinación del derecho en un caso concreto.

El recurso de inconstitucionalidad, sin embargo, favorece el maltrato a la Constitución y al Tribunal, pues es utilizado por la minoría para prolongar y mantener viva la tensión política en torno a la ley aprobada por la mayoría. Lo que la minoría ha perdido con el voto pretende recuperarlo mediante su particular interpretación de la Constitución, revistiendo con argumentario jurídico su posición política que fue, precisamente, la democráticamente derrotada. El recurso de inconstitucional es el medio para ese fin. Por eso la única forma de evitar el control a posteriori de una ley refrendada, respetuosa con el principio democrático, con la Constitución y con el Tribunal Constitucional es impedir que pueda ser atacada a través del recurso de inconstitucionalidad. Las fuerzas políticas con representación parlamentaria deben renunciar a la tentación de ganar en el Tribunal lo que perdieron en las Cámaras. Bastaba, pues, con suprimir la posibilidad de impugnar “políticamente” un Estatuto, suprimiendo que pueda objetarse su constitucionalidad por el cauce del recurso abstracto.

Si grave es la anterior reforma ¿qué decir de la que se está tramitando? Más allá de su descaro político (frente a la técnica de la alegalidad catalana -consulta, plebiscitos encubiertos, órganos de transición…- no debe responderse manipulando al árbitro), quien la haya ideado desconoce la realidad de la jurisdicción constitucional en España, no se ha enterado de que las sentencias tienen, por el hecho de serlas, fuerza de cosa juzgada (pues otorga a las del Tribunal la condición de “título ejecutivo”, como si fuesen una letra de cambio) y, en un increíble ejercicio de odio contenido, le atribuye la función de suspender sin plazo predeterminado ni procedimiento de defensa a funcionarios y cargos públicos, por no hablar, en fin, de lo exótico que resulta que el Tribunal pueda recabar el auxilio del Gobierno de la Nación para la ejecución sustitutoria de sus resoluciones, dando por hecho que él nunca las incumple (piénsese en las tres sentencias sobre formación continua, la del 0,7…).

Con todo, lo que más violenta el ser del Tribunal Constitucional es la pretensión de convertirlo en un tribunal de garantías. A diferencia del alemán o del austríaco, el español no es en su concepción un tribunal de impeachment ni un tribunal electoral (lo que explica que el llamado recurso de amparo electoral se introdujese por la puerta de atrás al aprobarse la LOREG). Esa fue la voluntad expresa del constituyente y del redactor de la ley órganica del Tribunal, quienes deliberadamente descartaron esas funciones de control y sanción, con el propósito de impedir que se reprodujese la desolada historia del Tribunal de Garantías de la Segunda República.

Hagamos memoria: mediante sentencia de 6 de julio de 1935, el Tribunal de Garantías condenó por un delito de rebelión a Lluis Compayns y a siete de sus Consejeros por haber proclamado el Estado catalán de la República Federal Española. En la sentencia se discute si el Estado de las autonomías de la Constitución de 1931 puede o no puede ser interpretado como un estado federal. La primera alternativa conducía a la absolución. La segunda a la condena. Derecho constitucional y derecho penal se entremezclaban inexorablemente en una misma sentencia. De ese escenario se quiso proteger al Tribunal Constitucional de 1978 para asegurar su prestigio institucional y reforzar su crédito e independencia. Como con el recurso previo, el Gobierno se empeña en volver acríticamente a los peores momentos de nuestra historia. Su deriva da miedo, como la última película de Alejandro Amenabar

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