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Empresas, ¿para qué?
¿Se imaginan un concilio de obispos y cardenales poniendo en duda el dogma de la Ascensión de María, uno de los últimos adoptados por la Iglesia católica, en la década de 1950?
Pues algo parecido acaba de suceder entre los que profesan la fe en el capitalismo. La Business Roundtable, una de las organizaciones más influyentes del capitalismo estadounidense, que reúne a la flor y nata de los directivos y que está presidida por Jamie Dimon, presidente del banco JP Morgan Chase, aprobó en agosto un manifiesto que se desmarca de uno de los dogmas más asentados de la ortodoxia económica, conocido como la “primacía del accionista”. Lo estableció por escrito en las décadas de 1960 y 1970 el premio Nobel de Economía Milton Friedman, que ocupa un lugar de honor en el panteón neoliberal, y que reza, en síntesis, así: “Las empresas tienen una, y solo una, responsabilidad social: incrementar sus beneficios, (...) respetando las reglas del juego”.
Durante casi seis décadas, el dogma se ha repetido en todas las escuelas de negocios y facultades de empresariales, y ha guiado la actuación de los ejecutivos y de la mayoría de instituciones de los países occidentales: la misión de una empresa es aportar valor al accionista. Punto final. Hasta ahora.
Ciertamente, tener beneficios era el propósito único de las empresas. Pero en su importante manifiesto del pasado agosto, la Business Roundtable reformula por completo el sentido mismo de las corporaciones: su objetivo, subrayan ahora los principales ejecutivos estadounidenses, no puede limitarse solo a los beneficios y a dar valor al accionista, sino que debe tener un impacto positivo también para el conjunto de la sociedad y para todos los actores involucrados (stakeholders, en inglés), entre los que cita explícitamente los trabajadores, las comunidades, los proveedores y los consumidores. Es decir, los trabajadores deben estar bien retribuidos, las localidades compartir los beneficios (a través de impuestos y, por supuesto, sin contaminación); los proveedores, obtener un precio justo, y los consumidores tener acceso a productos de buena calidad y que, obviamente, no contribuyan a la destrucción del planeta.
Giro en la élite
El cambio de enfoque es copernicano y la Business Roundtable realmente equivale a un concilio, con presencia de la élite de las corporaciones estadounidenses, el Vaticano del capitalismo mundial, con directivos que representan empresas que suman siete billones de dólares anuales de ingresos. Es comprensible, pues, que la nueva pastoral haya desatado un gran debate en el mundo económico anglosajón (en España, mucho más tímido), con contramanifiestos como el de The Council of Institutional Investors, el lobby de los gestores de activos, que sostiene, como afirmaba el dogma ahora cuestionado, que la mejor contribución que una empresa puede hacer a la sociedad es ser fuerte y lograr beneficios, lo que acaba redundando, dicen, en el bien de todos.
El giro ha tenido una amplísima cobertura en los medios de referencia del mundo de los negocios: el Financial Times se ha sumado con entusiasmo al debate, con gran y sostenido despliegue y posición editorial rotundamente partidaria de los cambios (lo ve como la única manera de “salvar al capitalismo”), mientras que The Economist le ha dedicado también una portada, pero mostrando enormes reticencias (“acabará haciendo más daño que bien”, concluyó en su editorial), y Fortune lo ha abordado con profusión, dentro de su serie anual sobre Cambiar el mundo y haciendo explícito el sueño del buen capitalista contemporáneo: Beneficios y propósito: ¿pueden las grandes empresas tener las dos cosas?
Sean favorables o contrarios al giro filosófico sobre el propósito de las empresas, todos los medios de referencia del liberalismo admiten que el capitalismo “no está funcionando tan bien como debería”, en expresión de The Economist. La descripción que hacen de los problemas acumulados en la última década, que en teoría ha tenido buenos indicadores macroeconómicos, son sangrantes y los señalan sin ambages como causantes del auge de los populismos en el mundo y del malestar social. Especialmente pugnaz es el Financial Times, que encadena en sus análisis críticas tan demoledoras sobre el estancamiento de los salarios, la brecha salarial (entre directivos y trabajadores, y entre hombres y mujeres), la extensión de la desigualdad, el mal funcionamiento de los mercados (por los monopolios de facto y la regla de que “el ganador se lo lleva todo”), las facilidades para la elusión fiscal de las multinacionales y la emergencia climática, entre otros, que suponen un retrato mucho más sombrío del que sería capaz de formular cualquier panfleto anticapitalista, por la ingente cantidad de datos que ofrece extraídos desde dentro.
El dilema al que se enfrentan lo expresó con crudeza el principal referente económico del diario, Martin Wolf, en su artículo Salvar al capitalismo de los rentistas, dentro de su insólito monográfico Capitalismo. La hora de hacer un reset. Los negocios deben generar beneficios, pero también servir a un propósito: “La manera de funcionar de nuestro sistema político y económico debe cambiar, o perecerá”.
En términos igualmente dramáticos se han expresado otros destacados exponentes del capitalismo. Uno de los inversores estrella de Wall Street, Ray Dalio, de Bridgewater Associates, ha escrito incluso un manifiesto contra la desigualdad, que a su juicio supone una “amenaza existencial” para EE UU y para el propio capitalismo, que se se enfrenta al dilema de “evolucionar o morir”. “Soy un capitalista e incluso yo pienso que el capitalismo está roto”, ha escrito. O Marc Benioff, presidente de Salesforce, gigante del software, que en un artículo en The New York Times, Necesitamos un nuevo capitalismo, expresaba la misma convicción: “El capitalismo, tal como lo hemos conocido, está muerto”.
BlackRock, la principal gestora de activos del mundo, con más de seis billones de dólares bajo gestión, lleva dos años advirtiendo por escrito a las compañías en las que invierte que si no se orientan hacia el “valor compartido” (para el accionista, pero también para los trabajadores y comunidades), venderá y se irá, y algunas multinacionales, como Unilever, BASF, Nestlé y hasta Microsoft, han empezado a asegurar que lo más importante de todo para ellas es ya el propósito.
“La terrible crisis, los escándalos y la emergencia climática han despertado la conciencia social y al sector empresarial no le queda más remedio que entrar también en esta agenda porque necesita legitimidad social; de lo contrario, lo pasará muy mal”, apunta Orencio Vázquez, coordinador del Observatorio de Responsabilidad Social Corporativa, la entidad de referencia en España que fiscaliza el impacto social de las corporaciones más allá de los guarismos contables convencionales. Y añade: “Dicen que lo importante no puede ser solo el beneficio, de acuerdo. Pero es que si no cambian y no escuchan el clamor social, tampoco podrán seguir dando beneficios”.
Jóvenes por el socialismo
Algunas encuestas han acabado de encender todas las luces de alarma porque el nivel de decibelios ha empezado a sobrepasar cualquier límite imaginable incluso en EE UU, que vive supuestamente una época dorada de pleno empleo y de vacas gordas. La agencia demoscópica Gallup pregunta periódicamente por conceptos como “capitalismo” y “socialismo” y, para estupefacción de propios y extraños, a lo largo de la última década se ha producido un terremoto subterráneo que hace que en dos segmentos muy importantes de la sociedad (nada menos que los jóvenes y los votantes del Partido Demócrata) el socialismo ya salga mejor parado que el capitalismo. Los jóvenes estadounidenses de 18 a 29 años que dicen tener “una visión positiva” del capitalismo, que ha caído del 68% de 2010 al 45% de 2018, mientras que los que la tienen del socialismo se ha mantenido en el 51%. Entre los simpatizantes demócratas, también han pasado ya a ser clara mayoría los que prefieren el socialismo y por la muy notable diferencia de 10 puntos.
Estas corrientes están propulsando las aspiraciones presidenciales de la candidata demócrata Elisabeth Warren, que se ha granjeado fama de látigo de Wall Street y que está construyendo un programa de shock para afrontar estos problemas con la mirada puesta en poner en cintura a las grandes corporaciones: troceándolas si operan como monopolios y asegurando que pagan impuestos justos y que tienen un impacto social positivo en todos sus stakeholders: trabajadores, comunidades, consumidores, proveedores… Sí, exacto: el mismo enfoque que acaba de adoptar la Business Roundtable.
En opinión de The Economist, la coincidencia no es precisamente casual, sino que ayuda a entender el giro de los grandes directivos: “Las motivaciones de los directivos son en parte tácticas. Esperan prevenir ataques contra el big business desde la izquierda del Partido Demócrata”, editorializó el semanario británico. Pero pese a sus reticencias, admitió también que es igualmente “en parte consecuencia de un cambio de actitudes hacia los negocios en ambos lados del Atlántico” y de que “los jóvenes quieren trabajar para firmas que tienen opinión sobre las cuestiones morales y políticas del día”.
Los sondeos son muy rotundos al respecto y están a disposición de los ejecutivos de las grandes empresas. El macrosondeo mundial que elabora cada año Edelman Trust, con más de 33.000 encuestas en 26 países (entre ellos España), y que es la gran referencia sobre la confianza en las instituciones, refleja niveles de malestar social muy agudo y persistente: apenas el 20% de la población siente que “el sistema” les trata bien y la mayoría considera que le está fallando. Y todos los estudios coinciden en que la generación de los millennials (nacidos en las décadas de 1980 y 1990) dan mucha más importancia que las generaciones precedentes a trabajar en empresas que sientan alineadas con sus valores (el 80% de los millennials estadounidenses lo exige, según un sondeo reciente de Fortune), y especialmente que estén en la vanguardia para dar respuestas a la emergencia climática en lugar de contribuir a agravarla.
Hacer un mundo mejor
Según el mismo sondeo de Fortune, hasta el 64% de los estadounidenses considera que el primer propósito de una empresa debería ser “hacer el mundo mejor” y el 72% opina que deben tener “una misión”. Los grandes directivos, tras pasarse décadas trabajando para aumentar el valor del accionista, aseguran estar acompasándose a toda velocidad a esta nueva presión social: el último barómetro anual con que Deloitte ausculta a la élite de los ejecutivos del mundo (2.000 directivos en 19 países) refleja que para la mayoría de ellos “el impacto social” es ya el primer elemento a considerar a la hora de evaluar un ejercicio, por delante de la satisfacción del consumidor y hasta de los beneficios.
Sin embargo, los propios directivos tienen también un problema de credibilidad. Los barómetros del Edelman Trust reflejan que tanto ellos mismos como las corporaciones que dirigen acumulan números rojos sostenidos en la última década en el capítulo de la confianza. Y el propio Jamie Dimon, presidente de JP Morgan Chase y de la Business Roundtable, el principal artífice en el mundo económico estadounidense del giro filosófico partidario de superar la era de la “primacía del accionista”, simboliza perfectamente la disonancia que existe entre palabras y hechos: su salario en 2018 alcanzó los 30 millones de dólares y el banco que preside fue señalado por tercer año consecutivo como la entidad financiera menos comprometida con la emergencia climática y el que menos escrúpulos tiene a la hora de financiar proyectos contaminantes, galardón que concede BankTrack, la organización internacional de referencia en fiscalizar el papel del mundo del dinero en los problemas medioambientales.
¿Significa ello que las grandes proclamas son pura cháchara sin implicaciones reales? No necesariamente, opina Ignasi Carreras, profesor del Departamento de Dirección General y Estrategia de la escuela de negocios Esade, quien subraya que la concienciación en el mundo de la empresa ha ganado mucho terreno en los últimos años y que ahora “ha dado un nuevo salto importante con un factor nuevo que lo cambia todo: la emergencia climática”.
“Las compañías empiezan a darse cuenta de que ya no basta con tener una buena política de responsabilidad social corporativa, sino que esta debe estar integrada dentro de un propósito responsable y una misión”, sostiene Carreras, convencido de que las empresas que no lo entiendan acabarán teniendo muchos problemas para sobrevivir.
La clave está, coinciden Carreras y Vázquez, en establecer algún tipo de rendición de cuentas sobre la proclama del propósito. Algunos expertos, como Colin Mayer, de la Universidad de Oxford (Reino Unido), han propuesto que las compañías deban detallar en una página tanto su propósito como los aspectos relevantes, medibles, que permitan evaluar si lo cumple, y lo mismo con respecto a sus principales stakeholders. Esta información sería entregada al regulador, que le concedería el mismo rango de importancia que al resto de documentación que se exige a las empresas. La Saïd Business School, vinculada también a Oxford, ha iniciado incluso una campaña para empujar en esta dirección.
“La normativa tiene que asegurar que estas proclamas de responsabilidad van en serio”, recalca Vázquez, quien señala la Ley de información no financiera, aprobada recientemente en España, en la que las grandes empresas están obligadas a aportar por vez primera datos sobre aspectos como la brecha salarial, el respeto a los derechos humanos y el impacto medioambiental, entre muchos otros, como un instrumento que necesariamente debería converger con el giro filosófico del propósito para hacerlo creíble.
Los avances en la creación de indicadores y medidores para evaluar los impactos de una empresa más allá de la cuenta de resultados han avanzado mucho en los últimos años, propulsados por los Objetivos de Desarrollo Sostenible, surgidos de los Objetivos del Milenio de Naciones Unidas, el auge de la inversión socialmente responsable y sus estándares ESG (siglas en inglés por Enviromental, Social and Governance), o el impulso de movimientos como la economía del bien común o la asociación de B-Corp, que agrupa a las empresas más comprometidas con los estándares de sostenibiidad.
Si el cambio acabara quedándose solo en proclamas, sin ninguna rendición de cuentas, el dogma de la “primacía del accionista” seguiría, de facto, en pie. La supuesta revolución copernicana del manifiesto de la Business Roundtable habría sido más bien una bula para seguir operando igual, pero sin problemas de conciencia.
[Este artículo forma parte del dossier El propósito de las empresas, publicado en el número 74 de la revista Alternativas Económicas. Ayúdanos a sostener este proyecto de periodismo independiente con una suscripción]
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